Todas las noches era lo mismo. El quilombo empezaba tarde, a eso de las once, parecían dos bafles al palo. Desde pibe me dio gracia esa expresión. “Al palo” podía ser cualquier cosa: gritos, una moto en la autopista, una pija; nuestra lengua da para todo. Lo más curioso es que jamás les vi la cara a los vecinos; nunca, en los cinco años que llevamos compartiendo este edificio. Tal vez tenemos horarios muy distintos, o quizás una miga de vergüenza los lleva a evitarnos al día siguiente. Por mi parte, trato de aislarme, escribir alguna boludez o es- cuchar un poco de música, pero esos tacones son infernales. Me tienen traumado, lo juro; si conozco a una mina que los usa, salgo cagando, no me importa nada. Son el antifetiche.
A veces es mejor desconocer cómo es la persona a quien odias. Así la mente no tiene ni idea a qué aferrarse, inventa giladas y, dentro de todo, podés remarla en paz. Gracias a eso lo llevé bastante bien durante todo este tiempo, hasta principios de año, cuando Osvaldo el portero me contó que se trata de una parejita tímida, peticita, medio albinos los dos, que uno usa bastón, y la otra plataformas. Ahora no puedo dejar de pensar en esa dupla de ojitos rojos. Él no los mencionó, pero estoy seguro que todos los albinos tienen ojos rojos. Ojos duros, incuestionables, inabarcables. Al menos estos sí. A propósito de nada, Osvaldo es medio raro también con su tos de cigarrillo y la joroba indisimulable a través de la camisa eternamente celeste. Pero ese es otro tema.
No puedo creer de dónde sacan la energía estos dos enanos hijos de puta si ni siquiera pueden andar mucho tiem- po bajo el sol. Deberían estar tirados en un costado, llenos de moho, tomando té con canela y miel, no gritando como enfermos a la una de la mañana. La psicóloga me dice que tengo que aprender a controlar la ira, porque si no la cabeza te come y quedás hecho un tarado. Ella usa palabras más lindas, de manual. Le hago caso, le hago caso. Cualquier día de estos me dejo caer por el piso de arriba y les deslizo bajo la puerta el número de celular para que la llamen. Ojalá les sirva.
Nadie entiende muy bien cómo el consorcio los tolera. Tampoco el quiénes, cuándo, dónde y qué, diría mi amigo periodista (que no se entere que me burlo, es rencoroso). Dicen muchas cosas sobre ellos: que trabajan en los servicios, que los padres de uno son dueños del edificio, que les tienen miedo por no sé cuál verdura. No tengo idea, tampoco me meto. Pasa que en ningún otro lado voy a conseguir un departamento a este precio con una ubicación tan buena. Algún pijazo hay que bancarse a cambio; un poco ancho y largo, pero tolerable todavía.
Lo bueno de esta situación nocturna es que, de a poco, te entra curiosidad por entender la discusión. Juro que los caga- ría a palos, pero, como soy bastante gonca, mi única rebelión pasa por meter heavy metal lo más fuerte posible; o cuando la cosa se pone intensa, subir a una escalerita que tengo en el living y pegar la oreja al techo a ver si rescato algunas palabras. Igual, es al pedo, porque no se entiende nada. Tampoco puedo bajar mucho el volumen de mi música o se me mete el cuarteto, la salsa y el reggaetón de los vecinos. Tanto no soporto. Por eso siempre pongo heavy al palo.
En este tiempo también empecé a escribir algunas cosas sobre las discusiones, es el único modo que encontré de sobrellevar las noches sin dormir. De paso practico un poco. Solo la gente al pedo, los borrachos o insomnes escriben.
La otra vez Osvaldo me contó que los vio pasar discutiendo mal. Sara, así se llama la mina, lo llevaba casi volando a Hernán, el otro albinito. Por lo que escuchó, mientras pasaban por el pallier y esperaban el ascensor, la flaca lo puteaba porque el otro siempre se encierra en el baño con el celular. Él se defendió con que estaba “yendo de cuerpo”.
