Sangre joven

Por: Marco Fernández Leyes
El piano sonaba algo desafinado, aunque eso poco le importase a la multitud que copaba el bar dispuesta a relajarse y olvidar por un rato los problemas cotidianos. Un limbo en el que todos, excepto Ezequiel, entraban gustosos. Y eso era una pena, pensaba, porque sus manos se deslizaban como nunca sobre las teclas, arrancando acordes de una belleza indecible. Lástima que todo fuese a terminar así abruptamente, siguió razonando, aunque no de modo tan elaborado. Más bien, las palabras que se formaron en su mente fueron “¿Justo ahora tiene que irse todo a la mierda?” al mismo tiempo que se esforzaba por contener el llanto y lo escondía entre las estrofas de un tango.

Cantaba de espaldas al público con automatismos que lo conducían a simular cada acción. Incluso la sorpresa ante los aplausos en los pasajes virtuosos a los que respondía girando levemente el torso y un movimiento asertivo con la cabeza o las supuestas pifias que servían como paso de comedia para arrancar risas entre la audiencia. El resto del tiempo se limitaba a clavar la vista en la caoba oscura que recubría las entrañas del instrumento.

Le parecía una tomada de pelo verse obligado a abandonar lo que más le gustaba hacer cuando consideraba que se encontraba en el pico de sus habilidades. Pero las cosas son así, llega y punto. Por supuesto, lo pensó en otros términos: “la concha de la lora”. Entre tanto cada tema lo aproximaba más a un desenlace que hubiera preferido ignorar y, simplemente, toparse con la novedad de buenas a primeras. Pero no. Y eso, en parte, era culpa suya, se dijo. Tocar sin corazón ni alma, como un gigoló al que solo le interesa su parte de la recaudación tiene consecuencias. Sin embargo, durante mucho tiempo se jactó ante los amigos y parroquianos con quienes trasnochaba luego de las funciones de que nada más importaba.

Así fue hasta una tarde, tres meses antes, cuando tuvo la primera señal de alerta. “Claro que sí. Hay mucho más aparte de la guita. No sé en qué momento te volviste tan snob”, le dijo Carlos en un momento de la conversación, casi un monólogo al que asistió sin saber qué (o sin ganas de) responder, que precedió a la separación.

Ezequiel intentó durante una semana reconstruir un mosaico con los recuerdos de los treinta y dos años que pasaron juntos, hasta que se dio cuenta que allí donde escarbaba solo encontraba vacío y silencio. Así que se dio por vencido, junto las cosas que su ex no había llevado, armó una pira en el fondo de la casa y la encendió. La fogata ardió hasta que solo hubo cenizas. Nunca supo si algún vecino se quejó del humo o el olor, porque salió rumbo al bar sin importarle que la casa, sus pertenencias, él mismo fueran consumidos por el fuego.

Esa noche toco como si nada hubiera ocurrido. Nadie percibió el temblor en las manos al empezar y terminar el repertorio. Los dos somos tipos grandes y lo superaremos le comentó a su compañero de tragos como quien se refiere a unas naranjas en mal estado compradas en el almacén y que es más práctico tirarlas a la basura antes que ir a cambiarlas. Bebió del vaso con whisky y le dedicó media sonrisa mientras intentaba recordar su nombre.
—Espero que hayas disfrutado el show…
—Pepe.
—Pepe, sí. Gracias por venir. Yo invito.

Se incorporó sin ser capaz de quitar la vista a sus manos arrugadas y encorvadas. Setenta y siete. La cifra atravesó sus pensamientos. Setenta y siete. Retumbó al fondo.

De nuevo en el presente notó que el barman y la clientela lo observaban desconcertados. Fue incapaz de precisar cuanto llevaba con los dedos a mitad de camino, separados por una distancia que se antojaba infinita de las teclas. Un vacío que creció paso a paso hasta engullirlo por completo minutos antes de salir a escena, cuando el dueño del bar lo llevó a su oficina para avisarle que a partir de esa noche compartiría cartel.

—Necesitamos alguien que te complemente. Un poco sangre joven para que se vaya fogueando. Vos seguís siendo el frontman.
—Sangre joven.
—Mirá, Ezequiel, esto es por el bien de todos. Ya debe estar en el local. Lo llamo así se conocen.
—La verdad no me interesa. Toco y me voy. Lo único que te pido es que me dejes salir primero. No quiero esperar.
—Como quieras. Vos conoces el negocio, no lo tomes como algo personal.
—No, claro. Faltaba más.

Una vez que cerró la puerta se preguntó si así se sentiría un quiste antes de ser removido. Pasó delante de algunas sombras que lo saludaron y a quienes devolvió el gesto de modo automático. Al terminar el repertorio recogió las partituras, dedicó una pequeña flexión de cara al público y apuró el paso ansioso por escabullirse. Una mano lo sujetó por el hombro y lo obligó a girar, el dueño le agradeció el gesto y le entregó la paga de la noche más un extra porque esa noche trabajaron a tope. El tipo le dijo que lo admiraba mucho y que el bar siempre sería su casa. “Nos vemos mañana, Ezequiel”, lo despidió con un abrazo de compromiso.

A través de los altoparlantes anunciaron al pianista debutante. Llegó a la salida en el mismo momento que sonaban los primeros acordes. En el reflejo de la puerta contempló su figura que lucía como un rompecabezas al que de pronto le habían arrancado algunas piezas.

 

* Publicado en la revista Chaqueña de Diario Norte el 25 de febrero de 2024.

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