Estoy de regreso, vivo y entero, lo que ya es mucho decir. Un buen balance si consideramos que me interné en un territorio que no existe. O mejor: que se camufla para no ser visto, porque Malasya es así. Indómita, esquiva, salvaje, inabarcable. Por eso debemos celebrar la decisión de Editorial Nudista de transformarse en el vehículo para que el monumental trabajo de Marmat vea la luz.
Tengo que reconocer que preveía un viaje algo particular luego de que el encargado de la boletería en la terminal, un sujeto canoso con mirada que se escondía tras el humo de múltiples cigarrillos, dejara caer entre mis manos un ticket añoso de cartón troquelado y, sin siquiera permitirme un agradecimiento de cortesía, guardase el dinero que le di por mi viaje en la caja de madera junto a la cual reposaba un pocillo del que parecía ascender una eterna columna de vapor. “Gracias, que tenga buen viaje, y etcétera” rumió como señal de que debía ceder el paso a quienes estaban detrás de mí en la fila. No tenía ni idea hacia dónde dirigirme o cuál vagón abordar, así que opté por lo más sencillo y me sumé a la manada que deambulaba por las amplias galerías. Pese a que resultaba evidente que componíamos una danza delirante, porque ninguno de nosotros sabía cómo proceder a continuación, decidí mantenerme en mis trece y no alejarme de la multitud.
Todavía era de noche y, tanto para desgracia mía como de los demás, la estación no contaba con ninguna señal que indicase la hora actual, cuáles serían las siguientes formaciones en arribar, ni el tiempo que deberíamos esperar. Para colmo había olvidado mi reloj pulsera. Cuando ya llevaba recorrido lo que estimé serían doscientos o trescientos metros bajo una sucesión de faroles de luz ámbar tropecé con tres crotos (y los recuerdo con precisión porque eran los más rotosos y mugrientos con quienes me hubiese topado jamás) que jugaban al truco abstraídos del frenesí de pasos, bolsos y gritos que cobraba forma alrededor. No les interesaba nada más, seguían en la suya y listo.
“!Eh! ¡Cuidado pibe! ¿Qué te pasa?”, me encaró el rubio de anteojos y barba rala que estaba recostado contra la pared, molesto porque había pateado el tarro con los porotos que utilizaban para los puntos. “¿No ves que estamos en medio de algo importante?”, rugió.
“No le hagas caso, hoy se despertó con pocas pulgas”, añadió el que estaba a su izquierda, un hombretón con aspecto de luchador, melena que le llegaba a los hombros y barba un poco más larga que sostenía una botella de plástico cortada a la mitad dentro de la cual agitaba un potaje que intuí sería el resultado de una mezcla bien fría de extracto de hierbas y bebida cola.
“Disculpen ustedes, distinguidos caballeros, espero el tren a Malasya. ¿Por casualidad saben si se detiene aquí?”, me repuse, apelando a lo que consideré un buen artilugio para zafar del entuerto. Rieron como si pensasen “este idiota quiere llegar a Malasya. ¡Vaya imbécil!”.
Entonces vi que el único del grupo que hasta el momento había mantenido la boca cerrada se incorporó y alisó con las manos un sobretodo negro que le llegaba a los talones y que daba la impresión de que hubiese pertenecido al ajuar de un conde del siglo diecinueve. “Debe estar por llegar”, se limitó a decir. Sin más, se sentó y comenzó a leer un volumen antiquísimo de páginas quebradizas que extrajo de entre sus prendas.
Como fuese, el sujeto tenía razón. No pasó mucho tiempo hasta que oí el silbido de la locomotora anunciándose. El convoy ocupó todo lo largo del andén y descendieron cientos de viajeros. Finalmente pudimos ascender y cuál fue mi sorpresa cuando el que nos recibió para picarnos el boleto era el mismísimo encargado de la boletería. Evidentemente aquel lugar exprimía la mano de obra al máximo. Tuve la sensación de que sonreía de manera socarrona al desearnos “¡Buen viaje y etcétera!”.
Marmat. Personaje Descolocado. El Escribiente.
Es menester señalarles que no existe forma correcta o incorrecta de recorrer Malasya más que a través de la total disposición a dejarse llevar por los dos guías de lujo a los que Marmat confía el tour antes de desvanecerse entre las páginas: Personaje Descolocado y El Escribiente. Ellos serán los encargados de hacernos conocer por turnos (robándose uno a otro la centralidad de la narración) los lugares más ajetreados e inhóspitos, la geografía, los tugurios, glorias, mendicidades, palacios y caminos de estos territorios fascinantes.
No existe punto de referencia, centro o borde, que nos pará acá o no cruces allá, porque Malasya es infinita, se expande hacia todos lados y en su inflación nos engulle a nosotros, humildes visitantes, a los personajes y también a su creador al mismo tiempo que se asegura que tengamos la certeza de que siempre está ahí, aunque no podamos verla.
Marmat (¿O acaso es Malasya la que lo dice? Porque a esta altura separarlos me resulta una tarea tan desafiante como devolver a su estado previo a los elementos que se fusionaron para formar agua) se desprende del monopolio de la escritura y entrega la máquina de escribir a sus dos delegados para que ellos dispongan a gusto y placer. A medida que conocemos estas tierras nos damos cuenta que, incluso aquello que parece obra del azar, fue pensado como parte de un plan maestro. Al final de cuentas se trata de una orquesta que ejecuta la banda sonora de nuestras vidas con el fin de hacer evidente la profunda complejidad que se camufla en lo trivial.
Las 490 páginas de la bitácora malayense sirven como muestra del aluvión creativo que posee Marmat (NdeR: y que cada semana entrega en las deliciosas “Crónicas del subsuelo” del Mendoza Post) y constituyen el resultado de un trabajo de luthería a cargo de Golosina Caníbal y Martín Maigua.
Me doy cuenta que Malasya no es un lugar al que podamos ir, sino el sitio en que nacimos, crecimos, nos mudamos y envejecimos sin importar cuantas veces creamos que nos movimos hacia un nuevo destino. Nos rodea y contiene.
De regreso en la terminal me cruzo con nuevos aventureros que irán a ocupar mi lugar en el vagón y reconozco en sus ojos el desconcierto que cargaban los míos antes de iniciar la travesía. Ahora entiendo por qué no me miraban los que estuvieron antes que yo y, también, comprendo que la sonrisa del boletero no era de burla, sino de complicidad. El mismo que ahora hace las veces de maletero para ayudarme con mi equipaje.
* Publicado en noticiero9.com.ar el 19 de octubre de 2024.
Comentarios