
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Era una siesta tranquila y soleada hasta que el disparo lo sobresaltó. A lo lejos, en la orilla de la laguna artificial creada para embellecer el parque, distinguió dos bultos a través de la neblina que imprevistamente cubría el lugar. Una de las sombras se desmoronaba de la misma manera en que lo haría una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos y se descubrió corriendo hacia allí sin ser capaz de recortar la distancia, como si anduviera encima de una cinta de entrenamiento.
La ansiedad por llegar lo distrajo de los ruidos del entorno; solo escuchaba el crujido de las hojas bajo sus pies. Quiso gritar, avisar que iba en ayuda, pero una mano invisible le oprimía el cuello y le impedía articular cualquier palabra.
Habrían transcurrido cuatro o cinco segundos cuando sintió el golpe seco de un bulto contra la superficie del agua. Gradualmente, la única sombra que permanecía erguida a lo lejos fue diluyéndose en el suelo. La niebla era más densa y le resultaba imposible ver a más de un palmo de distancia. El eco del disparo se repetía como si de alguna forma hubiera germinado en la memoria y los frutos que arrojaba estuvieran rellenos de detonaciones. La garganta le ardía y seguía sin poder hablar. Extendió los brazos y avanzó a tientas con la esperanza de no haber desviado el rumbo.
¿Sentís ese olor?, preguntó el anciano al cuidador que lo acompañaba. No, ¿dónde? Por allá, adelante; apuntó con dedos temblorosos. Es pólvora, te digo. Debe ser tu imaginación, estamos casi solos. ¡No me imagino nada, carajo! Sé muy bien lo que estoy oliendo. Vamos, llévame. No seas terco, te vas a caer. Pero el viejo no se detuvo, a duras penas se puso de pie y avanzó sobre el césped, rascándose sin pausa la nariz a medida que el olor se intensificaba Basta que te vas a hacer sangrar, soltá ya, pareces un nene. El anciano husmeó el ambiente y giró la cabeza hacia el sitio desde donde llegaba aquel aroma.
Apretó el paso mientras tanteaba con el bastón para evitar las raíces y gritó primero a modo de susurro; luego, a viva voz. ¡Por favor, necesitamos un médico! ¡Urgente! ¡Ayuda! ¡Ayuda! El enfermero había decidido dejar de luchar y dejarlo hacer. De todas maneras, no era la primera vez que tenía ese tipo de arrebatos. Se limitó a acompañarlo, asegurándose de no tocarlo. El anciano no necesitaba ver para conocer el terreno por el que se desplazaba. Solo se detenía cuando surgía algún objeto que no figuraba en el plano que llevaba en la memoria y al que incorporaba inmediatamente luego de sondearlo con las manos y el bastón.
Es al otro lado, le dijo al cuidador cuando llegaron al borde de la laguna. La bordeó sin dejar de pedir ayuda. ¿A dónde vas?, estamos solos. Ahí, sobre la orilla, vení acompañame.
Hundió los pies en la laguna y movió las manos sobre la superficie, caminó hasta que el agua llegó a la cintura y empezó a nadar. El eco aumentaba y sentía como que los tímpanos explotarían en cualquier momento. A mitad de camino debió detenerse cuando una de las empezó a arderle. Era como si hubiera agarrado una brasa al rojo vivo, el calor se irradiaba desde los dedos a través de la palma hasta la muñeca. La fiera que lo abrasaba hundía los colmillos bien hondo en la carne. La mano quedó inutilizada, colgando como una vela partida por la tormenta. Al llegar a la otra orilla utilizó la remera de cabestrillo para sujetar el brazo inerte. Vio la palma cubierta de ampollas supurantes.
Entre el humo-niebla que cubría esa parte de la laguna divisó una figura que destacaba por su negrura. La sombra parecía erguida de frente a él, aunque no se sentía capaz de asegurarlo. De repente una segunda surgió de la niebla. Por un instante el eco se detuvo y entonces la detonación le cortó el aliento. Casi en simultáneo la primera sombra cayó contra la superficie. Intentó avanzar, pero se lo impidió la viscosidad impropia que había adquirido el agua. Lentamente consiguió moverse hasta escapar de aquella sustancia que extraída de su ambiente natural chorreaba por los bordes del jean y reptaba encima de las hojas de regreso a la laguna.
