Todo por los amigos

Por: Marco Fernández Leyes
Anoche hice un asado con todo lo que debe tener: costilla, vacío, chorizo, morcilla. Una delicia pensada para satisfacer a mis amigos quienes, junto a sus parejas, invadieron el patio de casa. Lamentablemente, como ocurre casi siempre en estos casos, insistieron en que incluyera achuras, tripas y demás inmundicias por el estilo. Les hice notar el manjar que se perderían y respondieron que el equivocado era yo. ¡YO! En fin, no tiene sentido discutir con gente terca. Decidí darles el gusto. Al menos, me dije, tendría más carne de primera para mí. Después de todo era la primera vez que venían a visitarme desde que me mudé. Me aseguré de que hubiera buena música, hielo, sillas para que armaran grupos entre los más afines. No quería forzarlos a compartir una mesa desde el primer momento; solamente los acarrearía ante ella cuando estuviera listo el asado.
El calor y la buena charla impactaron directamente en nuestras reservas de alcohol que menguaron de manera dramática mucho antes de que sirviera la picada. Una de las chicas lanzó un suspiro de asombro al revisar el freezer y no perdió tiempo en organizar a un grupo que se encargaría de traer más vituallas. Con una agilidad notable recorrió el patio, susurrando una especie de mantra que le permitía extraer dinero de cada quien. Pronto los expedicionarios estuvieron listos para partir. Les advertí que deberían caminar bastante porque a esa hora ninguno de los kioscos cercanos estaría abierto. Una vez en la vereda, con la copa de vino les indiqué la dirección aproximada del lugar en que podrían hallar todo lo necesario para continuar sin problemas nuestra velada. Les dije que se apurasen porque la entradita estaba casi lista y no había cosa peor que comer quesos y fiambres secos. En un acto de entrega total me arriesgué a encargarles unas botellas de vino. Solo un alma intrépida —o una mente afiebrada ante la perspectiva de abstinencia— puede solicitar algo así a un conjunto de bebedores de cerveza y gin. Les deseé suerte y los lancé a la aventura, confiándole las llaves de la casa a la más sobria. La comitiva se alejó con tal escándalo que, incluso a varias decenas de metros, se escuchaba cómo reían y cantaban.
Me di cuenta que llevaba largo rato descuidando las brasas y volví mi atención a la parrilla. Recargué la copa y el líquido sedoso que me envolvió la garganta me infundió las energías necesarias para retomar la tarea. Comprobé que el fuego se encontraba en el punto justo. Ese en el que el calor tiñe al carbón de un rojo intenso y el aire es barrido por las últimas lenguas de fuego. Tengo la costumbre de mantener oscuro todo el sector de la parrilla hasta el momento en que coloco la carne. Me gusta admirar la evolución de las llamas y como la madera ofrenda su existencia a un fin superior. Sé que mi conducta algo extravagante genera risas y comentarios por lo bajo.
En un momento dado di la espalda al fuego, enfundé mi pecho con mi repasador favorito, uno que fue testigo de innumerables batallas y que, pese a haber conocido días mejores, se mantenía leal, y sentencié de cara a los invitados: “¡El asador soy yo!”. Nadie respondió, ni siquiera chiflaron. Algunos torcieron el gesto, otros se rascaron el cuello, la mayoría siguió como si nada, sumergidos en lo que fuera que hablasen. Yo mantuve la pose con toda la hidalguía que me era posible, aunque sabía que mis aires monárquicos habían quedado reducidos a poco más que un estornudo.
Supe que nunca contaría con su apoyo y que si deseaba dar rienda suelta a mis proyectos mesiánicos debería superar el destrato y tomar la iniciativa. Mi mano cayó sin derramar una gota de la copa. Me dije que de alguna manera deberían escarmentar.
El volumen de la música creció y se impuso sobre las voces que ralearon hasta desaparecer. Di por hecho que el maltrato del que había sido víctima formaba parte del pasado y que en esta renovada paz en que nos encontrábamos, en este precioso e inestable equilibrio que habíamos alcanzado, callaban para comenzar a admirar mi obra maestra. En verdad nunca había hecho algo semejante, lo confieso, incluso yo estaba sorprendido por aquello que tomaba forma frente a nosotros. Hice unos cálculos rápidos y deduje que tendríamos alimento suficiente para varios días si es que los invitados decidían prolongar su estadía. Además, en el patio había lugar de sobra para instalar iglús y catres. Podríamos aprovechar la previsión de días soleados y noches amenas. Seríamos el puntapié inicial para una nueva forma de organización social.
Iba todo bien hasta que los expedicionarios hicieron un escándalo desproporcionado al regresar. Al principio creí estaban furiosos porque el kiosco estaba cerrado y entonces se descargaban con mi impericia para guiarlos a la tierra prometida. Sin embargo, noté que la mayoría cargaba con bolsas bien provistas. De manera que ese no podía ser el motivo del enojo. Me sobresalté con las explosiones de las botellas que dejaron caer cuando decidieron abalanzarse sobre mí. Supuse que querían abrazarme o pedirme disculpas; pero estaba equivocado. Lo que pretendían, y finalmente lograron, fue inmovilizarme, aplastándome contra el piso.
En medio de este sinsentido los gritos de auxilio cubrieron la música y me resultó imposible continuar escuchando el tema justo cuando arrancaba el solo de guitarra. Estoy convencido que existe un lugar reservado en el infierno para quienes actúan así y permiten que en la parrilla, sobre un fuego perfecto, se chamusque el mejor asado de mi vida.
* Publicado en el suplemento Chaqueña de Diario Norte el 8 de diciembre de 2024.

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