Los de las haches

Por: Marco Fernández Leyes

Hay algo en los modales de Sebastián que siempre me generó resquemor. Un toque rancio en su decir, una nota desabrida y a destiempo. Hace cuatro o cinco semanas que compartimos el almuerzo en la empresa y lo observo sin poder descubrir aún qué es lo que no me cierra. El tipo llega siempre impecable, luce un corte estilo años cincuenta con gomina, trajes de última moda que le quedan tallados y el rostro fresco de quienes pasan tardes completas en salones de masajes.

Nuestras charlas son, en verdad, monólogos suyos. El loco pone primera y no para más, tiene una técnica muy elaborada que le permite respirar, comer o beber casi sin cortar su discurso. No sé cómo hace. Yo no pierdo la oportunidad de estudiarlo reduciendo mis intervenciones a saltitos sobre arena caliente. Tampoco me quedan muchas más opciones, el tipo es mi jefe.

Ayer al mediodía, mientras hablaba como de costumbre, filtrando sílabas entre las porciones de pollo a la mostaza, encapsulando frases en las burbujas del agua tónica, buscándome con su mirada que quema, las noté por primera vez. Al inicio estaban algo difusas, parecían granos molidos de pimienta sobre la pechuga. Dudé, miré mi porción, no tenía esas especias. De repente sentí algo filoso que me rozó la mejilla, me pasé un dedo y vi sangre. Puse una excusa para ir al baño, me lavé la herida, el corte era pequeño pero perfecto. Cuando regresé, Sebastián se había ido, una nota sobre el mantel rezaba: “Nene. Me llamaron los jefes, viste cómo es esto. Si querés comé lo que dejé. Esta tarde no vuelvo a laburar, nos vemos mañana”. Sonreí por primera vez en un mes y me quedé varios minutos más disfrutando el almuerzo.

Esas partículas siguieron apareciendo, aunque solo en su plato. Estaba tan concentrado en detectarlas que ni siquiera atendía a lo que me decía, lo miraba sin verlo. Él parecía no darse cuenta e incrementaba el delirio de sus anécdotas. Así transcurrieron semanas.
Ahora estoy frente a él hace cuarenta y cinco minutos. Escucho sus proezas, las partículas que salen de su boca enchastran la servilleta con la que se limpió el tuco de los ravioles. Por primera vez oigo que los granitos suenan, cada uno chillando desde su propia boca desdentada, completando las palabras que Sebastián pronuncia, adhiriéndose como rémoras:

— Miráh, neneh. Hayh cosash queh quizásh vosh noh entiendash, peroh enh elh negocioh…

¿Son lo que creo? Aguzo el oído, un filo frío me recorre. El coro soporta el palabrerío de mi jefe, amoldándose perfectamente a su discurso. Veo algunas de esas cosas sobre mi servilleta. Alzo una y la miro de cerca ¡Qué increíble! No son granitos, ni motas, ni partículas.

— …loh únicoh que importah esh el poderh. Lah guitah se ganah fácilh…

Cada una es una pelotita puntiaguda con colmillos afilados, prestos a hincarse en la carne del desprevenido. Ruedan por la servilla, sobre la mesa y en mi regazo, gimen, me las quito con moderado estupor. Sebastián sigue hablando.

— …siempreh hayh algúnh salameh alh queh podesh engatuzarh…

Siento que se sujetan en mis dedos, son pequeños pinchazos que también alcanzan mis palmas. Mientras tanto, él habla como si no hubiera un mañana. Utiliza frases remanidas, lugares comunes. Es un discurso que envuelve y engatusa, justo el tipo de cosas de las que acaba de prevenirme.
Un bamboleo acompasado se suma a al show de palabras. Es un acto hipnótico que enreda y cautiva a menos que veas lo que yo ahora veo y sepas dónde oír. Estas cosas se cuelan por todos lados aprovechando el vaivén de la oratoria para esparcir ese polen fétido en forma de haches.

—… hojoh hqueh hnoh hesh hmaldadh, hnih hganash hdeh hjoderh hah hnadieh…

Siempre circulan camufladas, como sus huéspedes; expertos en el arte de fingir. Eso sí, una vez que las detectas te das cuenta que andan por todos lados. Me resulta muy difícil seguir el ritmo de la conversación a Sebastián, sus palabras suenan cada vez más desconcertantes, atravesadas por una especie de pitido:

—…hpehroh hshih hnhoh htheh hapuhrash hah hganharh hterhrenoh htheh hcomehnh hcrudhoh. hEshoh hlhoh haprenhh hpronhtoh hhcuhanhdohh hahrrahnquhéh henh hheshtohhh…

Su piel se oscurece, un bronceado ultra rápido. Una mancha carbonácea irradia desde la comisura de sus labios y va cubriéndolo. Inmediatamente me doy cuenta que el efecto no es producido por la pigmentación, sino por esas haches que se reproducen a ritmo feroz. Él sigue hablándome, embalado, totalmente ajeno al fenómeno que lo aqueja. Intento avisarle, decirle que frene, no me oye, no me hace caso.
Por primera vez en varios minutos, miro el resto del restaurante: de las bocas de todos los comensales fluyen manantiales de haches que se esparcen en sus platos o vuelan hasta las de sus compañeros de mesa. Nadie nota nada, muy por el contrario: ríen, beben, celebran. El zumbido incrementa su estridencia hasta tapar por completo el sentido de lo que se dice. Cuando paso la servilleta por mis labios me doy cuenta que perdí la sensibilidad en el rostro; me pellizco el brazo, ningún dolor. Estoy abrumado, cierro los ojos, me los friego. Al abrirlos Sebastián está irreconocible. Y habla, habla, habla.

—…hphohrhqhuheh hehhhsthahh hhhhhehhhshhhh hhlhhhhhhah húhnhhihcahh hfohrhmhhhahh hhdhhhhehhh hhshobhrehvihvihrh ehnh hhelh hmundhhhhoh, hpihhbehhh. hhhEshhhperhhhhhoh hhhhhqhuhheh hhlohhh haprhhendhashh, hhporqhhhuehh hshih hhhnho hhhthehh hhhahhrhháhhnh hchharhhtherahh…

Su plato está desbordado de haches. Le hago señas para que comprenda lo que sucede, me agito desesperado. Miro a todos lados, me paro, golpeo la mesa, grito para que cese la locura. Nadie me atiende.
En un último intento giro hacia la vereda para pedir ayuda y veo mi cuerpo reflejado en uno de los ventanales. Sostengo en lo alto una copa de champagne, rio teatralmente y por mi boca brotan miles de haches.

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4 comentarios en «Los de las haches»

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