Montolivo

Por: Marco Fernández Leyes

En un mugroso hospicio de la ciudad Sinnombre pasaba sus días finales el Conde Alessandro Montolivo. El predio, gigante y carente de mantenimiento, albergaba a hombres y mujeres sin futuro que apenas anhelaban tres comidas diarias y un sucucho en el que pasar las noches. Las paredes exudaban humedad y en las habitaciones la luz solar entraba únicamente por las tardes. Montolivo había contabilizado tres pisos y calculado que el complejo tenía veinticinco piezas. Las estimó porque la fobia a las alturas le impedía subir más allá del primer piso. Era un delirante en toda regla.

El Conde tenía poco trato con el personal, solo el necesario para que no le negasen alojamiento. A los setenta y tres años estaba totalmente pelado, extremadamente obeso y arrastraba los pies de manera consciente. Años antes fue un periodista de mediano renombre que ocupó algunos cargos importantes y vagó mucho. Nada más diremos de su vida personal y familiar por expreso pedido suyo.

Vivía en la pieza once: un monoambiente lúgubre que estaba en peores condiciones respecto a la media del lugar. Además, por quedar al lado de la escalera, era la más ruidosa de todo el primer piso. Eso sí, tenía un balconcito con la mejor vista del complejo: a su izquierda podía apreciar la arboleda de la plaza central, y hacia abajo el tránsito de autos y peatones sobre la amplia avenida.

Montolivo (que no era conde, pero exigía ser tratado con tales honores) acudía al patio comunitario para tomar su mate cocido en la merienda. Lo bebía casi hirviendo y con mucha azúcar en una taza enorme de porcelana. La glucosa lo ponía de buen humor y lo predisponía a contar historias. Así nos conocimos. Yo recién llegaba al hospicio, y esa tarde solamente había una silla libre: la otra que acompañaba su mesita.

Nos llevamos bien desde el inicio. Montolivo siempre tenía una anécdota nueva.

—Así que dígame usted, Von Stappen, ¿no lo aburre la soledad? —lanzó justo antes de sorber su cocido.

—La soledad es un estado de ánimo, Conde. Nadie está solo si se quiere a sí mismo. Tengo en mi vida lo que deseo y necesito —exageré, porque disfrutaba con sus reacciones.

—Pero ¡¿qué es esto?! ¿Una clase de autoayuda? Mire: usted, como todos los tapiceros, está loco de remate. Igual que pasaba en el cuento del sombrero loco: tanto aspirar vahos de pegamento se les quemó el cerebro. ¿Alguna vez le hablé de la viejita que vendía escarpines?

—No, nunca.

—Bueno, Nacasia era una anciana que tenía pavor al mundo exterior y vivía recluida en su casa. Tejía escarpines a pedido y los despachaba por correo tradicional, es decir, el humano, no electrónico. Eran los 60, Von Stappen, sitúese. Una noche se disponía a dormir, justo cuando… ¿Eh? ¿Qué le sucede?

Montolivo me pescó justo en medio de un bostezo.

—Vea, Conde, parece una historia interesante, pero hay cosas en este lugar que no me cierran. Todos los que entran lo hacen en un relativo buen estado de salud física y mental, pero al tiempo desmejoran notablemente. Algo raro ocurre acá —afirmé, sin cavilaciones.

—¿Puede dejar de hablar pelotudeces, Von Stappen? Se lo digo con todo el respeto del mundo. Ahora es místico también.

El Conde no podía ocultar su exasperación.

—jubila, viene por un tiempo, antes de viajar hacia otra ciudad a vivir su retiro. Pero nunca se fue: llegó hace seis años y ahora no podría caminar ni hasta la esquina. Después lo tiene a Federico, el tipo que era banquero: lo rajaron cuando tenía cuarenta y dos años, y se hospedó por una noche. Ahí lo tiene —señalé—: llegó en el 84 y continúa aquí. Ni hablar de la gringa Herminda, esa sí que…

—Bueno, bueno. Ya capté su idea, ¿a dónde quiere llegar con todo esto?

Así fue como empezamos a planear el escape. A la mañana siguiente hacía muchísimo frío y lloviznaba. Pasé por la pieza de Montolivo y lo vi despatarrado, roncaba. La cosa resultó bastante más complicada de lo que imaginamos. Acordamos tareas de vigilancia con las que extrajimos patrones de conducta, horarios, rutinas de los empleados. También surgieron otras cuestiones interesantes: por ejemplo, Herminda desaparecía cada tarde a eso de las seis y reaparecía a la mañana siguiente alrededor de las 9.45. Nunca cenaba con nosotros.

Cada día me costaba más despertar al Conde, sus ronquidos eran casi bramidos y amanecía en las posiciones más insólitas. Cuando se lo señalaba me respondía que lo tenía con “las bolas llenas”. Junto con ello varió su estado de ánimo: era un carcamán de caricatura hecho y derecho. No toleraba los chistes, casi no hablaba, tampoco contaba anécdotas.

