Bulldozer

Por: Marco Fernández Leyes

La pala del bulldozer abrió un hueco en el muro perimetral de la escuela y avanzó seguida por un camión volcador y albañiles trepaban los escombros como si se tratase de una misión en territorio enemigo en la cual cada quién actuaba conforme a lo que le correspondía ejecutar. Lo primero que hicieron fue desmontar las canaletas y cañerías, luego removieron apliques eléctricos, ventiladores, faroles, fluorescentes, llaves y enchufes. En cada boca libre un operario tiraba de los cables y los apilaba en dos montones: uno rojo; el otro, azul.

Cuando estuvieron satisfechos con el resultado de esta primera etapa se dedicaron a clasificar el mobiliario: archivos, mesas, pupitres, sillas, pizarrones, sillones, borradores, tizas, lapiceras, esponjas y reunir los objetos con aquellos de su misma clase. A lo lejos, la bulldozer, hacía lo suyo en el predio que ocupaban las canchas de fútbol, básquet y vóley. Hundía la pala y levantaba la carpeta de cemento, el césped raleado. Durante una de las incursiones, el aparato se topó con una porción de tierra que atrapó el brazo mecánico y le impidió retroceder. El conductor forzó la reversa, las orugas tensaron el suelo y crujieron, pero lo único que consiguió fue que la máquina quedase más unida a aquella sustancia. La estructura metálica del vehículo perdió solidez y sus partes se hicieron más endebles, maleables, a medida que el suelo delante se teñía de negro y vibraba como un gigantesco ojo de brea que transitaba un sueño tortuoso. La máquina se derritió y el conductor terminó sentado en el piso revuelto, rodeado por un manchón opaco que comenzó a teñir las botamangas de sus jeans.

A lo lejos y hacia arriba uno de sus compañeros, trepó hasta la cima de la pequeña torre campanario con techo de tejas desde la que se anunciaba el inicio de las clases para desmontar la veleta que la coronaba. La alzó como si fuera la cabeza sin cuerpo de William Wallace o la de Francisco Ramírez y la exhibió a los cielos. “Hete aquí mi triunfo”, parecía proclamar. Luego la lanzó hacia el patio, junto al pozo del aljibe. Otro de los obreros alcanzó la torrecita y juntos se dieron a la tarea de arrancar las tejas entre codazos cómplices de quienes celebran una bromilla de gran factura.

“Sigan, no paren” aulló la ingeniera a cargo de las tareas a la colonia que corrían con carpetas, legajos, expedientes y libretas estudiantiles para arrojarlas junto con los demás desperdicios en el centro del patio. La montaña creció hasta superar la altura de los techos, oscilando con el viento. Entonces los obreros formaron ronda, hombro contra hombro, uniendo las frentes y concluyeron más sencillo que palear semejante cúmulo de basura sería prender con ella un agradable fueguito. Alguien consiguió un tacho con diésel, otro se rasgó la manga para aportar un poco de tela y un tercero entregó en ofrenda su encendedor de la suerte. La pira ardió hasta que el calor de las llamas chamuscó las cejas de los dos que seguían encaramados en lo alto de la estructura entregados al goce que les producía extirpar una por una las tejas.

La calma que rodeaba al establecimiento se había perdido y las cosas iban para peor con cientos de infantes que llegaban arrastrados por sus padres con la obligación de comenzar un nuevo día de clases. Pero el día les tenía preparado otro plan, en vez de depositarlos dentro de las instalaciones y marchar a ver a sus amantes, al gimnasio, a trabajar o a lo que fuera que decidieran destinar la mañana encontraban que ante ellos se montaba un escenario de jolgoriosa devastación. Los papuchos y mamuchas, inflamados ante la interrupción involuntaria de sus actividades, entonaban cánticos contra las autoridades y tipeaban a sus contactos políticos para saber qué mierda pasaba, de qué iba aquello, ¿quiénes se creían? Otros convocaban a medios y periodistas para que llegasen cuanto antes. ¡Nadie piensa en nosotros! ¡Cómo es posible que hagan algo así sin avisarnos! ¿Quién nos devuelve estas horas de solaz? No pasó mucho tiempo hasta que la masa en el exterior adquirió características críticas en un engrudo que mezclaba alumnos, padres, tutores, encargados, periodistas, móviles de televisión y radio, abogados que prometían suculentas indemnizaciones a cargo del Estado, curiosos, fuerzas antidisturbios, timadores y ancianos que, desde la periferia, disfrutaban el espectáculo gratuito junto con unos amargos calentitos.