El viejo soltó el bastón que y escapándose del manotazo del enfermero. Los chapotazos resonaban en la soledad matutina del parque. ¡Bajá eso! ¡No lo hagas! ¡No!, repetía con desesperación. ¡No, no, no! ¿Qué hiciste? ¡Qué hiciste!, al mismo tiempo que se desplomaba y lamentaba hacia un sector del suelo desprovisto de vegetación.
Por primera vez lucia extraviado. Dio vueltas en busca de alguna cosa que solo existía en su memoria. Era un cuerpo ruinoso que sollozaba sin saber hacia dónde ir dónde ir, en el mejor de los casos, o bien porque lo que tenía en frente le resultaba intolerable. En esas situaciones la fuga se produce hacia el primer sitio que aparezca, cualquiera que no sea aquel en el cual se está, lo más lejos posible de la zona cero, del cráter que crece sin pausa engullendo lo que encuentra a su paso hasta que deja de haber afuera y todo ocurre dentro. El escape continúa a través de una ladera que insiste en empinarse y alcanzar nuevas alturas, solo que la vemos con una perspectiva incorrecta, porque no es hacia arriba, sino adelante hacia se dirige el anciano cubierto hasta quedar al borde del precipicio.
El enfermero contempló el despojo de humanidad que gimoteaba que tenía ante él sin decidirse a sacarlo de allí o dejarlo para que concluyera de una vez por todos con que lo que fuera que se proponía. ¡No lo hagas!, repetía el viejo en un bucle que perdió intensidad y bravura hasta convertirse en súplica.
La mano refulgió e iluminó el lugar. El tipo aprovechó el auxilio de la inesperada antorcha, que ardía con el combustible que extraía desde lo más profundo de su pecho, para aproximarse al sitio en que había visto las sombras por última vez. La primera apareció de nuevo entre la niebla y apenas una fracción de tiempo después lo hizo la otra. Ambas se detuvieron en la costa, muy juntas, en un diálogo que adquirió sentido a medida que se acercaba.
—A ver, mostrámelo.
—Espera, no seas ansioso. Fijate si no hay gente por ahí
—¿No te das cuenta que estamos solos? Dale, apurate. ¡Qué lindo es! ¿Funciona?
El viejo gritó deja eso, no, no lo hagas y estiró sus brazos cuanto le fue posible. ¡Soltala!¡Soltala!
—Más vale. Ayer vi espié el almacenero cuando hacía centro a unas latas. Después me mandé atrás suyo y aproveché para sacárselo cuando se metió al fondo del local. Lo malo es que le queda una sola bala.
—Va a darse cuenta que no está.
—No, lo tengo todo calculado. Lo probamos y lo llevo de vuelta antes de que se avive.
—¡Qué esperas, entonces!
El disparo azuzó la llama y el tipo corrió hacia la sombra que yacía en la orilla. Al mismo tiempo el viejo dio un brinco y se lanzó hacia adelante, sujetando la sombra, zamarreándola. ¡Perdoname! Fue sin querer, fue sin querer, y se detuvo al sentir una presencia detrás. La mano-antorcha alumbró al anciano y ascendió por el suelo a medida que reconstruía la pierna, la cintura, el pecho de la sombra hasta detenerse en el cuello atravesado por la bala. El líquido espeso que fluía a través de las décadas cubrió los brazos del viejo que giró para quedar de frente al tipo. El velo que les impedía ver y verse se esfumó. Anciano y adulto cruzaron miradas, el niño-sombra y su sangre se desvanecieron. Hubo un chasquido, otro y uno más, la antorcha apuntó hacia ese sitio y apareció el otro niño-sombra. Los tres se movían ahora sincronizadamente repitiendo el gesto inútil de gatillar contra sus cabezas.
* Publicado el 23 de julio de 2023 en la revista Chaqueña de Diario Norte.
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