
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
La vieja estaba cubierta de harapos y prendas que se fundían capa sobre capa dándole el aspecto de una cebolla sobredimensionada. Era el resultado de la acumulación de décadas de regalos que sus familiares le acercaban y obligaban a vestir porque entonces se sentían satisfechos, como si hubieran cumplido con un deber que nadie les había exigido.
Te queda hermoso, Alicia, es justo lo que necesitabas para el invierno. Mira qué belleza de batón, ideal para el invierno. A este sombrero lo vimos en las revistas, dicen que las princesas europeas lo usan como el último grito de la moda, ¡no sabes lo que nos costó! Pero, bueno, todo sea por vos, Ali. Mira qué maravilla de zapatos, decime si no son una locura, en Milán te arrancan los ojos por un par. El coro desfilaba sin darle tiempo a contestar.
Cuando fue imposible añadir una nueva prenda empezaron a coserlas encima de la anterior. Era notable el empeño que ponían en mostrar quién traía el regalo más nuevo y original, hasta el punto en que de la anciana solo se divisaban las manos y la cara, que apuntaba hacia el techo por que los collares y aros habían afectado a tal punto la posición del cuello que le resultaba imposible mantener la vista al frente. Así comía y dormía. Nadie se preocupaba por su aseo porque de todas maneras la mugre quedaba cubierta muy rápido con una camisa o sweater y si alguna vez amenazaba con heder no faltaban los oficios de una loción de cartilla para pasar el mal momento.
La anciana había perdido el habla hacía tiempo y estaba confinada a una silla de ruedas porque las piernas ya no resistían los kilos de más que tenía producto de las ropas. Alicia poseía una fortuna pequeña en la que cada visita posaba su atención e intentaba sacar su propia tajada. El grupúsculo se metamorfoseaba constantemente y llegaba a sus pies con lisonjas y promesas incumplibles al son de voces engoladas y términos rebuscados. A veces la anciana entornaba los párpados en un gesto que bien podría significar risa, desagrado, reproche o hastío.
Cuando los familiares se dieron cuenta que la vieja no podía distinguir qué le regalaban reemplazaron las prendas nuevas por retazos que unían al resto sin perder de vista que lo importante era hacerle creer que le acercaban las vestimentas más exclusivas. El asunto se remontaba a una ocasión, nadie recordaba el momento exacto, en que Alicia había mencionado (o alguien escuchó decirle u otro sugirió a ese alguien que cierta noche ella afirmó) que le encantaban los vestidos con espalda abierta y los perfumes franceses. Como la mayoría daba por sentado que a la vieja no le quedaba mucho hilo en el carretel y era mejor aprovechar para agenciarse unos pesos extras antes de que palmara y debieran conformarse con migajas de la herencia, pensaron que el próximo cumpleaños sería una buena excusa para ganarse los favores de Alicita. Lo que no tuvieron en cuenta es que la idea había germinado en la familia entera. La primera vez la anciana sonrió ante los presentes que no paraban de llegar, aunque todos fueran vestidos con espalda abierta y perfumes franceses. ¡Sean originales!, dijo medio en broma, medio en serio al terminar el té con galletas esa tarde. Al año siguiente los regalos se multiplicaron y diversificaron: anillos, aros, maquillaje, ropa, perfumes. Alicia se alegró, aunque era consciente del mar de fondo que se agitaba ante la inusual atención. Por supuesto, cada uno de los visitantes comparaba su presente con el del otro con el afán de quedar lo más arriba posible en la lista de preferencias y no hizo falta mucho para que alguna ahijada apareciera de improviso un día cualquiera con una caja envuelta en papel celofán y un moño enorme. ¡Esto es para vos, madrina querida! Unos meses después se presentó un sobrino que no veía desde pequeño, el muchacho extrajo del bolsillo del ambo una cajita revestida en felpa negra que al abrirla descubrió un anillo de platino con tres engarces de piedras preciosas. La joya calzó justo y la vieja sonrió con un ¡Gracias!