—¡No me importa! —retrucó la enana.
—Tengo que entretenerme de alguna manera —quiso defenderse el vago.
—Llevate un libro.
—Eso es muy pesado.
—Una revista, entonces.
—Eso es de puto.
—Sos un animal.
Osvaldo me contó que estaba hipnotizado por el ritmo de la conversación, dijo que parecían dos irlandesitos peleando en uno de los acantilados del Ulster. Si hasta veía los nubarrones de fondo mientras Sara le recriminaba que se encerraba para hacerse una paja.
El pobre Hernán estaba contra las cuerdas, lo habían descubierto. La tipa aparentemente vio el historial de nave- gación y sabía sobre los gustos de su pareja.
—Tenías que verla cómo le temblaba el cuerpo de la bronca. Yo no puedo reírme de la gente del edificio porque lo tengo prohibido por reglamento, pero fue mortal. Y él que no sabía cómo zafar. Decí que en ese momento llegó el ascensor, se escabulló, pero ella alcanzó a entrar y siguieron discutiendo mientras subían.
Osvaldo no se perdía una, me la dejó servida. En el tra- yecto que hice por la escalera hasta el departamento después de hablar con él, tuve una pintura de todo lo demás. Los dos discutiendo en esa colina al borde del mar, en medio de una noche lluviosa, mientras caminaban de regreso a su casa de piedra y madera.
—¡Hablá! No te hagas la víctima —gritaba Sara.
—Hace frío acá, ¿no te das cuenta?
—Hubieras pensado en eso antes de pajearte con esas fotitos.
—¡Esperá! —le suplicaba él—. Tenés razón, puede que alguna vez si me haya “tocado” en el inodoro.
—¿Me estás jodiendo?
—Vos querías la verdad.
—Vos querías la verdad… —lo remendó.
—¿Y qué querés?
—Mentime, animal. Ni siquiera eso sabés hacer.
En medio de todo ese quilombo Hernán iba y venía buscando señal para el celular, ni siquiera prestaba atención a lo que le decía su novia. Ella lo buscaba, lamentándose del problema de comunicación que tenían en los últimos tiempos.
—Sí, sí. Hace un tiempo que venimos así.
—Debe ser por la llovizna o el viento.
—¿Nuestro problema?
—Capaz es eso, sí.
—Lo que más bronca me da es que lo hacés teniendo todo esto a tu disposición.
—¡Eso es!
—Y que me podés pedir lo que sea.
—¡Sí!
—Al n nos entendemos.
—En este lugar agarra señal.
—¡Idiota!
—¿Qué?
Y lo dejaba cagándose de frío bajo la lluvia, por vivo y jeropa.
Ya sé que la idea de enanos en Irlanda no es de lo más original, los quiero ver a ustedes creando con los Oompa Loompa desgañitándose cada noche sobre sus cabezas. Me tienen muy cansado. Pero esto se acabó, ya mismo voy a decirles que dejen de hacer pelotudeces; que hay gente decente en este edificio, por más que seamos unos secos; que pueden discutir, pero no desatar una guerra. Voy por la escalera nomás. Acá tiene que ser, número trece, “efe”. Pero qué número más choto les tocó. ¿Anda el timbre? No lo es- cucho desde acá. Otra vez. Ahora sí, ahí sonó. ¿Qué mierda se creen ustedes, eh? ¿Piensan que son superiores por tener el pelo todo blanco, la piel llena de pecas? A ver si son valientes cara a cara, a ver si se la bancan. No, no, calmate. Volvé a tu departamento, a tu pieza, tu cama. ¡Rajá, que ahí se escucha el bastoneo que se acerca! A veces tenemos que aprender cuáles batallas librar. Esta no; al menos hoy, no.
