Las cadenas de la vida

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
El tatú espera la llegada de alguien que tal vez nunca aparezca. Hace diez años permanece en el mismo sitio y en la exacta, inconmovible, inalterable posición en que surgió una siesta seca e infernal. Todo en él es una afectación del normal sentido de la vida, una variante de eslabones y uniones que tejen su estructura hasta el detalle más diminuto. No tiene ojos y su boca consiste tan solo en un esbozo incapaz de ejecutar el acto masticatorio. Tampoco posee ano ni aparato reproductor. Sin embargo, el Gran Bufón de la Creación se aseguró de proveerle orejas funcionales con las que registra las conversaciones y las envía al centro único de procesamiento en Bufonia del Sur para facilitar el cumplimiento del objetivo supremo.

Esta criatura emplea camuflajes variados. Un día puede adoptar formas animales, otro de plantas y al siguiente entrar a nuestras vidas como inocente insecto que destaca en el escritorio estilo industrial del empresario más prominente de la City. O como manifestación última del arte pop de artistas pasados de sustancias que de buenas a primeras deciden que las cadenas de motocicletas reemplazarán como materia prima al acrílico y al plástico, inaugurando una serie de cuadros, esculturas e instalaciones que de modo gradual se imponen en los despachos de autoridades estatales y pasan a ser estudiados en Escuelas de Arte a lo largo del país como la manifestación de lo nuevo. La vanguardia que sucede a la vanguardia.

Así hasta que toda otra forma de la experiencia humana sea capaz de llegar a buen puerto únicamente si lo hace en común unión con los eslabones que sustentan el renacer de la vida. Seres que no posan sus ancas existenciales en el agua y el carbono.

Ellos, porque no se trata de un solo ejemplar, no tienen intenciones de construir réplicas humanas ni animales. Vienen a destronarlos (nos) y someterlos (nos) de la misma forma en que a lo largo de la historia las civilizaciones más avanzadas aplastaron a las que no se encontraban a su altura. Porque no es más que el mismo libro leído una y otra vez solo que con capítulos, párrafos, oraciones y letras en distinto orden. Unas veces escritos de izquierda a derecha, otras en columnas que se leen de abajo hacia a arriba o en una espiral que confluye en un embudo con un centro de pura materia y energía.

Si quienes se paran frente al tatú o seres similares para tomarse fotos supieran que con ese acto mínimo contribuyen a llenar otro casillero de información en los infinitos almacenes de datos y pasan a integrar el grupo de los que serán eliminados en primer lugar cuando llegue la hora tal vez lo pensarían dos veces. Incluso a riesgo de perderse las reacciones en redes sociales.

Sin delirios místicos, solo realidades. Basta mirar alrededor: ¿cuántas veces les llamó la atención un brillo extraño en lo que aparenta ser nada más que una pieza decorativa? Como aquella madrugada en la casa de Paula y Jimena cuando después varias copas de vino tinto, cerca de las cuatro de la mañana, uno de los invitados señaló a una estatuilla con forma de mosca hipertrofiada construida con eslabones soldados con un patrón desconocido y a la que al levantarle las alas dejaba expuesto su vientre eviscerado para que cada quien volcase a voluntad las cenizas de su cigarrillo. Esa persona alzó al falso insecto, lo observó a menos cinco centímetros de distancia y consideró apropiado sacarle la lengua. Ahora esa lengua y su portador están muertos. ¿Recuerdan? Los frenos de la moto no respondieron y el colectivo le pasó por encima. ¿Lo recuerdan? Él está encofrado en un nicho de cemento y la mosca no ha dicho nada y tampoco ni se niega a seguir recibiendo los desperdicios que le lanzan.

Tal vez algunos pocos sobrevivientes pasen a formar parte de las colecciones privadas en zoológicos de la nomenclatura bufónica. Otros engalanarán los pisos de las salas de reuniones o, incluso, terminarán batiendo eternamente sus culos al ritmo de una esperpéntica composición musical, colgados de las paredes con las bocas abiertas como amplificadores de cambios de marcha, clicks y engranajes en movimiento.

Pensar que la propietaria del local gastronómico que compró la escultura el tatú porque le resultaba llamativa e interesante por el desprecio con que el artista había utilizado cientos de kilos de cadenas y por la similitud estética que alcanzó. Estaba convencida que sería la pieza adecuada para darle el toque rústico que hacía meses buscaba para el restaurant. Más cómico todavía me resulta contemplar estos sucesos en retrospectiva sabiendo que ignoran el destino que se aproxima inexorable como la siguiente estación en la que tiene programado detenerse un tren. Muy lindo todo en el camarote: buena comida, una cama bastante cómoda, vino, sexo, algo de dolor y sufrimiento. Nada más que las comodidades básicas de la vida misma que desaparecerán una vez que la locomotora haga sonar su silbato anunciando el arribo a destino. La parada final.

Nadie está preparado para lo que enfrentarán a partir de ese momento. El desembarco en Normandía será un día de playa y beach-voley en comparación. Ni siquiera yo sé si estoy listo para avanzar en el tiempo y contemplarlo una vez más. Aquí, en las cavernas que hace siglos habitamos los sobrevivientes, solo nos queda la esperanza de que las bestias que deambulan sobre al aire libre nunca nos encuentren. En el mientras tanto, pues nuestra existencia se redujo a la eterna espera, nos contentamos con revivir los últimos tiempos antes de que nuestros ojos, privados para siempre de la luz del sol, decidan que han perdido razón de ser. Hasta que ese momento llegue vivimos y revivimos. Miramos y volvemos a ver con el único deseo de tallar en nuestra memo memoria el contorno difuso de lo que fuimos.

* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 26 de noviembre de 2023.

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