Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Soy de los que cree que únicamente tenemos que preguntar cuando estamos seguros de querer conocer la respuesta. No se trata de interrogar a mansalva como si disparásemos una ametralladora, porque si no pasan cosas como estas y lo que viene entonces es la nada. Quedarnos sin opciones. Por eso, mesura e inteligencia al preguntar es lo único que pido. Yo sé que a vos te da lo mismo; total, cualquier día de estos te vas. Pero al tiempo vendrá otra que te reemplazará y las cosas seguirán como hasta ahora. Nadie notará el cambio o se harán los boludos y es exactamente por ese motivo que te ruego que me escuches. Para mí tal vez ya sea tarde. Corrijo. Aunque para mí ya sea tarde.
—¿Qué escribís?
—¿Eh?
—Te veo muy concentrado hoy. ¿De qué va esta vez?
—Nada que tenga mucho sentido. Es un tipo monologando y se dirige a alguien ausente. Está atormentado por algo.
—Te escucho.
—Hasta ahí llego. No se aún qué le pasa y eso me desespera.
—…
—Cosas mías.
—Es muy tarde. Capaz te convenga dormir un poco así no andas hecho un tarado mañana.
—No quiero soltar el texto, tengo miedo de perderlo definitivamente.
—Como quieras. Ya sos grande y no tengo ganas de…
—Dale. Decilo.
—Me voy a la cama.
¿Qué hago hablando con vos? Si sos la responsable de esto que pasa ¿o acaso no te das cuenta? Vivís sumergida en tu mundito de problemas idiotas y siempre terminás descargándote conmigo. Es muy fácil enojarse con el otro cuando la respuesta no te satisface y después aislarte en la pieza. Por eso digo que solo tenés que preguntar si estás dispuesta a recibir el perdigonazo en el pecho. Nunca me haces caso. Sos muy necia.
Lo que pasa es que para vos es demasiado sencillo hacerte el distraído y darte aires de filósofo (¡ya quisieras!) cuando tu actividad se reduce a pasar el día entero frente a la computadora sin escribir más que un par de renglones. Eso cuando estás de arte, porque si no el cursor puede morir de inanición titilando en el mismo lugar por horas sin que te des por aludido. ¿Crees que no me doy cuenta y que me trago las excusas berretas que inventas? En vez de preocuparte tanto por saber qué les pasa a tus personajes deberías pensar más en qué te ocurre a vos. Tal vez así entenderías por qué ellos se quedan sin palabras. ¿No será que vos los mandas a callar? Hagamos un ping-pong. Contame cuántos cuentos terminaste en este tiempo y cómo van esos proyectos de novelas de los que tanto hablabas. Contesta. Animate. A ver si resulta que el del MUN DI TO terminas siendo vos. Ya que tanta mierda tiras contra el mío te propongo una experiencia recreativa: abro las puertas del mío, entras y te dejo solo, salgo, cierro con llave y golpeas cuando hayas tenido suficiente. Diez minutos te doy con toda la furia. ¿Aceptas? Ni siquiera hace falta que respondas.
La guitarra de ZZ Top machaca los pensamientos con brutalidad. Diego se recuesta contra la biblioteca y suelta los apuntes. Hace cinco meses y diecinueve días tiene una fijación por escribir en tiempo presente contra la que lucha sin decidirse a soltarla o no. En el fondo no quiere resignar el confort del instante que le evita tener que mirar por el retrovisor y volver a ver la sucesión de habitaciones una más constrictiva que la anterior. Eso no es dable.
Vamos, acompañame, le susurra una voz extrañamente familiar. Agarrá la lapicera y una libreta, así. Muy bien. Hoy voy a ser tu guía. Mostrame el punto exacto en que se cortó lo que escribías. Me alejo un poco así trabajas tranquilo. No te asustes, sigo acá. Deja que tu mano diga lo que tiene guardado.
Diego seguía recostado contra la biblioteca con la lapicera clavada en el medio de una historia que de pronto le resultaba simplona y burda. La puerta del living de la casa que compartían con Adriana se abría a un pequeño patio y permitía que entrase algo de brisa primaveral. Un mordisco del cielo era visible desde su posición. Cayó en la obviedad de pensar que el tono celeste era falso, nada más que una ilusión óptica destinada a ocultarle la inasimilable verdad: que no existía arriba, ni abajo; aquí, ni allá; solo negrura y vacío. Pensó en otras cosas que no merecen la pena ser narradas y que le resultaban una excelente excusa para enfrentarse al bloqueo ni a los recuerdos de Juliana, el breve tacto que los unió y el llanto que primero fue de alegría y, luego, tristeza. Durante un silencio entre tema y tema, la voz de Eminem se filtró a través de la puerta del dormitorio matrimonial. Reconstruyó el cuerpo de Adriana desde los talones a la frente y la vio doblada sobre el estómago escupiendo la ira contenida en las estrofas del rapero estadounidense. Tuvo la intención de ir hacia ella, plantarse cara a cara y preguntarle cómo podía ayudarla o, más simple aun, abrir los brazos para indicarle que había llegado el momento de volver a fundirse en uno. Nada de eso sucedió, la distancia de apenas unos pasos que los separaba era abismal y cuando quiso darse cuenta la sinfonía de la destrucción de Mustaine y compañía se encargaron de borrar cualquier rastro de voluntad que quedase.
Los escuché hablar de mí durante meses mientras sufría por no saber cómo se veían. Adriana, Diego. Sus voces me llegaban firmes, aunque algo distorsionadas por el entorno acuoso en el que flotaba. También oí cuando decidieron que me llamaría Juliana y deseé ser capaz de abstraerme hacia una vista más amplia que me permitiese ver de qué estaba hecha esa tal Juliana, o sea yo, de la que tanto hablaban. Después se sucedieron imágenes caóticas, un tiempo breve en el que los tres estuvimos juntos hasta que las luces perdieron sustento y se apagaron. Al principio retuve como un fogonazo sus rostros y luego ellos, junto a sus nombres, empezaron a descomponerse. Yo misma me descompongo. La desintegración empieza por lo más viejo y temo ser consciente de que en poco tiempo más dejaré de recordar cómo me llamo. El olvido es la manera más efectiva que tiene la muerte de mostrarnos su triunfo.
Pasado perfecto. Incuestionable. Basura. Pasado perfecto. Certificado. No sirve de consuelo.
Adriana se metió bajo la ducha y permitió que las gotas repiquetearan en sus orejas silenciando los gritos de Eminem. Anheló que tuvieran la capacidad de penetrar los tímpanos y acceder al rincón más profundo de su cerebro para dejar de oír el silencio que dejó atrás Juliana. Abrió la boca y ensanchó la nariz para que, a fuerza de golpes, el chorro que manaba de la mariposa sobre su cabeza le quitase todo rastro de dolor. Sin embargo, el agua tenía otras intenciones y fluyó con regocijo sobre su cuerpo, asegurándose de que Adriana viera el matiz blanquecino que había adoptado.
En la otra habitación la lapicera corría sobre el papel. Por primera vez en semanas Diego volvía a escribir acelerando hacia el núcleo sin posibilidad de detenerse.
*Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 15 de octubre de 2023.
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