Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Había repetido la historia tantas veces que las palabras acabaron perdiendo significado. La cerveza le endurecía los ojos y no recordaba el nombre de la mina a su lado. Ya te dije que no me jodas. Daba lo mismo, podía ser cualquiera.
La primera vez que probó cerveza no le gustó. Debía tener doce o trece años y comían asado en una reunión familiar; lo repulsó la amargura y gomosidad de la espuma. Regurgitó el sorbo a un costado de la mesa mientras sus tíos se reían y lo gastaban. ¡No seas maricón! Volvió a intentarlo en el primer semestre de la universidad y fue acostumbrándose a fuerza de mezclarla con Coca-Cola hasta que le encontró la gracia.
El primer trago es irrepetible, igual a cuando por fin besas a la mina que te gusta y tu boca queda envuelta en una danza húmeda y sensual. Después llega la resaca y te das cuenta que la flaca te mandó de una patada a la calle y vos con los pantalones a medio alzar. Te metes con ella sabiendo la qué te espera. Campanas que tañen dentro de la boca y expulsan gusto a bronce, venas que exigen agua.
Pasas el resto de la vida intentando replicar las sensaciones de la primera vez, pero solo conseguís copias baratas. Entonces te aburrís al punto que la dejas, para siempre, prometes; porque te frena en la facultad y te provoca hemorroides, hasta que te das cuenta que no vas para ningún lado. Y extrañas ese punto justo de ebriedad que sobreviene entre el primer sorbo con su perfume a sexo en potencia y el segundo vaso. Antes de que empiece a fallar el control de estabilidad y ya no te importe si es de noche o si la lluvia te rasgará. Y retornas con la mísera conciencia de que no vas a dejarla ir nunca. Porque la amas, aunque el precio sea una muerte de mil cortes.
El barman se sacudió para quitarse de encima las telarañas del relato, recogió el vaso a medio tomar y lo reemplazó por uno nuevo, regio, en el que las primeras gotas de condensación emprendían su carrera hasta la barra. Sonrió y fue a atender a quien lo reclamaba desde el otro extremo.
Clavó la vista en el techo opaco por el humo de las almas destiladas que cada noche iban para olvidarse.
Como te decía —balbuceó a la altura del cuello del oficinista que recién se sentaba— es un viaje de ida. ¿Perdón? Concentrate acá, presta atención. Es que acabo de llegar. Gardel estaba equivocado, no volvemos al primer amor, porque nunca nos vamos por completo de él. A lo sumo nos mudamos a algún sucucho en la vereda de enfrente.
El mozo hizo un gesto al hombrecito, algo así como no le des bola, le falla algo; colocó un posavasos de cuerina y encima el whisky doble sin hielo. Era imposible abstraerse del susurro que atraía como el campo gravitacional de un agujero negro. El tipo se rascó la cabeza y abrió paso a la voz que navegó entre los rulos canosos hasta circundar los oídos. Se encontraban en esa hora de la noche en que la púa llega al borde del disco y una mano solícita la devuelve al centro para que la melodía vuelva a comenzar.
Todo va bien hasta que la diversión se licúa y ni siquiera la distinguís a través del retrovisor. Recién ahí bajas la vista del horizonte y notas que la ruta no está señalizada. La niebla aparece en un chasquido. Ahora andas a la deriva. Tratás de acordarte cuándo fue la última vez que reíste con sinceridad, hasta que tembló tu alma, no con este montaje más propio de un actor convulso, pero el archivo desapareció. No está. ¿Y vos?
Ningún consuelo podía ofrecerle el taburete vacío. Las palabras se apretujaron abofeteándole la nunca, deseosas de retomar la marcha, acostumbradas como estaban a avanzar sobre tierras extranjeras.
Acá no.
¡Dije que acá no, carajo!
