¡Chipa, chipa calentito!

chipa

Por: Marco Fernández Leyes

El viento sur sopla fuerte y se cuela entre los pasillos de la terminal de ómnibus. Dos potenciales clientes se acercan a Francisca, la vendedora de chipas, piden varias unidades y se retiran con rumbo incierto.

Es una tarde gélida, pero ella permanece estaqueada en su posición habitual. Sus venerados chipacitos están protegidos dentro de una cesta de mimbre tejido y cubiertos por un plástico translúcido.

Cumple el ritual de cada día, como hace 37 años, excepto los domingos. Llega temprano, a eso de las 7 de la mañana, y únicamente abandona su puesto para satisfacer alguna necesidad fisiológica. Es una mujer grande y los kilos de más en su cuerpo le quitan algo de severidad al rostro curtido por el tiempo.

No todo es prístino en su conducta. Cuando le dan la espalda, la vendedora muta totalmente su gesto a tal punto que no queda rastro de aquella afabilidad inicial. En cambio, un manto lúgubre cubre su mirada.

Si alguien pudiese penetrar en sus pensamientos presenciaría de primera mano toda la maldad que fluye a través de ellos. Son unos hijos de puta leería ese fortuito navegante.

Francisca toma la jarrita térmica y sorbe un poco de mate cocido mientras lucha contra la bronca que la invade por la felicidad de los demás, que no es la suya. Siente que la vida fue demasiado difícil y ahora está llena de resentimiento. Es una sensación que la acompaña siempre y la siente ascender por su garganta.

Hasta el mes pasado casi todo ese proceso era interno, pero luego de la muerte repentina de Horacio, su esposo y compañero durante 40 años, las barreras empezaron a ceder y cada vez le cuesta más contener sus arranques furibundos. Por ahora los domina, no sabe hasta cuándo.

Procura quitarse el frío y vocea, una vez más, desganada, su histórico latiguillo: “¡Chipa, chipa calentito!”. Consigue llamar la atención de una nena que se aleja de su familia y llega hasta el puesto:
– ¿A cuánto?
– Tres por treinta pesos, pedile a tu papá que me compre –responde con una amabilidad perfectamente actuada. La pequeña corre y garronea la manga de la camisa de su progenitor hasta que consigue el dinero.
–Deme por cien.

Francisca cumple con el pedido. Deberían ser sólo nueve, pero en agradecimiento a la inusitada adquisición coloca dos más en la bolsa de papel, la cierra y se la entrega a la nena que se aleja dichosa mientras mordisquea una de las crujientes delicias.

Una nueva tanda de pasajeros intercambia posiciones en los colectivos. El tumulto es breve pero intenso; casi ninguno de los ocasionales transeúntes se da por aludido de su presencia y no consigue vender ninguna pieza. Masculla bronca y agacha la cabeza para esconder sus sentimientos. Siente que está a punto de estallar.

A lo lejos una pareja adolescente da rienda suelta a sus hormonas en los banquitos lindantes a las plataformas. Parece no importarles nada a su alrededor. Ella es rubia y de pelo corto, él enjuto y de melena enrulada. Por un instante no se distingue cuál es cuál, las manos van y vienen enredando sus cuerpos y sus almas.

En una pausa a la efusividad ella le susurra algo al oído, se da vuelta y busca una botellita de agua que está al lado de su mochila. Él se levanta y, aunque trata ocultarlo, resulta evidente el efecto físico que ella ejerce sobre sus hormonas.Camina ansiando sofrenar el calor que lo invade. El frío ahora es más intenso y las luces están encendidas.

Francisca, que había observado la escena con repugnancia y disimulo, al ver que el chico se acerca simula concentrarse en acomodar los chipas. Vuelve a ver al muchacho cuando casi está encima suyo y debe reclinarse levemente para dirigirle la mirada. Es tan alto como delgado, su voz suena en falsete. Responde al pedido y sirve tres chipas. Siente un desprecio feroz por el joven pese a que no lo conoce. Parpadea varias veces para salir de la ensoñación en la que el flacucho cae al piso y expulsa espuma por la boca, con los ojos girados hacia atrás. Todo dura una fracción de segundo en la que no pierde los modales de amable viejecita. Recibe la paga, guarda el dinero en su cartera y vuelve a ensimismarse.
Ella lo espera de pie. Cuando él llega se arrancan un beso apasionado y se marchan caminando en actitud cómplice mientras degustan la reciente adquisición.

Son cerca de las nueve de la noche. La pareja está besuqueándose en la cama de él aprovechando que sus padres no están. La bolsa quedó transformada en un bollo de papel dentro del cesto de basura.

Ella lo aparta instintivamente, algo no anda bien. La invade un ataque de náuseas, corre hasta el baño pero se tropieza, cae pesadamente en el pasillo y grita de dolor. Siente como si una navaja estuviera seccionándole el estómago y a continuación el inconfundible sabor metálico a sangre en su boca. Está desesperada, atónita. Quiere levantar la cabeza en busca de ayuda y descubre que está paralizada. Queda prisionera de una agonía brutal que se extiende y crece segundo a segundo hasta que convulsiona.

Él no puede respirar, jadea e infructuosamente procura ingresar oxígeno a su organismo. Sus ojos están cargados de sangre, casi a punto de explotar. Un calambre horrendo asciende desde su vientre hasta su pecho. Es plenamente consciente a cada instante de que su vida se apaga sin remedio. Abre la boca en un grito mudo, un zumbido creciente invade sus oídos, extiende fútilmente los brazos hacia una inexistente mano salvadora y solo ruega porque su novia esté bien. Finalmente, su corazón se rinde y colapsa con un paro cardíaco fulminante.

A 30 cuadras de allí dos padres gritan desesperadamente: su pequeña se derrumbó mientras jugaba con su mascota. Ya no respira, está tiesa, fría como el mármol y su boca llena de una mezcla de saliva y sangre.

Luego de cumplir con el ritual de preparar las chipas para el día siguiente, Francisca toma una ducha y se acuesta para dormir su última noche en libertad.

*Publicado en «Tragadero. Cuentos y relatos»

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