El viejo y el escocés

Por: Marco Fernández Leyes

El viejo siempre se ubicaba en la mesita para dos, al fondo del bar, contra la pared mohosa que daba al baño. Sus ojeras, negras como el carbón, semejaban el estuario de un río de montaña que descendía entre los profundos surcos de arrugas que recorrían su rostro impertérrito, inmutable.

Rehuía de la luz del sol. Pocas veces llegaba antes del atardecer e, indefectiblemente, se iba sólo cuando el último mozo lo invitaba a dejar las instalaciones, bien entrada la madrugada.

Toleraban sus mañas porque era un cliente asiduo y de los buenos: sólo tomaba escocés Old Pulteney Vintage de 1989. El dueño del bar había superado tiempo atrás su desconfianza ante el inusual pedido; ahora traía el costoso elixir sólo para su mejor y más excéntrico parroquiano. La inversión valía la pena dado que llegaba a consumir hasta tres botellas al mes.

Conocí al viejo en una ronda de tragos hace unas semanas. Ahí supe que le decían “Billy”, tenía unos 70 años y no pasaban más de cinco minutos sin que encendiera un cigarrillo de tabaco rubio.

Llegué justo en el momento de la charla en que Billy decía que unas décadas atrás el aire era puro, casi sin contaminación, y que se podía ver el sol. También contaba que antes de la internet de las cosas había mucho trabajo. Pero lo que más me había impactado era eso de que tenían sexo libre. Ojo, no me malentiendan: hoy también podemos tener relaciones con quienes queramos, pero no en cualquier momento. Billy extrañaba todo eso. Yo no, me sonaba a pura fantasía.

A decir verdad, era todo muy surrealista: el viejo tomaba un whiskey de cuando yo ni siquiera había nacido, hablaba de trabajo y sexo libre. Eso sólo podía significar dos cosas: realmente era muy anciano o estaba divagando.
La cuestión de la contaminación quedó zanjada de inmediato. Resultaba evidente que en algún momento de la historia debió haber aire puro o de lo contrario ninguno de nosotros habría evolucionado hasta lo que somos hoy. Le creímos pese a que el resto del auditorio (ninguno mayor de treinta años) jamás había salido a la calle sin mascarillas protectoras.

No aguanté la curiosidad y le pregunté cómo se divertían de chicos, qué hacían. Billy nos habló de esas tardes en las que junto a sus amigos se la pasaban jugando al fútbol en algún terreno baldío. También que usaban una tal “Atari” con mandos que tenían una especie de palanca y ¡UN! botón, y que recién se conectó por primera vez a internet cerca de los 20 años.

Eso fue un límite, le reproché que no nos tratara de tarados y le pedí que dejase de mentir. Nadie se conectaba a internet, esa cosa ya andaba por ahí desde siempre. Prendías la tele, la lavadora, el celular y ahí estaba. Incluso en nuestros chips subcutáneos.

– ¡Nene, no me rompas las pelotas! –me dijo con una mirada torva y exhalando una tremenda bocanada de humo–. Yo viví mucho más que vos. Vi caer el Muro de mierda ese en Europa, los dos bombazos acá, cómo tiraban a la puta las Torres en Estados Unidos y también viví sin internet. Fue mi etapa más feliz.
Todas esas cosas pasaron antes del Cisma del 2021, cuando una falla de seguridad global en los sistemas informáticos devino en la explosión de centrales nucleares en Francia, Alemania, Israel, Estados Unidos, Japón, Argentina y China.

Los efectos de la contaminación planetaria llevaron a los gobiernos a diseñar un nuevo esquema socioeconómico. A grandes rasgos eso significó que quedó restringido tanto el sexo con fines reproductivos (sólo había nacimientos autorizados una vez al año) como el efectuado por puro placer, ya que la escasez de métodos anticonceptivos, producto de la debacle industrial, obligó a que debiéramos aplicar todo tipo de ingeniosas técnicas para no quebrar las férreas normativas estatales.

Otra consecuencia fue la eliminación del trabajo tradicional. Quedaron pocas zonas libres de contaminación, la mayoría de ellas bajo tierra. A esto se sumó el hecho de que las máquinas eran capaces de realizar cualquier clase de tareas consideradas rudas; aquellas que antes requerían obreros y operarios ahora estaban automatizadas.

La internet de las cosas se apoderó incluso de la producción de textos cuando los softwares lograron decodificar las estructuras de cada lenguaje. El proceso había comenzado con unos inocentes traductores en línea que evolucionaron sin pausa. En menos de veinte años, arcaicos sistemas de búsqueda mutaron en otros muy potentes capaces de permutar entre idiomas a la velocidad de la luz. Ya nadie aprendió otra lengua, no hacía falta.

Así se extinguieron infinidad de profesiones: periodistas gráficos, poetas, cuentistas, novelistas, guionistas, dramaturgos. En fin, toda una rama de la producción intelectual de la humanidad. Ahora ellos observan desde fuera, resentidos, furiosos e impotentes porque resulta innegable que las máquinas generan prosa o verso a una velocidad inimaginable y con niveles de belleza que ridiculizan a lo hecho por las mejores plumas de la historia. Esto lo comprobaron todos los que, antes como ahora, trataron de doblegarlas.

Casi mimetizado con el color terroso de la pared, el viejo bufaba y consumía un cigarrillo tras otro. Ni siquiera miraba su vaso de whiskey. Seguía caliente porque lo había desmentido en público. Sus hombros le pesaban, sentía ceder ante el peso de una existencia que despreciaba. Era consciente de que la memoria y los recuerdos de quienes nacieron antes del “21” constituían la única prueba fehaciente de un mundo distinto.

Desprendidos de la corporalidad de sus testigos directos, esos relatos comenzaban a sonar delirantes. Incluso para él.

Luego de unos segundos, en los que el silencio reinante pareció eterno, estrujó los restos del cigarrillo en el cenicero, levantó lentamente la cabeza, nos recorrió con mirada hastiada y dijo: “Ustedes no entienden nada, como siempre, lo que pasa es que…”.

* Fragmento de recuerdo aleatorio creado por la unidad automatizada de procesamiento de texto en español. Riga (Letonia), 28 de mayo de 2056.

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Publicado en «Tragadero. Cuentos y relatos» (2020) 
Disponible en formato digital en: https://play.google.com/store/books/details/Marco_Fern%C3%A1ndez_Leyes_Tragadero_Cuentos_y_relatos?id=gGtvEAAAQBAJ

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