La otra tarde miraba unas palomas mientras mateaba en uno de los bancos de la plaza. Las veía tan armoniosas, incluso cuando iban tras las migas de pan que les tiraba una vieja sequísima. Parecía que se cedían el turno, les faltaba decir “pase usted”, “después de usted”, “gracias”, “las que la adornan”; era una cosa de no creer. Esos bichos mostraban más educación que cualquiera de nosotros. ¡Unas ratas con alas! ¿Me entienden? A ese punto caímos como comunidad.
El edificio no está siquiera a la altura de unos pájaros del orto. Después de eso les tuve demasiada envidia y no pude mirar más, agarré mi mate y me fui. Tiré los bizcochos por el camino, ya no tenía hambre.
Fueron un par de semanas complicadas, ocurrió de todo. Alguien denunció a los albinos, y se armó tremendo despelote en el consorcio. Eso fue hace unos días; desde ese momento las peleas se hicieron cada vez más violentas. Anoche fue el colmo, tiraron al carajo un par de muebles o cosa por el estilo. El bardo duró hasta casi las tres. Ni siquiera el metal a todo gas aplacó los ruidos. Esa es otra frase que me queda de la infancia, la primera vez que la escuche fue a un primo más grande que en una esta me pidió “darle gas” a un tema de INXS. Yo te- nía diez u once, lo miré como las palomas cuando les mostrás pan, hasta que me explicó: “Subí el volumen, bolas. Ese tema está zarpado”. Ja ja. Zarpado, así fui a laburar hoy después de la pelea de los enanos. Los detesto.
Esta mañana me pasó algo loquísimo, por primera vez vi a la mina. Se ve que no andaba el ascensor, y tuvo que subir por las escaleras; justo pasó frente a mi puerta cuando salía para el trabajo. Tenía razón Osvaldo: usa unas plataformas descomunales. También se me hizo que usaba peluca. Cruzó volando, tas—tas—tas—tas—tas—tas sus zapatos. ¿La viste? fue lo primero que me dijo cuando llegué a la planta baja.
¿Este tipo vive acá? ¿Qué onda? Andá a tu casa, loco. Con lo lindo que es estar en casita. Asentí un poco asqueado y me mandé a mudar. Un largo día habría por delante.
No puedo dejar de pensar en que capaz los vea cara a cara por primera vez en la reunión que tenemos dentro de un rato. Traté de zafar, pero no hubo caso, mandaron cartas documento amenazando con rescindir los contratos a quienes no asistan; ni siquiera sé si es legal algo así. Y en vista de que no me queda otra salida, estoy entonando las ideas con un par de copas de Malbec. No sé qué puede resultar de eso, por las dudas voy a sentarme medio al fondo.
El primer síntoma de que algo no iría bien en ese encuentro me lo dio Osvaldo, quien me tomó del brazo antes de entrar al salón.
—¿Te enteraste?
—¿Qué cosa?
—¡La encontró a la enana con un tipo pajeándose a través del celular!
—¡¿Qué?!
—Parece que anda con el tema del sexo virtual, no en- tiendo mucho de eso —con toda su cara de mosquita muerta, miraba al piso—; a la enana le pagan para que muestre el orto y las tetas en internet… Too much.
Me senté con la cabeza hirviendo. La imagen de la albinita en tanga y corpiño de encaje me resultaba muy excitante. Gracias a Dios estaba al fondo y por ningún motivo me pon- dría de pie en los siguientes minutos. Es que verla con esos conjuntos bordados y algo de cuero. Mejor: toda de cuero y látex, como una buena enanita cachonda. Que me someta como una Dominatrix, que me haga bondage, que me pise todo, que me ponga correa y cadena, que me camine por la espalda, que me pegue con la fusta o con un látigo de siete puntas.
¡Así! Pero qué hermosos piercings tenés en los pezones. ¡Qué enana majestuosa! Uffff me, me, me… se me fue la mano.
¿Cómo habrá sido ese momento en qué el pibe la encuentra? Seguro fue un desastre, gritos, reproches.
