Cuando se oculta el sol

Por: Marco Fernández Leyes

Usé la fuerza que me quedaba y salté de la lancha hacia la orilla de la isla. Avancé a tientas escupiendo agua hasta que llegué a una zona en que mis manos tocaron el fondo de arena y piedras. Noté el filo que me abría la piel allí donde entraba en contacto con el lecho rocoso. Me desplomé de cara a la vegetación y al girarme en dirección al río, aunque el sol me cegaba casi por completo, fui testigo de cómo mi única oportunidad de regresar al muelle del Yatch Club se perdía corriente abajo envuelta en llamas.

Me dolía la cabeza y sentía el labio inferior inflamado. Repasé con la lengua el estado de los dientes y, más allá de que tal vez alguno se hubiera astillado, no me pareció que hubiera lesiones graves. Nada de qué preocuparse. Unas mojarras y otros peces diminutos llegaban atraídos por la sangre que manaba de las múltiples laceraciones en mis extremidades y que fluía por surcos dibujados en la arena. Parecía no importarles quedar expuestos al ataque de aves u otros animales. Instintivamente replegué mis piernas y retrocedí espantado ante la posibilidad de que alguna criatura de mayores dimensiones pretendiera acercarse a husmear. No tenía intenciones de convertirme en el alimento de nadie.

¡Claro!, me reproché, cuando recordé el teléfono celular. En la desesperación lo había olvidado y revisé los bolsillos del pantalón tipo cargo hasta que palpé la fría y rectangular superficie de mi compañero de aventuras. Fiel y leal amigo, te perdono por esta vez, susurré. Lo manipulé para llamar al servicio de emergencia y que vinieran a rescatarme de este sitio. Sin embargo, la amistad tiene sus límites y el aparato, luego del chapuzón al que lo obligué, había dejado de funcionar. Percibí una oleada de ira apoderándose de mi cuerpo y no aguanté más. Primero me cagaste el paseo en lancha y ahora esto. ¡Y todavía tenés el tupé de considerarte mi amigo!, le grité y lo lancé hacia unos arbustos que crecían cerca de la playa. ¡Andate a la mierda!

Al instante recapacité. Aquello no tenía sentido. Era injusto culparlo a él, por más que hubiese sido quien me mostró la galería de cuerpos aceitados y tonificados a fuerza de gimnasio que sabía que eran mi perdición —porque bien que conoce hasta mis pensamientos más oscuros— mientras me debatía pulsando corazón o cruz. Si él no hubiera hecho eso, si su pantalla no hubiera brillado con sonrisas lascivas que coronaban tetas brillantes no me habría distraído, la lancha no hubiera dado contra el banco de camalotes que flotaba corriente abajo, la hélice no habría quedado atorada y el motor no hubiera ardido por el esfuerzo de intentar girar pese al atasco. Está bien, admito que en parte fui responsable por confiar en ese engendro que se decía el más poderoso de su tipo y a la primera de cambio me dejó a gamba. Un amigo no hace eso.

¡Perdón! ¡Perdón! No fue mi intención sonar así. Te prometo que no lo haré de nuevo.

Corrí, me arrodillé y lo alcé como si se tratase de un ser indefenso al ver que su pantalla se había fracturado. Lo apreté contra el pecho y me pareció sentir que vibraba muy suavemente, cuando lo aparté un destello rojizo escapó de un punto ubicado sobre la cámara frontal. Un halo de esperanza me invadió y nada más importó.

Desperté en posición fetal. Todavía lo sostenía entre las manos. Con mucho cuidado lo deposité encima de un arbusto de hojas densas y esponjosas, lejos del agua y otras amenazas. Luego caminé por el lugar y me llevó poco tiempo darme cuenta que me hallaba en un islote en cuyo centro había árboles y plantas no más altos que una persona promedio. Sería un pedazo de tierra de doscientos o trescientos metros de ancho desde el cual me resultaba imposible ver hacia cualquiera de las orillas. No fui capaz de identificar el tramo del río en el que me encontraba confinado.

Así y todo, por algún motivo recién volví al punto de partida al mismo tiempo que se extinguían los últimos rayos de sol. El canto de los insectos se intensificó hasta que me resultó muy difícil mantener el hilo de mis pensamientos. Busqué el celular y lo hallé tirado sobre la arena boca abajo, daba la impresión de estar ahogándose y al levantarlo tuve la impresión de volver a ver el brillo rojizo.

Esa noche dormí poco, acuciado por el frío y los mosquitos, tuve muchas pesadillas. O puede que haya sido la misma compartimentada entre ratos de vigilia insoportable. Soñé que despertaba de un sueño horrible en el que naufragaba en una isla desierta. ¡Qué cosa más estúpida y trillada!, me decía al despertar en la suavidad de las sábanas recién estrenadas en mi cama king-size sabiendo que todo se reducía a un artificio creado por mi mente. Sin embargo, era un falso despertar seguido de otro al que sucedía el verdadero. Entonces, la vía láctea me recibía silente y amable. Paciente. Lujuriosa. Y vuelta a empezar hasta que el ciclo llegó a su fin con el alba.