Mientras recorría el segundo nivel del hospicio en una de mis rondas, me percaté que todas las habitaciones carecían de espejos. Me costó retomar la marcha, los pies me pesaban y sentía gran fatiga. Bajé las escaleras como pude y me desplomé en la cama. Las manchas de humedad en el techo fueron lo anteúltimo que recuerdo antes de quedarme dormido, lo último fue una voz de niña que gritó: “¡No sigas jodiendo!”.

Aquella advertencia volvió recurrentemente durante varias semanas y coincidió con el desmejoramiento general de mi salud. Traté de reflejar mi rostro en alguna superficie para confirmar si lo que percibía era real. Casi lo logré una vez mirando la tensa quietud del cocido, visualicé unos mechones y, al mecerme hacia adelante, una nube descomunal oscureció la tarde. Hacía tres meses que Montolivo no se levantaba de la cama, su estado era dramático. Parecía una piñata de grasa a punto de estallar. No había dicho una palabra en cinco semanas. Esa siesta lo vi tan mal que decidí dejar de visitarlo. Mientras me alejaba de su puerta escuché unos pasos a mis espaldas y vi que Herminda entraba a saludarlo.

Un viernes al mes, durante una hora y media, había una reunión grupal en la que también participaban los dos guardias de la entrada. Esos encuentros eran una completa pérdida de tiempo, pero significaban mi única posibilidad de huir. La única y última, en verdad: sentía que no llegaría vivo a la siguiente. Tenía dos días para prepararme.

Esa mañana hacía un calor inusual para la primavera, incluso en para los estándares de esa ciudad. Repetí el ritual para no despertar sospechas. Pasé por la pieza de Montolivo (quien había mejorado levemente su condición desde que lo dejé fuera del plan), lo saludé y replicó con un simple “Von Stappen”. Desayuné, hice tiempo hasta al almuerzo y volví a mi cuarto. Mientras todos marchaban hacia el salón de usos múltiples me metí al baño acusando un inoportuno malestar gástrico. No pasó mucho tiempo hasta que uno de los guardias golpeó a mi puerta y me conminó a ir.

Cuando se alejó, me escabullí hasta mi habitación. Miré mis pocas pertenencias por última vez y observé el patio desierto. Apenas oía el murmullo de la reunión. Había calculado que la huida me llevaría dos minutos. El recorrido era sencillo: bajar las escaleras, doblar a la izquierda y recorrer treinta y cinco metros hasta el portón. Sabía que muy pocas veces le ponían candado. Llegué a la planta baja, miré hacia donde estaba el salón y empecé a correr en dirección contraria. Sentía que me desplazaba a una velocidad fenomenal, notaba cada vena dilatada por el esfuerzo y el estrés. Para un observador externo la perspectiva habría sido muy diferente: me arrastraba a un ritmo lamentable, apenas levantando los pies. Tardé mucho más de lo previsto en llegar a mi destino. Finalmente me derrumbé contra el portón. El estrépito alertó a los guardas que estaban en el otro extremo del predio.

—¡¿Qué pasa ahí?! ¡Alto! —gritó la misma voz que me había interrogado mientras estaba encerrado en el baño.

Tomé el picaporte, me afirmé en el piso, y traté de recordar el entrenamiento de estirar la soga que habíamos practicado tantas veces en la colimba. Jalé con todas mis fuerzas, pero nada. Seguí intentando hasta que sentí un crujido, elevé la mirada y un haz de luz se abrió paso desde el exterior. Las voces se acercaban, el momento parecía eterno. Seguí estirando, ahora el espacio era más generoso. Un último esfuerzo y ya podría atravesarlo.

Presa de los nervios, calculé mal y, al soltar el picaporte, caí sentado. Recuperé el equilibrio y observé hacia el interior. Hasta hoy me cuesta creer lo que vi: los dos guardias vestían harapos y tenían la piel notoriamente afectada por la descomposición. Herminda avanzaba sin siquiera tocar el suelo, con la mandíbula abierta como una serpiente, una mezcla espumosa brotaba de su boca. Sin embargo, hubo algo que me impactó más que toda esa escena. En medio del gentío distinguí a Montolivo, o lo que quedaba de él: había perdido cualquier rastro de humanidad, se desplazaba como una babosa supurante y deforme.

Contuve el deseo de vomitar, atravesé el portón y salté a la vereda justo cuando algo frío me rozaba una pantorrilla. A mi espalda oí un golpe sordo seguido por el chirriar de las bisagras y un pasador que se corría. Me largué a llorar sobre las baldosas ardientes. Una joven que pasaba se apiadó y llamó al número de emergencias. Yo me desmayé.

Esto ocurrió hace cinco meses. Permanecí internado unas semanas mientras recuperaba fuerza y peso; abandoné el hospital apenas pude. Ahora vivo deambulando de ciudad en ciudad, de hotel en hotel, y cada noche vuelvo a oír la vocecita de la niña que me susurra: “Es inútil que corras, Ronald”. Y me atormenta saber que tiene razón porque, tarde o temprano, cada uno de nosotros deberemos alzar la cabeza y enfrentar nuestros fantasmas.

* Publicado en “Es inútil que corras” y en el suplemento Chaqueña de Diario Norte el 24 de noviembre de 2024.

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