(Habitación de un hotel. Hay una cama de dos plazas sin deshacer. Sobre ella lencería erótica y de bondage desparrama- da. Sara posa ante un celular colocado en un trípode. Ingresa una videollamada. Atiende).
SARA: Hello, darling! How are you? I like you. I’m dirty. I’m your slave! (Se acerca, lee). Así que te calienta escucharme hablar en español, bueno papi. Acá me tenés, toda para vos. Decime qué querés ver. Soy toda tuya por los próximos diez minutos.
(Arma distintas poses mientras va leyendo. Sigue hablando a la pantalla)
¡Pero mirá cómo estás! ¿Te parece bien tener todo eso entre manos? ¡Sos un cerdito, un cerdito! Je je je. Cochinito.
¡Ay, me encanta cómo estás! ¡La tenés tan grande y dura!
¿Esto es lo que querés ver? Toda para vos, así. Mirame bien de cerca. Así, ¡sí!
(Golpean la puerta)
HERNÁN: ¡Abrí, Sara! Sé que estás ahí. ¿Con quién estás? ¡Abrí o rompo todo!
SARA: ¿Hernán?
HERNÁN: ¡Abrime la puerta!
SARA: ¡Hernán! ¿Qué hacés acá?
HERNÁN: ¡Abrí! ¡Siete años llevamos juntos! ¿Te acordás?
SARA: No seas exagerado… (Busca algo para taparse)
HERNÁN: ¡Siete años y vengo a encontrarte en este hotel de mierda!
SARA: Pasá…
HERNÁN: ¿Dónde está?
SARA: Estoy sola.
HERNÁN: No me mientas. (Busca por todo el lugar)
SARA: No seas payaso.
HERNÁN: ¿Con quién estabas cogiendo?
SARA: Con nadie, con nadie.
HERNÁN: ¿Qué son todas estas cosas? ¡Siete años!
SARA: ¡Bueno, cortala ya con los siete años! ¡Me tenés podrida, loco!
HERNÁN: (Ve la pantalla del celular) ¿Qué hace este pajeándose en tu celular?
SARA: No sé quién es.
HERNÁN: No me trates de boludo.
SARA: Es la verdad. Es un cliente.
HERNÁN: ¿Eh?
SARA: ¿Cómo te pensás que podemos hacer todos los viajes?
HERNÁN: Esto es demasiado…
SARA: Cambiar el auto cada dos años.
HERNÁN:…
SARA: Toda esa ropa, los regalos, las salidas a cenar.
HERNÁN: ¿Rita?
SARA: Rita también. Es una perra carísima.
HERNÁN: Rita… (pausa) ¡No! ¡Esto es una vergüenza!
SARA: Basta.
HERNÁN: ¿Qué dirá tu familia cuando se entere?
SARA: Mi viejo me ayudó con las tarjetas, sabe desde que empecé hace cuatro años.
HERNÁN: ¡Cuatro años!
SARA: No digas que te sorprende.
HERNÁN: Mi princesa… ¿Cómo pudiste?
SARA: No seas boludo.
HERNÁN: ¿Dónde quedó nuestro amor? ¿Nuestras promesas?
SARA: Nada de eso cambió.
HERNÁN: Yo te quería…
SARA: Yo te quiero, boludo. Es solo trabajo.
HERNÁN: (Saliendo) Chau, Sara. Chau.
(Apagón)
Me perdí la mitad de la reunión pensando en Sara, otro tanto buscando papel higiénico. Al final igual fue un desastre. Este edificio terminó siendo un rejunte de personajes que se creen dandis, magnates del siglo veintiuno, madamas de alta alcurnia. Una manga de crotos que no tienen ni dónde caerse muertos, eso son. No quiero acordarme mucho, porque me vuelve la bronca a la garganta y voy a desperdiciar este pancho tan rico. Eso sí, al pelado del fondo del pasillo lo tengo bien montado en un huevo. Tanto los defendía a los enanos (me dijeron que no puedo seguir llamándolos así, que es discriminador, que me van a denunciar, que tengo que decirles “personas pequeñas”) que en un momento le pregunté si no le dolía la boca de tanto chuparla. Debo confesar que mi respuesta alteró un poco los ánimos. Un poco es una forma de decir, me echaron a la mierda y no pude escuchar más nada.
