El goce de ser eterno aprendiz

Por: Marco Fernández Leyes

Creo que nadie se ofendería si afirmo que existen solo dos períodos de la historia humana que son dignos de visitar una y otra vez: La Edad Media y el Siglo XIX. Todo lo demás es una copia burda, deforme, pobre (y, puestos a adjetivar, sigamos sumando, porque nada nos impide hacerlo) e indigna de aquellas.

Por ese motivo, cualquier relato que pretenda perdurar debe transcurrir en tales épocas, sea porque los hechos acontecieron efectivamente en aquellos momentos y lugares o porque la magnificencia creativa del autor consigue revivirlos para implantarlos en el presente. Dicho en otras palabras: por acción u omisión. Porque queremos estar allí o porque huimos de sus mazmorras. Solo de esa forma encontraremos el camino que nos guiará a nuestro destino atávico sin que ningún deseo u objeto arrancado de la ribera plutónica de la noche nos distraiga de conocer lo que esta nueva dimensión de los sentidos tiene para ofrecernos.

Para concretar tal empresa contamos con un guía de lujo: Agustín Conde De Boeck. “El Conde”, para quienes lo conocen, un experto en recorridos góticos que, por tercera vez utiliza su pluma para decirnos: “Es allí. Caminen que yo ilumino vuestro sendero”. Y nos lanzamos sin dudar, plenos de fe.

Estamos en el terreno de “El estudiante de Gotinga” (Nudista, 2024), sitio en el que somos instruidos a abrazar el fétido pasado como modo de comprender el presente y decodificar el futuro. Porque no hay nada más definitivamente muerto que el más vivo de los vivos, ni nada más vivo que el más putrefacto de los cadáveres. Abracemos, pues, lo infecto para sentir cómo nos envuelve aquello por lo que vale la pena deambular en este mundo.

Gotinga es la tercera novela de Conde De Boeck luego de Nigredo y La danza de los juguetes rotos.

Tal vez así sea más liviana nuestra carga y el destino de permanecer en el umbral que nos tolera como ciudadanos de ambas tierras. Es que la vida (la verdadera vida, no el grotesco dentro del que pretenden que hagamos nuestras morisquetas) se ubica en la sutil zona de frontera que separa a los vivos de los muertos. El espacio en que cada quien sigue tan vivo como muerto, suspendido en una constante perpetua.

Lo peor es que, hasta que no nos lo dicen, desconocemos que andamos por ahí todos entreverados e ignorando tal situación. Por eso erramos hasta que, finalmente, nos topamos con un buen samaritano que nos obliga a abrir los ojos y darnos cuenta de qué van las cosas. Cuál es la verdad de la milanesa. La Gotinga que visitamos es un enclave en el siglo XIX (esa versión comprimida del Medioevo) en el que mi atribulada mente navega entre propuestas desquiciantes sobre el funcionamiento de la realidad, aquello que los puristas se empeñan en llamar el mundo tangible, y, por añadidura, del tiempo y el espacio.

¿Qué es entonces Gotinga? Murmuro mientras me escondo en un húmedo y mugriento callejón de esta No Ciudad que con golosinas y chucherías nos atrae para que subamos al carromato en que se desplaza. Para ella somos poco más que muñequitos hechos con remedos de tela y engrudo. Simples juguetitos. Y no temo usar el diminuto, porque rehuir de él quitaría certeza sobre la dimensión cabal de este sitio. Juguetitos, cachivachitos. Nada más. Tella se divierte con nosotros del mismo modo en que lo hacen los felinos que pasan horas jugando con la presa a la que hirieron lo suficiente como para que no pueda escapar. Zarpazo va, zarpazo viene, El Conde se entretiene. Necesita mantenernos vivitos, porque muertitos no le servimos ni para abono.

Gotinga es también un sitio al que en cierto modo jamás llegamos y que jamás dejamos. Imposible de establecer con precisión dónde y en qué momento queda. Estamos dentro, atrapados, y al mismo tiempo en tránsito, como recién llegados, en una excursión que de seguro consumirá cada día de lo que nos quede por vivir.

Es, además, una lucha constante contra el Anti-Ser que se esfuerza por hundir sus (Nota de autor: no pensarán que cometeré el error de describir ni brindar mayores de talles de este bicharraco) ustedes sabrán qué de este lado, rasgando la tela que convenientemente separa su mundo del nuestro. Por fortuna, las enseñanzas de los cafetines de Gotinga nos proveen las herramientas necesarias para detectar su presencia y operar los sortilegios necesarios para conjurarlo.

Que sus calles sinuosas, galanteadas por edificios vetustos y retorcidos a cuyos pies se acumulan litros de efluvios humanos no nos confundan, Gotinga es profundamente bella. Diría más: es un lugar que siempre tiene la mano tendida para ayudarnos en tanto y en cuanto estemos dispuestos a dejarnos llevar sin preguntar demasiado.

Si la realidad es la que es, y el arte la refleja sin deformarla, solo nos queda el consuelo de que nunca atravesaremos el espanto de vernos expuestos a un mundo alucinado más allá de cualquier límite de la comprensión. Bueno, esta regla podría verse alterada si alguna vez tenemos el tupé de consignar un pretencioso pie de página en nuestras escrituras. Advertidos están. Puesto que ese no es nuestro caso, solo nos queda agradecer a las deidades de turno por la indulgencia que nos dispensan al evitar aplicarnos tales castigos.

Ahora bien, ¿a cuenta de qué les embucho este fárrago? No hay mucha vuelta: debemos leer más al Conde para absorber su fuerza Mozart que nos enseña, ilumina y renueva la devoción por la máquina de escritura y el libro artefacto como objetos que nos protegen de la avalancha de material tóxico que constantemente nos asedia. Escapamos del presente para fundirnos en un abrazo con otra época que no era ni mejor ni más afable (al final de cuenta podíamos morir de un resfrío o perder la cordura esnifando vahos de pegamento para sombreros. Nimiedades), pero que sí nos daba la posibilidad de hallar en sus esquinas y altillos un escape para las tribulaciones cotidianas. Porque todos somos estudiantes eternos que deambulamos sedientos de comprensión por las calles de Gotinga.

* Publicado en noticierio9.com.ar el 14 de diciembre de 2024.

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