Por: Marco Fernández Leyes
No estoy seguro si fue el primer libro que leí, pero se le aproxima bastante. Lamento no recordar el título. Pero sí sé que es la primavera de 1987 y tengo entre manos un texto muy sencillo en el que un chico aprende a leer las horas en un reloj de pared. Y en ese origen distorsionado por las trampas de la memoria encuentro la semilla de algo que germinaría mucho tiempo después. Porque, aunque siempre amé la lectura, mentiría si dijese que me veía en el rol de escritor. En ese momento lo veía como a algo indescifrable y, en cierto modo, lo sigue siendo hoy en día. Si no, pensemos:
¿Qué puede tener de atractiva una actividad que consiste primordialmente, como sucede en este momento, en estar sentado con la notebook en el regazo mirando una pantalla que me devuelve más dudas que certezas mientras afuera el día soleado me susurra que descorche un tinto y me siente con los pies al viento?
¿A quién se le ocurre dedicarle horas de vida a una tarea que no nos deja más que sinsabores mientras la realizamos, casi como si fuera una eterna condena, y en la que persistimos con la sola promesa de que en algún momento nos sentiremos medianamente satisfechos con lo que escribimos? Porque el monstruo de la autodestrucción nunca deja de respirarnos en la nunca, haciéndonos saber a cada momento que no somos tan buenos como nos parece.
¿Cómo es posible que prefiramos e insistamos en una actividad que por su propia naturaleza solitaria y egoísta nos obliga a quitarle tiempo a nuestras parejas, amigos, padres, hijos, el club del que somos hinchas o el tiempo con las mascotas con tal de satisfacerlas?
Me resulta difícil hallar respuestas a estas preguntas. Pero nuevamente, no. Escribo como mecanismo purgar las emociones que me atraviesan y lo hago siempre pensando en qué me gustaría leer, soy mi propio lector modelo. Poco más me importa afuera de esas barreras. Eso me obliga a explorar caminos en los que las huellas de la escritura automática no estén marcadas y me exige llegar a nuevos sitios. Así que avanzo lento, como un viajero que arriba a tierras ignotas y debe abrirse paso entre la vegetación virgen mientras aprende a marchar con el equipaje necesario y a podar solo donde es preciso. Nunca resulta cómodo escribir de este modo. Nunca. La mayor parte del tiempo permanezco con los dedos quietos y las yemas apenas apoyadas sobre las teclas o, cuando escribo a mano, con la lapicera emulando una señal Morse a la espera de que las palabras tomen forma.
No existe tal cosa como la inspiración, ningún texto nos aparece de la nada mientras miramos alguna serie o navegamos por el celular. Eso es una falacia tan grande como pretender pescar en medio de una autopista. El único modo de encontrar una historia es ir a buscarlas, intentando de un modo y de otro hasta que la oración comienza a tomar forma. Porque sí existen fogonazos, ideas que nos vienen de una aparente “nada” y que nos permiten atisbar el potencial de un nuevo texto. Ese es el primer paso, lo que sigue es esfuerzo puro.
A propósito, nada sale de la “nada”. Escribimos en función de nuestras experiencias, incluso cuando estas implican desconocer. Nada nace de la nada. Todo está cocinándose a fuego lento en algún rincón y puede seguir décadas así, hasta que eso que atribuimos a lo repentino no es más que el momento de servir el caldo a punto.
Resignemos toda pretensión de originalidad, básicamente porque los temas sobre los que podemos hablar son más bien pocos. ¿Cuántos? ¿Cinco? ¿Veinte? ¿Treinta y cuatro? Todos los libros que se han escrito y los que vendrán trabajan sobre esos mismos ejes. Lo que sí existen son miles, millones tal vez, de formas de narrarlos. Desde la tragedia romántica de Romeo y Julieta de Shakespeare, pasando por la proclama contra la esclavitud en la que Asimov funda la historia del robot Andrew en “El hombre bicentenario”, hasta el abordaje de la Guerra de Malvinas que nos ofrece Fogwill en “Los pichiciegos” que coexiste con la presente en “Mi pequeña guerra inútil” de Pablo Farrés o la posibilidad de redención del odio en amor que encontramos en “Los sorias” de Alberto Laiseca. Una vez que tenemos en claro esto lo demás es sencillo (¡JA!): escribir y reescribir, escribir y reescribir tal como nos diría un maestro oriental si nos susurrase un mantra de paciencia y aprendizaje. Escribir y reescribir.
Me aproximo al final, y eso es algo que no podemos esconder a quienes nos leen, así que no concluiré estas líneas sin subrayar la importancia de ser leales a nosotros mismos. No escribamos para caer bien, ni por una palmada en el hombro, un beso en las mejillas o el engañoso “me gusta” del que siempre recomiendo huir. Seamos honestos porque de lo contrario los hilos de la marioneta se notarán y para un lector no hay nada peor que encontrarse con alguien que escribe desde la pura pose.
Escribir nos salva.
Leer nos hace libres.
* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 31 de diciembre de 2023.
Una reflexion apreciable hacia la escritura