Así que saludé a Osvaldo, quien me devolvió una sonrisa de esas que dicen: “Yo te entiendo, pibe. Pienso igual que vos y también creo que esos dos enanos albinos hijos de un contingente de putas son unos quilomberos de mierda a los que deberíamos rajar a patadas de este edificio. Vos sos el chivo expiatorio, el mártir de la causa. Pero estoy con vos”. Ese estilo de complicidad. Dije que es raro, aunque eso no lo convierte en un mal tipo; al contrario, somos cada vez más cercanos.
Como estaba re caliente y no quería volver a encerrarme en el departamento, salí a caminar y paré en un puesto de panchos. Hacen unos riquísimos a los que les podés agregar cualquier cosa que se te ocurra: mostaza, papitas fritas molidas, cebollas, pepino, dulce de leche, mermelada; capaz si rebuscaba bien en algún tacho aparecían gomitas con la forma de la parejita de enanos. Todavía no entiendo cómo es que habilitaron este local y a mí, por decir la verdad en una reunión de consorcio, me rajaron a patadas en el orto mientras me amenazaban con un posible desalojo por violar las normas de convivencia. ¡Qué podemos esperar después de una sociedad que funciona así! Lo peor de todo es que los albinos nunca aparecieron, mandaron un representante legal que dijo tener poderes plenos para hablar por ellos y no pronunció ninguna palabra más, porque sus representados solo lo autorizaron a eso.
Un tiempo después, Osvaldo me contó que los albinos hicieron todo un circo. Parece que, al poco tiempo de la pelea por el tema del ciber sexo, Hernán volvió de rodillas con Sara, implorando que lo perdone. El portero me dijo que habían pasado siete meses separados, para mí fue mucho menos. Por algún lado se enteró que el albino vagó sin rumbo, garchó un par de minas y poco más, hasta que se dio cuenta de que la enana era su mundo, que sus ojitos colorados y el sonido de las plataformas lo cagaban de gusto y le llenaban el corazón. A la luz de los hechos creo que tal vez influyó que la albina fuera una zarpada en la cama. Cosa no menor fue que se había quedado sin un mango. Ella llevaba la guita, y con eso se daban la vida que querían, qué importaba cómo la consiguiera, un trabajo es un trabajo, se dijo. Hay que entenderlo, siete meses sin viajes, ropa, perfumes, joda, se hacen muy duros.
Sara tampoco las tuvo sencillas: varios tipos la cagaron feo con inversiones en monedas virtuales; otro la recontra guampeó, e incluso anduvo con una mina con la que cortó cuando supo que la sedujo para ganar una apuesta a unas amigas. Quedó, como quien dice, en la mala. Por eso, cuando sintió el bastoneo característico de su ex, no lo mandó a cagar al instante. Fue cosa del destino nomás, un mes antes o un mes después, y todo habría resultado distinto.
La busqué por todo internet y no la encontré. Pero sigue estando en mis fantasías nocturnas. Hace un rato volví al departamento, no me aguanté las ganas y subí dos pisos de más solo para bajar las escaleras y pasar ante la puerta de la parejita. Cuando llegué al doce “efe”, me quedé tieso. Seguro estaban sentados en la mesita del comedor, apenas iluminados por un foco amarillento, tomando Gancia con limón, charlando. Oía cuchicheos, una discusión en ciernes que iba y venía, subiendo en intensidad. Luego una palmada sobre la mesa, una breve persecución y dos pesos que caen secos. Palpo la tensión en el ambiente, acercó temeroso mi mano al pomo y me detengo cuando el silencio es quebrado por el inconfundible ronroneo de la reconciliación.
* Publicado en «Es inútil que corras» (2022 – Contexto).
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