La dupla de enajenados seguía desde la torre las instancias de lo que ocurría a sus pies como si fuera la transmisión de un partido de fútbol de los años cuarenta y dio cuenta de cómo el jugo negro que reemplazó a la bulldozer consumía también a su compañero que, con notable tranquilidad, aceptaba que ahora sus tobillos corrieran igual destinos que el resto de la máquina. Al menos podría reclamar a la ART y tomarse unas semanitas de descanso antes de volver al laburo, pensaba.

La fogata creció más inflamada por la grasa visceral de los obreros que de tanto en tanto abandonaban la ronda que la circundaba y se arrojaban a la hoguera con las camisas desabotonadas y las pelusas de los ombligos al viento, cosa de apurar la ignición y volver a ser uno cuerpo, una mente, lo antes posible. El aire se empapó con el aroma achuras y menudencias frescas.

Otro grupo que había permanecido alrededor del camión decidió que era momento de ponerse manos a la obra y, mazas en mano, se dieron a la tarea de demoler las paredes. Empezaron por el interior. Fueron a Dirección y Bedelía, se relamían por acceder a la Biblioteca, pero aún había libros y no podrían hacer lo suyo de manera apropiada. Acabaron con las divisiones y dejaron expuestos los caños retorcidos que pocas horas antes conducían agua y electricidad. Siguieron con las columnas y, cuando el techo perdió sustentación, la torre sobre la cual celebraban los infames comentaristas fue engullida en una nube de chatarra. Aún en sus estadios finales, cuando eran poco más que dos despojos sanguinolentos, los amigos reían mientras eran martillados por sus compañeros que no distinguían entre ellos y la estructura en el afán por reducir cada escombro a la más pequeña expresión de materia. El estadio anterior. Tierra, piedra, lava, magma, asteroide, polvo espacial, singularidad. Dividir hasta alcanzar el escombro original.

Del edificio ya no quedaba nada reconocible y el abnegado operario de la bulldozer existía apenas como media cabeza que se regocijaba con la magnificencia del trabajo bien hecho.

El tumulto alrededor del predio se apretujaba contra el alambrado y ni siquiera daba lugar a que pasasen los vendedores de gaseosas y panchos para hidratar a la multitud. Tanta fue la presión que los pequeñuelos atravesaron el alambrado y cayeron dentro de las instalaciones del colegio como trozos hexagonales que se amontonaron contra el muro. Librados del asunto que los mantenía retenidos, los mayores se retiraron comentando cuál era el café de moda y cuál era la perspectiva del clima para el fin de semana. A un costado del volcador, al pie de lo que una vez fuera la entrada principal del colegio, los obreros que quedaban armaron un fueguito con las brasas que rescataron del patio. Descorcharon un par de tintillos que mantenían a buen resguardo bajo el asiento del conductor, tiraron a la parrilla un costillar de patroncita recién carneada y cantaron unos tangos para la multitud de hexagoñinos (a quienes el ojo inexperto confundiría fácilmente con un manojo de trozos de carne mal cortada) que los observaba desde las cochambrosas tribunas que improvisaron alrededor.

* Publicado en el suplemento «Chaqueña» de Diario Norte el 10 de noviembre de 2024.

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