Hasta ahí, todo bien. El problema surgió cuando el rumor se esparció y las visitas ocasionales fuera del día de su natalicio se hicieron más habituales. De algunos visitantes al mes pasaron a varios por semana y después a una fila que colmaba el living de la casa de lunes a domingo. Las miradas se desviaban en la cristalería, el juego de cubiertos sin uso exhibidos a un costado del minibar, las primeras ediciones de clásicos apilados en la biblioteca o la alfombra de origen persa que adornaba una de las paredes. Alicia no volvió a hablar frente a los intrusos. Tal vez así se dan cuenta y dejan de romperme los ovarios, reflexionó cierta vez; pero eso nunca ocurrió, no se dieron por aludidos y ella, educaba en una firme tradición de respeto, los dejó hacer.
Alicia era una bola de tela que hacía tiempo había encontrado el modo de autorregularse. Por eso no importaba cuántas prendas fueran añadidas, el cúmulo mantenía el mismo tamaño y a nadie le resultaba llamativo ese fenómeno. Ni tampoco se les ocurría pensar qué tipo de vida habría evolucionado en las capas más profundas, entre los pliegues de bufandas y guantes de seda. Las veces en que se cansaba de que la rondasen con comentarios de una liviandad insoportable o blandiendo alguna cosa que iría a formar parte de su envoltorio, agitaba las manos y por debajo de las mangas emergían ejércitos de alimañas que se encargaban de ahuyentar a los indeseables. Regresaba así a la tranquilidad que tanto deseaba y que su familia (¿Eran todos parte real de su familia?) se negaba a concederle.
Un grupo de empleadas contratadas por sus hijos estaban a su disposición constantemente para garantizar que no le faltase nada. Ellas la aseaban (en verdad solo le pasaban toallas húmedas por la cara y muy de vez en cuando le cepillaban los dientes), la alimentaban como si se tratase de una anguila enterrada en el lecho barroso que únicamente deja ver la boca y le recitaban poesías escritas por sus nietos, versos horrendos llenos de rimas y lugares comunes.
La única manera en que Alicia se comunicaba con sus cuidadoras era mediante notas que garabateaba en un anotador sujeto al apoyabrazos de la silla de ruedas. Así fue como les pidió que organizaran una cena para celebrar su octogésimo quinto cumpleaños. Les indicó que avisaran a todo el mundo para que estuvieran presentes y así agradecerles las atenciones que le habían prodigado. No veía mejor ocasión que hacerlo con una cena a la altura de los mejores restaurantes del mundo, agregó. Ella se encargaría de la torta y les cedió el resto de la organización confiando en que la conocían lo suficiente como para que los preparativos fluyeran sin problemas con cheque en blanco para los gastos. Las sirvientas se sorprendieron ante la inusual muestra de desprendimiento de la anciana, pero procedieron sin perder tiempo.
Los invitados llegaron desde temprano y, aunque estaban citados para las ocho de la noche, a la hora del té la fila tenía media cuadra de largo bajo el sol abrasador de febrero. Los invitados exhibían sus mejores ropas al estilo años locos en cumplimiento del dress code con el que Alicia deseaba honrar a las primeras y gloriosas décadas del siglo veinte. En el comedor de la amplia residencia los mozos contratados para la ocasión dispusieron una mesa para cien personas en la que Alicia ocuparía un sitio destacado en el centro de modo que pudiera dominar con la vista a todos. Una vez que el reloj cu-cú marco la hora indicada, las sirvientas abrieron la puerta y con la lista en mano dieron paso a los comensales que depositaban sus regalos (casi ofrendas por el volumen de los bultos) a un lado; pocas veces en la ciudad se había visto una celebración de ese tamaño y nadie quería perdérsela. Por ese motivo no faltaron quienes intentaron colarse arguyendo que por algún error no figuraban en la nómina o que llegaban invitados por la anciana en persona. Obviamente se trataba de mentiras burdísimas y los intrusos eran invitados a regresar a la calle por sus propios medios o gracias a las artes de los patovicas que velaban por el orden.
