
Por: Marco Fernández Leyes
Setenta metros adelante, Clapton, se luce con el enésimo solo de guitarra de la noche. Disculpen, lo anterior no es del todo acertado, hay un error en la aproximación al objeto de adoración. Lo que corresponde decir es: setenta metros hacia la derecha de Clapton lo observo lucirse una vez más. Porque el universo es claptoncentrista, como todo el mundo lo sabe desde los años sesenta.
¡Qué decís, Marco! ¡Puedo nombrarte una montaña de guitarristas previos, simultáneos y posteriores que lo superan en técnica y destreza! No lo niego, de hecho, mi guitar hero, Brian May, integra ese lote. Si embargo, hay en Eric Clapton una marca de distinción que lo despega del resto, sellos de su estilo que atraviesan generaciones de consagrados y aprendices para quienes la sola mención del nacido en Surrey (Reino Unido) en marzo de 1945 exime de otras explicaciones.
Faltan tres horas para que comience la primavera y Slowhand atraviesa el escenario montado en el estadio “José Amalfitani” de Vélez Sarsfield con un poncho que lo cubre hasta la cintura, jeans, zapatos y una gorra negra de la que solo se desprenderá brevemente para demostrarnos que eso que está allí no es una ilusión. Para entonces habrá pasado un buen tiempo mimando a su inseparable Fender Stratocaster negra y blanca (vaya a saberse a esta altura cuál chozna de la “Blackie” que el joven músico ensambló a partir de seis guitarras distintas) en un recital que comienza con soberbia puntualidad. Disfrutamos el banquete de horas de música que él y su banda han servido para nosotros.
La entrada no puede ser mejor: Sunshine of your love. Amanece en la noche de Liniers con lo que será el inicio de una ametralladora de hits que disparará en el primer acto. Al mismo tiempo que lo escucho, siento que una parte de mí viaja varias décadas al pasado, hasta encontrar mi yo adolescente que revolvía casettes y CD’s con el afán de conocer más de ese tal “Clapton” del que escucho hablar una y otra vez. Inglés de nacimiento, pero a quien nadie se atrevería a contradecir si revelase que en verdad nació en Nueva Orleans y fue bendecido en un rito mágico en las aguas del río Misisipi. Porque la música es así: no pide pasaporte.
En este punto hay al menos tres versiones de Marco en el show: el que no puede quitar la atención del escenario, otro despegado unos centímetros que observa al primero con satisfacción y el guitarrista que no puede evitar resoplar una y otra vez ante la abrumadora manifestación de la música que ocupa cada centímetro del estadio. Es una conjunción maravillosa de sonido, ejecución y actitud.
Estamos en silencio, ni siquiera hay coros desde la tribuna, y no es porque desconozcan los temas, sino debido a que lo que sucede sobre el escenario obliga a atender de manera plena. La única excepción es para celebrar los compases iniciales o el final. Muy pocos levantan los celulares para filmar, quizás, me digo, al entender que existen ciertas dimensiones de las experiencias que son imposibles de transferir o comunicar si no es en vivo. Por eso elijo el relato.
La simpleza del show contrasta con las exhibiciones desmesuradas en las que incurren gran parte de las presentaciones actuales. Al contrario de esa tendencia, Clapton, permanece todo el tiempo sobre una alfombra de dos por dos metros en el centro de la escena con el baterista Sonny Emory cuidándole las espaldas, el monumental Nathan East en el bajo junto Chris Stainton en teclados a la izquierda; la segunda guitarra a cargo de un fenómeno como Doyle Bramhall II, a la derecha, junto al virtuoso Tim Carmon en el teclado Hammond y el respaldo imprescindible en el fondo de las coristas Sharon White y Katie Kissoon. El juego de luces será sutil, igual que el sonido que permitirá apreciar los matices sin estridencias. Clapton optará por un sonido limpio o una distorsión overdrive clásica para los pasajes más intensos antes de descolgarse la eléctrica y pasar a la acústica.
Segundo acto. Hay dos Clapton. El primero se retira disimuladamente y da paso a este otro que se sienta en la silla de tapizado rojo que le alcanza uno de los asistentes, apoya la Martin & Co. en el muslo derecho y se lanza con un segmento acústico que bien podría ser el espectáculo entero. Ingresa a un terreno en el que se siente cómodo por demás y que inevitablemente remite a la famosísima sesión “Unplugged” que ofreció para la MTV en 1992, pero que no se agota allí. Los demás músicos aparecen como destellos en distintos temas para aportar trazos que elevan las interpretaciones de otra tanda de clásicos.
La atmósfera cargada por la expectación de miles de almas que colmaron el estadio de Vélez gira en torno a la estrella que fulgura. El silencio es supremo. Insisto, porque me parece muy necesario tener dimensión de lo que ocurre: el silencio es total. Lo que se escucha es algo único. Clapton se limitará a agradecer un par de veces o agachará la cabeza para aceptar los aplausos y loas sin demorar el inicio de la siguiente canción.
Emergemos de ese paraíso listos para enfrentar el tercio final en el que la banda vuelve a sonar a pleno. Una última ráfaga es coronada por la eterna Cocaine (que incluye un guiño tanguero con fragmentos de La cumparsita durante el solo de teclado de Staiton) con la que termina el show. Nos miramos incrédulos de que haya transcurrido tan rápido. Bien podría durar otras dos horas o hasta el amanecer. El estadio se funde en aplausos y vítores ante el saludo. La banda regresa para el bis con una versión absolutamente deliciosa de Before you acusse me. Y fin. He visto a Dios.
Leyendo éstas palabras, siento que estoy allí disfrutando de esa maravilla musical y de la interpretación magistral de las canciones!
Gracias por las palabras y por la música