Dediqué ese día a conseguir agua y comida. Bebí del río para calmar la sed. Era el primer sorbo que daba desde mi arribo forzado. Ningún ser vivo exhibía la voluntad de formar parte de mi menú. Solo me quedaba la opción de comer alguna planta, aunque me repugnaban, cedí y comí un buen puñado de tallos, hojas y frutos de sabor amargo y consistencia pastosa. No había transcurrido mucho tiempo cuando caí de rodillas presa de intensos vómitos y diarrea. Me arrastré como pude hasta un sitio con sombras, dejando a mi paso una estela de bilis y heces. Me recosté contra el árbol y contemplé el río. En ese momento fui consciente de que no había visto u oído a ninguna lancha o barco. Sentía agujas que se clavaban en mis intestinos y en cada ocasión los dejé hacer. Algunas moscas se apiñaron a medida que el hedor se volvía más intenso.

En cierto momento caí rendido y al abrir los ojos era de noche. No sé cuánto tiempo pasó. Podría ser el final de ese día o el del siguiente. Tampoco me detuve mucho en esas minucias, puesto que la sed y el hambre eran brutales; por no hablar de los mosquitos que se daban un banquete a costa mía. Caminé a los tumbos hasta la zona cero, guiado por la débil luz de las estrellas que se colaba entre las nubes que cubrían parcialmente el cielo. Al llegar tanteé el suelo en busca de mi amigo y su fría superficie de aleación. Aún no lo perdonaba del todo por lo que me había hecho, pero entendí que sería necesario hacer las paces si pretendía salir de allí y, aunque fuese tarde para él, darle una digna.

Entonces ocurrió por tercera vez, el destello me guió hasta el lugar en que se encontraba el aparato que seguía tal como lo había dejado antes de mi excursión. Aunque todo parecía igual, algo había cambiado, la luz —advertí— no era roja sino blanca. Me senté en posición de loto y lo besé agradeciendo que siguiese ahí conmigo. Intenté que encendiera o activar alguna otra función, pero fue inútil.

Durante buena parte de mi vida consumí programas de aventura y supervivencia de los cuales aprendí —o eso supuse— técnicas que me permitirían atravesar una situación improbable. Aunque en verdad nunca me las tomaba demasiado en serio porque daba por hecho que no había posibilidades de quedar varado en la naturaleza sin acceso a cualquier clase de tecnología más allá de la que mis manos fuesen capaces de construir con maderas, lianas y piedras. De todas esas había una en particular que siempre usaba para darme aires de explorador con las minas que conocía.

“Para saber cuándo anochece”, les decía mientras me imaginaba a bordo de un todo terreno en la isla de los dinosaurios de Parque Jurásico, “solo hace falta extender el brazo en dirección al sol y ubicar los dedos índice, mayor, anular y meñique justo debajo de él. A partir de ese punto cada sucesión de movimientos hasta llegar al horizonte representarán cuarenta minutos de luz diurna”.

Estiro el brazo con la poca fuerza que me queda. Estimo algo así como dos horas de luz. El sol se refleja en el dorso plateado de mi amigo y me encandila.
Tengo mucha sed y hambre. No sé si tomé agua o deseé hacerlo; si vomité o el acto reflejo activó algo en mis recuerdos que me produjo la misma sensación.
Una lagartija pasa caminando y se detiene a mis pies. Me observa con ojos fríos e intuyo una burla en su manera de torcer la cabeza y tragar saliva. Sé que sabe que estoy indefenso y moribundo; que solo es cuestión de tiempo para que la vida haga lo suyo. Estira la lengua y me roza la planta del pie. ¡Todavía estoy vivo, hija de puta!, le grito y me sacudo para ahuyentarla, le arrojo el celular y cae sobre su cola cerceándole un pedazo que se agita con espasmos furiosos sobre la arena. La lagartija desaparece entre la vegetación.

Bastaron nada más que unos días para que mi imagen se haya reducido a un boceto lamentable. La barba crecida en forma despareja, ojeras, legañas, el pelo graso y revuelvo, las manos cuarteadas y la ropa convertida en harapos. Camino arqueado por la inanición y las constantes punzadas en los intestinos. Me acerco a la orilla y miro el horizonte. Un sibilar persistente me distrae. Giro brevemente hacia el interior de la isla y no distingo nada.
Soy un homo sapiens. El máximo exponente de la evolución humana. Inteligente y hábil como ninguno de los que me antecedieron. Despliego los brazos, las manos, los dedos; clavo la vista en el agua y corro de un lado a otro dando saltos, levanto las rodillas hasta el ombligo, insulto a los peces que se arremolinan delante a mis pies y los desafío a duelo. Grito y rio. Ni siquiera me detengo pese al murmullo que se vuelve más fuerte a mis espaldas. Caigo exhausto. Hundo las rodillas en la arena, me tiendo y dejo que el suave oleaje del río me acaricie la cara. Ya casi es de noche. Una boca fría y sin dientes prueba mi costado. La carne esta tibia. No seas ansiosa, todavía no es tiempo.

* Publicado en la revista Chaqueña de Diario Norte el 11 de febrero de 2024.

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