Un vacío imposible

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca

Fabiana despertó con un matiz afelpado en el paladar y un dolor opaco en el nacimiento del tabique nasal. Dio media vuelta, estiró los brazos y solo encontró vacío al otro lado de la cama king-size que a esa altura le quedaba enorme. La mano palpó allí donde se suponía que debía estar la cabeza de Silvia y, en cambio, dio con la textura virgen de una almohada sin utilizar. Estrujó la tela y descendió del mismo modo en que lo haría si en ese sitio se encontrase el resto de Silvia. Partió desde las orejas, siguió por el cuello, los hombros; acarició la sábana deseando que fuese la espalda de Silvia, la apretó con la firmeza y descaro con que se habría aferrado a sus tetas.

El colchón pareció abrir una boca abismal con el único objetivo de engullirle la mano, a toda ella incluso, arrastrándola hacia un infinito en el que no había lugar para la razón. Jaló hasta zafar del nudo en el que quedaron atrapadas sus extremidades. El dolor se intensificó. Agitó los pies y en el movimiento sintió que se multiplicaban. Tuvo dos y también cuatro, dieciséis, doscientos cincuenta y seis, sesenta y cinco mil quinientos treinta y seis, cuatro mil doscientos noventa y cuatro millones novecientos sesenta y siete mil doscientos noventa y seis pies que de todas formas no lograban cubrir la ausencia del único par que deseaba junto a los suyos. Se mordió los labios y solo paró cuando percibió el sabor sedoso de la sangre; volvió a apretar obligando a los dientes a abrirse paso a través de la carne.

Encendió un cigarrillo y el picor mentolado le dio el tiempo necesario para que sus pensamientos volvieran a situarse alrededor del modo en que había despertado. No sabía quién era Silvia ni por qué la buscaba con tanta desesperación. Repasó las últimas personas con quienes había compartido la cama: Carlos, Juan, José y sus múltiples variaciones: Juan José, José Carlos, Carlos José, Juan Carlos; una que otra Virginia, Paula y Natalia, pero ninguna Silvia. Sin embargo, resultaba inocultable el hueco delineado entre las arrugas de las sábanas y la almohada. Aplastó la colilla y encendió el segundo antes de que los restos del anterior dejasen de humear.

Fumó en posición fetal. ¿Cuánto tiempo demoraría en arder el colchón y consumirla? ¿Y si el foco de ignición fuese su cuerpo? La habitación envuelta en llamas que lanzarían lengüetazos destinados a barrer la soledad, el insomnio, las náuseas, la ira. Luego cenizas. Contempló el montón de polvo al que quedaría reducida su existencia después de la purificación. Una ráfaga arrasó con las crubicas de huesos, ropa, profesión, sexo, temor, comidas, sudor, mentiras, memoria y expuso el suelo de consistencia similar al granito atravesado por una hendidura profunda y perfecta que se abría paso desde la izquierda y en su avance develaba aquello que permanecía intacto e inalterable más allá de cualquier posibilidad de aniquilación. Leyó la palabra imposible, el dibujo sagrado de letras forjadas al calor del tiempo, la inscripción tallada en su historia: Silvia. El nombre tejido en cursiva de modo indeleble. Repasó una por una las seis letras y las aisló quebrando las cadenas de significado que las mantenían unidas, arrebatándoles su sentido global. Recién se detuvo cuando los surcos fueron nada más que excavaciones realizadas por una tecnología que escapaba a su imaginación. A partir de ese punto trazó el camino inverso, como si quisiera desentrañar los secretos de una nave alienígena que se hubiera estrellado en el patio trasero. Forzó las leyes del espacio-tiempo para que actuasen según su conveniencia y una vez que llegó al principio de las cosas volvió la vista hacia adelante. Fue testigo del proceso gradual mediante el que los canales dieron vida a las letras. Nació la S y tras ella las demás en prolija sucesión. La cadena reapareció y la palabra convertida en nombre gritó presente.

No había vuelto a pitar el cigarrillo, las cenizas se sostenían en un equilibrio precario que rozaba el filtro. Leyó Silvia. Pensó en Silvia. Extrañó a Silvia. La deseó, aunque no en el modo en que se hace con la carne sujeta al sexo, sino de un modo más elemental y primitivo.

Un llanto de recién nacida emergió del pozo sin fondo al costado de la cama. El reclamo ganó cada centímetro de la pieza aumentando en volumen hasta que se vio obligada a encerrarse en un ovillo y cubrirse los oídos. Consagrada al esfuerzo supremo de arrancarse de la cabeza aquel sonido desgarrador, reconoció su propia voz en los timbres del llanto. Abrió los ojos y entrevió una figura borrosa que le sonreía. Sintió la calidez de la leche materna surcándole la garganta, una mano que le acariciaba la frente, un susurro tranquilizador y la suavidad del pezón atrapado en su boca sin dientes.

*Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 29 de octubre de 2023.

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