La vereda lo recibió con la misma humedad viciada del interior. Corrió hasta la esquina cada vez más afectado por las palabrejas que no cesarían hasta descuartizarlo y se detuvo bajo el semáforo. Al otro lado el humanoide se iluminó de verde y caminó dentro del cubículo que lo aprisionaba para siempre a tres metros del asfalto. Dio media vuelta y enfiló de regreso a la par de una sombra impropia que lo escoltaba. De tanto forzar los goznes, las palabras saltaron alocadas. ¿Vos? ¿Vos?, insistió ante la mirada torva y silente del espectro que lo acompañaba.
Cuando dejas de reír lo demás pierde sentido y da lo mismo casi cualquier cosa. En mi caso ocurrió un día que salí a buscar trabajo con la amenaza de que me rajaran del departamento. Pero es una historia que no me interesa contarte ahora. ¡Por supuesto que no solté la cerveza!
Entraron y fueron directo a los lugares vacíos en la barra, los mismos que abandonó intempestivamente y ahora recuperaba tal que si nada hubiera ocurrido durante los últimos treinta minutos. El barman sonrió y le plantó entre las manos una cerveza negra bien fría. Por primera vez en mucho tiempo giró el torso antes de hablar y se percató de que la sombra ya no lo acompañaba. La noche se endureció más.
Espero contra el portón de rejas a que el cementerio abriera. Avanzó a través de los senderos que conocía de memoria, mientras jugueteaba con la lengua en torno al borde filoso del pico de la lata a medio tomar. Saludó al pasar a las tumbas de cuyos moradores había aprendido nombres, apellidos y epitafios como gesto de cortesía ante el buen trato que le dispensaban cada vez. Nicanor Eduardo Palma esposo de Rosa y padre de Mariela y Agustín, severo, pero justo; muerto el 25 de agosto de 1912. Gladis Rosas de Flores, amada esposa (la lápida estaba quebrada y no veía el resto del mensaje), en los brazos de Dios desde el 1 de febrero de 1967. Miguel Martín Echalde, párvulo al que sus padres Nicolás y Patricia Echalde agradecen por las dos semanas que los acompañó en este mundo, fallecido el 11 de julio de 1950. Y el viejo turro de su vecino, de quien se negaba a pronunciar el nombre, por fin metido dos metros bajo tierra el 16 de abril de 1995.
Más de una vez cerraron las puertas y debió dormir dentro. Fueron las noches más tranquilas, rotas cuando la actividad retomaba su ritmo inexorable. Ahora, al borde de la realidad, con las venas armando extraños patrones en su cara, contemplaba la posibilidad del arrepentimiento. Rezos, salmos, súplicas, arañazos.
¡Viejito lindo, papá! No sabes la mina que chamuyé anoche. No llegamos a nada, pero estuve muy cerca. Igual no las entiendo mucho, estoy fuera de onda, me dejó plantado en la barra y ni siquiera avisó cuando se fue. ¡Claro que la invité un trago! Sí, que se yo, andan en otra, me cuesta agarrarles la vuelta. El cabello revuelto y pringoso, abandonado del placer. La risa en fuga eterna y la foto perdida en la niebla.
¡Viejito lindo, papá! Más al fondo ¡Hablame, viejo! Difuso e inasible ¡Tengo mucho para contarte todavía! La cabeza avanzó hacia la singularidad estallando en miles de cabecitas blasfemantes.
Un grito lo devolvió al punto de partida. Reconoció el mugido que le ordenaba repetidamente: despertate, salí de acá, estorbas a la gente. Quiso saber la hora. Era tiempo de cerrar, cerca de las siete de la tarde. La lata aplastada resonó en el pasillo. Salió sin despedirse. Notaba las palabras reverberando en su pecho, exigiendo libertad, intentó decirles que esta noche no, que deberían esperar hasta el siguiente fin de semana, pero no tuvo coraje para enfrentarlas. Calló con la revolución en ciernes.
*Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 23/04/23
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