
Por: Marco Fernández Leyes
El alba dibujó una escena demencial. Los peces rodeaban lanchas y canoas en un espectáculo fúnebre como nunca se había visto. El río era una gran máscara mortuoria que se movía con engañosa lentitud. La represa bramaba a lo lejos indiferente a lo que ocurría aguas abajo. El pescador se arrimó al borde del bote que compartía con su papá y sujetó una boga que flotaba de lado, la alzó ayudándose con la red de pesca. Era un ejemplar de buen tamaño sin marcas de heridas o ataques que dieran una pista de lo que le había pasado y por qué los ojos habían saltado de las cuencas proyectándose fuera del cráneo. Las lágrimas del hombre se fundieron con el cuerpo escamoso del pez al que sujetó con ambas manos y lo devolvió al río. El cadáver impactó contra otro que pasaba antes de hundirse en la tumba acuosa que sería el destino final para ambos.
Después recogió la línea, quitó la carnada y cortó la tanza. Guardó el anzuelo junto la plomada en la caja de pesca e hizo un nudo con el extremo del nylon en la manivela del reel para para que no se saliera del tambor. Acomodó todo a un lado de la canoa y se sentó con la vista perdida en la incesante caravana de peces muertos que flotaban con él.
Intentó por convencerse que en el mejor de los casos estaba inmerso en una pesadilla de la que tarde o temprano despertaría o bajo los efectos de alguna clase de alucinación. Se dijo que en verdad aún empuñaba la caña con tanta fuerza que era capaz de sentir el corcho quemándole la piel.
Supo que nada volvería a ser como hasta la mañana previa. Regresó mucho antes de lo habitual envuelto en un silencio que lo marcaría para siempre. Dejó la canoa atrás y encaró la empinada sin pescados al hombro porque le resultó una deshonra servirse de las criaturas que habían muerto de una forma que no podía explicar.
Esa noche se hundió por primera vez en el consolador abrazo del alcohol junto a decenas de hombres que buscaban el mismo alivio gastando sus pesos como si no hubiera un mañana o, peor, como si lo que viniera a partir de entonces lo que vendría no tendría ningún valor.
Al salir del bar no quería volver junto a su familia y eligió bajar a la costa dar un nuevo vistazo con la esperanza de que los restos de la pesadilla se hubieran disipado. Caminó con una mano en el bolsillo y la otra en la linterna, repitiendo los nombres de las constelaciones que pintaban el cielo y adivinando el perfil de la luna en cuarto creciente que asomaba detrás de una nube solitaria.
El río devolvía reflejos fragmentados de la noche y su mirada se posó en el fulgor vaporoso de la represa que se alzaba en el horizonte. Hundió los pies en el agua disfrutando del roce con la arena y las piedras. Apuntó el haz hacia la pequeña barranca en el momento que un cangrejo blanco y diminuto atravesaba el anillo de luz. Por las noches el agua en la orilla lucía más transparente e íntima, un nuevo matiz que la verdad plana del día no tenía y que era reemplazada por este elemento hipnótico que lo invitaba a avanzar.
Experimentó un escozor en la espalda. La oscuridad dio paso a una luz tenue, como si transitase un callejón iluminado por una solitaria farola. A medida que se movía el entorno fue opacándose, atrás quedaba la negrura y a los lados las siluetas apenas visibles de los árboles; el canto de un gallo trasnochado llegó distorsionado y ondulante. Arrastró los pies disfrutando las notas que arrancaba con el roce de la suela contra la arena. Perdió la postura erguida, ahora andaba con el cuello curvado hacia adelante y los dientes inferiores proyectados fuera de la mandíbula. Un dolor punzante le recorrió la cabeza a medida que sus ojos se desplazaron hacia los costados en un reacomodamiento natural, incluso necesario de su anatomía. Debajo de la piel, que adquirió una consistencia rugosa y libre de pelos, pudo verse el desplazamiento de los huesos en tránsito hacia nuevas formas y ubicaciones. Dos orificios que asomaban tímidamente encima del labio reemplazaron a la nariz y con ello le fue más difícil respirar. Al pisar la pendiente perdió equilibrio e intentó aferrarse a los arbustos para detener la caída, pero las nuevas extremidades, en realidad meros bocetos de brazos en los que no era posible distinguir manos ni dedos, sino unas terminaciones cartilaginosas cubiertas de una membrana delgada, fueron inútiles para tal fin. A continuación, perdió las articulaciones en las rodillas y rodó cuesta abajo al mismo tiempo que aumentaba el miedo a morir asfixiado. A esa altura ya no escuchaba y los ojos no le servían de nada. Asustado como nunca rebotó y giró hasta que su vientre blando y suave dio contra el agua.
El río lo cobijó y le devolvió los sentidos que creía perdidos. Volvió a moverse con soltura, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar, mientras las branquias le proveían el oxígeno que tanto necesitaba. Se encontró con que la vista tampoco le servía de mucho en ese nuevo escenario.
La canoa, el bar, su familia, la represa, incluso la concepción que tenía de su vida en tierra firme, fueron absorbidas por un remolino que hizo desaparecer cualquier rastro de consciencia ajena al río.
Nadó durante horas y aunque buscando a otras criaturas en cada rincón en un esfuerzo improductivo y agobiante. La soledad era inabarcable. Una fuerza más allá de su comprensión le ordenó regresar al punto desde el que había emprendido la improvisada expedición. Al aproximarse a destino detectó un sutil cambio en la intensidad de la luz que atravesaba la superficie, al menos los ojos tenían cierta funcionalidad y no eran restos inútiles de su forma anterior. El agua fue haciéndose más cálida a medida que se dirigía hacia una zona menos profunda hasta que halló un recoveco de piedras y arena que le pareció adecuado para descansar.
* Publicado en el suplemento Chaqueña de Diario Norte el 27 de octubre de 2024.
Comentarios