
Por: Marco Fernández Leyes
Existe un quiebre entre lo que el clima de mediados de diciembre me ofrece este año y lo que imagino que en realidad debería ser. A estos días los encuentros más propios del inicio de la primavera chaqueña que de su despedida. No tienen nada que ver con nuestro verano chaqueño que tantas alegrías nos trae.
De alguna manera tengo manifestar el efecto anímico ocasionado porque la realidad no encastre dentro del artificio de temporada estival que surge como propuesta desde los anaqueles de mi memoria. Al final de cuentas, me digo, se reduce a un capricho a través del cual pretendo formatear el presente a partir del pasado. Es una empresa que naufraga miserable e inevitablemente, pero de la que no consigo desprenderme. Entonces reincido con mis expectativas a las arcas de la decepción. Hace tiempo debí comprender que es mejor no esperar nada y que los hechos me sorprendan. Claro que es muy fácil postularlo de la boca para afuera, como mera expresión de deseo. Al interior y en los hechos la verdad es otra. Me atraganto con cientos de «memories» (como tan deliciosamente las definen los angloparlantes) que marchan hacia mi cerebro para ser alojadas en remotas habitaciones a las que alguna vez, con suerte, las iré a visitar. ¿Cuál es el valor de la estadía? Poca cosa: apenas dar vía libre a la memoria para que someta la integridad de los recuerdos a su arbitrio y los reconstruya según mejor le plazca. Ni siquiera una cláusula tan desmesurada las hace dudar. Solicitan su cuarto, habitación, pieza, celda, cuartucho, mazmorra (elijan ustedes el nombre que mejor le quepa) y se transforman en huéspedes permanentes.
Algo de todo esto se cuece en «Composición de lugar» (1984) de Juan Carlos Martini, donde el protagonista, Juan Minelli, se sumerge en un presente intervenido por la lucha entre el presente y las deformaciones propias del paso del tiempo. En ese espacio cada elemento se mueve y define por el signo «no»: lugares y no-lugares, personas y no-personajes, historias y no-historias.
En la búsqueda del origen, Minelli, se cruzará con personajes a los que conoceremos tangencialmente por apodos o descripciones genéricas, diálogos y deberemos conformarnos con eso para reconstruirnos en su totalidad. Pero también habrá de los otros, las mujeres de su vida, que serán presentadas hasta el menor rasgo, gesto y signo: desde el color del vello púbico al modo en que realizan una felatio, cómo seducen y se dejan amar, y la guinda del postre: sus nombres. De todos modos, no se entusiasmen porque se trata solamente de un truco, una ilusión de prestidigitador. Martini nos hace creer que sabemos, solo para descubrir que no tenemos ni idea de quiénes son en realidad y que a ellas tampoco las llegaremos a conocer por completo. Y si soy contradictorio sepan excusarme, los recuerdos también lo son.
Pero hay un indicio de certeza: el nombre. Ese objeto que la memoria es incapaz de alterar. En todo lo demás, este artista del delirio se entromete sin que le importen las consecuencias. Modifica retrospectivamente lo que creemos que fuimos, hicimos y creímos. Nos convence de que siempre fue así, aunque sea una falacia este nuevo pasado. Nada de eso puede hacer con el nombre (los nombres) y allí radica el poder de la ofrenda que nos entrega Martini, un islote que nos provee un tiempo de descanso en el mar abierto de los recuerdos.
Voy a tomarme el atrevimiento de parafrasear uno de los aforismos que el gordo Marcelo Fox, «Lo que no es fuego será olvido» (Señal de fuego) y decir: nada que nos haya marcado caerá en el abismo de la memoria. Ni un libro, ni una canción, un juego infantil, una fecha o una persona.
Por eso no se trata de un viaje de descubrimiento lo que observamos en «Composición de lugar», ni tampoco un descenso al Hades. No necesitamos engañar a nadie con espejitos de colores ni plantar batalla contra un perro de tres cabezas. Nada de eso. Aquí nos encontramos con un lugar que conocemos y sobre el cual el tiempo operó a múltiples niveles, tal como sucede con el pueblo de la infancia cuando volvemos décadas más tarde y nos resulta irreconocible. Esta metrópoli con rascacielos, autopistas, subtes y todo lo demás es y no es, al mismo tiempo, ese sitio por el que caminamos miles de veces. Propio y ajeno, nos hace sentir en partes iguales ciudadanos y forasteros temerosos de lo que pueda salirnos al cruce en el siguiente callejón. En ese escenario la reconstrucción de lo que fuimos será una aproximación del original, un caleidoscopio mejor o peor ejecutado.
El origen nos alcanza. No importa si nos desplazamos al filo de la velocidad de la luz o gateando. Él se encarga de ir a nuestra par, sin sobrepasarnos nunca, y tocarnos el tobillo para que recordarnos que está ahí (aunque hagamos de cuenta que no) con su vestido de fiesta o cubierto de harapos según amerite la ocasión.
* Publicado en noticiero9.com.ar el 27 de diciembre de 2024.
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