
Por: Marco Fernández Leyes
La sombra se extendió entre los amigos que tomaban cerveza en la vereda del bar frente al antiguo edificio de correos de la ciudad. Lo que había comenzado como algo dicho al pasar, por puro aburrimiento, comenzó a manifestarse con una virulencia inesperada que amenazaba con llevárselos puestos. “Preguntale a Chamorro, seguro que él sabe”, “¿Por qué no le mandan un guasap?”, “Mejor llámenlo. No suele mirar los mensajes”, “¿Alguien lo vio?”, “No”, “No”, “No”, “No”. Silencio. Los codos empinados y una nueva ronda. Les costaba reconocer que nadie lo había visto. ¿Hace cuánto de esto? Qué sé yo, no sé. Creo que en la fila del super hace cuatro o cinco años. En un boliche antes de casarme. Si no me falla la memoria vivíamos en el mismo barrio, se juntaba poco con nosotros. No puede desaparecer sin más. ¿Alguno de ustedes sabe dónde vive? No y no.
Quedaban pocas mesas ocupadas. Los amigos miraban cada uno un punto de la calle, buscaban a Chamorro en sus recuerdos, en lo fragmentos de las últimas charlas a la salida del bar, del gimnasio, al esperar que el semáforo habilitase el paso, en un intercambio de correos electrónicos. Era una empresa tan inútil como alcanzar la sombra de un fantasma que se desvanecía apenas intuían verla. Era el contorno efímero de una burbuja luego de estallar, el trazo del vapor que escapa por el pico de la pava. Y, sin embargo, nadie tenía dudas de que estaba allí colándose en los intersticios de la vida cuando ella no prestaba atención. Se lo intuía en el espacio vacío entre los amigos y en la silla que nunca le reservaban.
Esa noche ninguno consiguió dormir. ¿A qué se debía tanta bulla? ¿En qué momento Chamorro pasó a ser tan importante si hasta unas horas antes resultaba indistinguible del resto de recuerdos envueltos en la maraña del tiempo? Ahora, de buenas a primeras, venía a reclamar una supuesta centralidad. ¿A cuento de qué?
Chamorro era un pelotudo, afirmaron varios con la devoción total de los conversos. Otros intentaron alejarlo asegurando que nunca había existido. Ninguna de las tácticas sirvió para conjurar a la figura omnipresente.
Al día siguiente, lo que arrancó como una inconducente charla de bar se convirtió en la comidilla de la oficina. De algún modo el nombre se las había arreglado para saltar la reja, conseguir nuevas ropas y deambular como broma de ocasión. Los jefes rumiaban: ¿Vieron a Chamorro? ¿Avisó en Oficina Médica que pegaba el faltazo? ¡Un kilo de helado gratis para Chamorro! La cosa fue girando a castaño oscuro. Cuando se digne a aparecer díganle que lo quiero de inmediato en mi despacho con los reportes que le pedí. Así, Chamorro, que nunca había puesto un pie en el edificio, se convirtió en el chivo expiatorio de la empresa. ¡Díganle a ese hijo de puta que deje de escribirle a mi hija! ¿Con vos también se metió? A mi esposa no deja de mandarle mensajes. ¡A mí me cagó un auto! ¡Agárrenme porque si lo veo lo fajo! El tipo más odiado. ¿Quién dijo que es un tipo? Yo conocí una mina con ese apellido en la facultad y era flor de forra. No tengo dudas que es ella. Necesitamos saber quién fue el turro que la contrató. Hay que sacarlos a patadas en el culo a los dos. Estábamos tan bien antes de que llegase.
Dicho y hecho. Una semana más tarde, sin mayores explicaciones, abrieron un sumario interno, consiguieron testigos que descargaron cada mililitro de furia que circulaba por sus venas sin que la patronal haya tenido que incentivar declaraciones contra el innombrable y, en fallo unánime, la junta resolvió despedirlo sin indemnización. En parte, porque la avalancha probatoria era inconmensurable. Pero también porque durante las audiencias nadie había encontrado el legajo físico ni digital de Chamorro. Así que mejor era sacarse el drama de encima y listo.
Pero como siempre ocurre en estos casos, hubo quien consideró que dejarlo sin trabajo no era suficiente escarmiento e inició una campaña para que cada persona conociese el nombre de Chamorro, así como el daño que generaba a la sociedad con solo existir. No había fotos, por supuesto. En cambio, los folletos lucían el apellido en letra imprenta mayúscula en cuerpo rojo sobre fondo negro y, debajo, un listado con las fechorías que le atribuían. Si lo ve: ¡DENÚNCIELO! Cerraba el panfleto. Ninguna pared, subte o colectivo quedó a salvo de la andanada de grafitis. ¡No seas Chamorro, loco! ¡Más amor, menos Chamorro! Y cosas por el estilo.
La mancha avanzaba. Los noticieros y portales no hacían otra cosa más que hablar de El Efecto Chamorro y aventuraban que su impacto a nivel global sería más catastrófico que el Crack del ’29 y los efectos Tequila y Vodka combinados. Una resaca que ni la jarra loca garantizaba. Al poco tiempo los mercados se desplomaron. Los negocios cerraban y la gente dejaba los empleos que habían mantenido durante décadas. Nadie quería tener la desgracia de contratar a Chamorro, ni compartir la misma máquina de café.
Las dependencias estatales quedaron vacías y la asistencia en las primeras elecciones bajo el efecto Chamorro se redujo a un puñado de votos que las autoridades de mesa emitieron a punta de rifle y bajo la amenaza de ser despojados de cuanto bien poseyeran si no aceptaban depositar un voto válido en las urnas. A las 18.07 las autoridades completaron el conteo y anunciaron que el próximo presidente, con el cien por ciento de los votos válidos, sería: Chamorro. Nadie recordaba la boleta con su nombre en el cuarto oscuro, mucho menos haber votado por él ni campaña proselitista en favor del candidato. Esa misma noche fueron tapiadas las ventanas y puertas de casas y edificios. Pese a los temores que se esparcieron por el país nunca llegó a asumir. Mucho tiempo antes que eso ocurriera se decidió el cierre definitivo de los tres poderes, las fronteras del país se desdibujaron y el arrebato que provocaba la simple invocación de su nombre se llevó puesto al continente. Mareas humanas abandonaron las urbes como si escapasen de la peste negra.
En Europa se mofaron durante meses de la hecatombe en que estaban inmersos sus vecinos al otro lado del Océano. Brindaron con los mejores vinos y experimentaron intensas poluciones nocturnas ante la inesperada oportunidad que se abría. Volverían la Commonwealth, La Armada Invencible, la Compañía de las Indias Orientales, el Santo Oficio de la Inquisición y todo lo que los había hecho grandes. Rieron sin pausa hasta que los primeros esténciles fueron pintados en las fachadas de las sedes gubernamentales y los principales estadios de fútbol. Los libros de narrativa y poesía, el teatro, la música sucumbieron con letras y guiones que repetían “Chamorro” hasta el infinito. El continente se metamorfoseó y arrastró en su movimiento a los demás. La masa se fundió en una gelatina que vagó por el enorme espejo de agua dejando a su paso fragmentos que dieron paso a una nueva geografía. Una configuración que parecía producto del azar, pero en cuyos valles, volcanes, mesetas y montañas dejaba entrever la verdad oculta. Un borde de la vía láctea se tensó y el cúmulo que se formó a raíz del fenómeno tatuó el infame apellido en la galaxia.
* Publicado en el suplemento «Chaqueña» de Diario Norte el 29 de diciembre de 2024.
Comentarios