Los diez hijos de Alicia, ocho varones y dos mujeres, fueron ubicados frente al espacio reservado para ella. En tanto que nietos, sobrinos, ahijados y parientes se distribuyeron de acuerdo con lo especificado por la anciana. Minutos antes de las nueve de la noche solo quedaba un lugar vacío en la mesa, todos sabían a quién correspondía y la ansiedad se palpaba en los comentarios que circulaban entre susurros. El bullicio ceso cuando la matriarca entró a bordo de su silla de ruedas empujada por una de las empleadas. Nada diferenciaba su vestuario del que usualmente vestía. Los harapos colgaban y se enredaban con las ruedas pese a las patadas que constantemente lanzaba la sirvienta. El almizcle en el ambiente evidenciaba que tampoco se había aseado y ni siquiera se había preocupado por que le limpiaran la cara; tenía legañas y restos de comida. Parecía sonreír hacia el techo, aunque bien podía deberse a la postura.
Apenas la vieja fue depositada en su sitio aparecieron los mozos con el primero de los cuatro pasos del menú. Al fondo sonaba una selección de música clásica que formaba parte de la colección de discos de la vieja. La mayoría de los vinilos se encontraba en mal estado lo que provocaba saltos bruscos de la púa que alteraban dramáticamente las composiciones de los grandes maestros. La cena transcurrió dentro de la normalidad esperable para tamaña circunstancia y el ambiente fue relajándose a medida que el vino regaba las gargantas de los comensales. Los chicos recibían un suministro infinito de gaseosa cola que los elevó a un estado de expectación absoluto, prácticamente no parpadeaban. Una de las sirvientas volcaba cada tanto un poco de vino tinto dentro de la boca de la anciana y luego le soltaba un trozo de comida que Alicia tragaba sin mascar. Cada invitado era plenamente consciente de la aberración que presenciaba, pero elegía hacer la vista gorda, literalmente mirar hacia otro lado cuando las muchachas la alimentaban. Entre tanto las risas crecían y se replicaban insuflando a la casa un hálito de vida del que pocas veces había sido testigo.
Cerca de la medianoche, Alicia indicó con una nota en la pizarra que era momento de soplar las velitas. La más petiza de las dos extrajo del bolsillo sobre cerrado dentro del cual había una nota manuscrita. La desdobló y leyó en voz alta:
“Les agradezco que hayan venido. Espero que hayan disfrutado la comida porque fue un menú costosísimo, habré gastado un cuarto de mi fortuna en las trufas (hubo un inquieto intercambio de miradas) y otro tanto en el vino. Pero, qué va. De algo hay que morir, ¿no es cierto?
De todas maneras, no pretendo quitarles más tiempo; sé que solo están acá para asegurarse de que cuando muera les deje una parte de mis bienes. Les aseguro que cada uno recibirá exactamente lo que se merece. Según mis cálculos deberíamos estar casi a horario así que, sin mayores preámbulos, la torta”.
La empleada dejó la nota y fue hasta la cocina de donde volvió empujando una mesita con ruedas sobre la que reposaba el postre, una torta de quince kilos y cinco niveles cubierta con chocolate blanco y filigranas en crema merengue teñido de negro. En la cima portaba una vela descomunal.
Los invitados permanecieron expectantes para el momento de cantar el cumpleaños feliz, brindar e irse luego del primer bocado con el deseo de que la juntada no volviera a repetirse.
La muchacha observó a la anciana que le devolvió una sonrisa pícara. Encendió la única y enorme vela. Alicia contempló la llama que bailaba a centímetros de su boca y le inflamaba las pupilas con voracidad. Tomó aire y sopló confiada en que se cumpliría su último deseo.
* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 12 de noviembre de 2023.
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