Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Llueve, el calor es tremendo esa mañana de domingo, un perro corre a esconderse. Está cagado en las patas, mira a todos lados, no hay dónde refugiarse, solo la heladería del viejo Rodríguez; pero sabe que lo sacará a escobazos porque ese tipo es un miserable que ni huesos le tira. Unos metros más allá ve un auto que puede servirle de refugio, al menos para zafar hasta que pare el aguacero.
Al canillita la lluvia lo agarró de imprevisto, va en su moto con la pila de diarios mojados a los que ya no podrá sacarle ganancia. Parece acostumbrado a la adversidad, a que la vida lo forree. Se quita el agua de la cara; bien podría deshacerse de los fardos de papel, pero actúa como los soldados de las películas: regresa hasta el último hombre. En su casa le queda algo de yerba con la que preparar un cocido para aguantar hasta mañana. El hombre parpadea y de repente tiene al perro en frente.
—Salí perro de mierda, movete boludo, rajá de acá.
El bicho se asusta, duda, acelera el tranco. La moto le pega de lleno en las patas traseras y lo arroja contra el vehículo estacionado. El canillita pierde el equilibrio, la moto derrapa y le cae encima; se deslizan hasta que son frenados por el cordón.
—La re cajeta de tu madre, perro del orto, mirá lo que hiciste —gime.
El animal está recostado sobre el pavimento con los intestinos al viento.
—La puta madre, la puta madre, ¿qué pasó ahora?
Diana despierta conmovida. Tardará todavía un par de minutos en llegar al frente. La demoran el reuma y ese bastón desgraciado que se empeña en desaparecer. Aníbal duerme, le da la espalda; ella lo zamarrea.
—¿Qué? ¿Qué?
—Choque.
—Basta, no me rompas más las pelotas, Diana, déjame dormir.
—Agradecé que te aviso, yo voy igual.
—Hacé lo que quieras.
—Más vale.
—Hacelo y dejá de romperme las pelotas.
Diana contiene un insulto. Piensa en los ochentaisiete años que cargan mientras busca el bastón bajo el somier. Hace tres décadas que las ojeras se le acumulan, casi el mismo tiempo desde que dieron de baja la línea de teléfono. Todavía hoy se despierta escuchándolo sonar en el living. Pero son solo fantasías, porque no lo tienen más, porque Javier murió calcinado cuando su auto despistó la madrugada del 89 en la oscuridad de la ruta a Corrientes.
Desde el garaje, la anciana ve al perro destripado y al canillita con un brazo en lo alto pidiendo auxilio. “No se mueva señor, espere, cálmese que en un rato lo ayudarán”.
Las palabras rebotan en su interior, no salen. Una chica llega corriendo, se arrodilla y abraza el cadáver del animal. Llora en silencio.
—¡Sos un hijo de puta, lo chocaste a propósito!
La sangre le resbala sobre los abdominales y se hunde en su pubis. Se acerca al tipo y lo mira a muy pocos centímetros.
—¡Ojalá te hubieras muerto vos, forro del orto!
Lo patea y escupe; vuelve a arrodillarse, coloca la cabeza de su mascota sobre el regazo, le acaricia las orejas. Se va, y al rato regresa en auto, baja con un par de bolsas de consorcio e introduce los restos del animal.
—¡Ojalá te cagues muriendo! —grita antes de irse. El canillita respira con dificultad, la calle comienza a inundarse.
La pala entra sin problemas. En pocos meses el césped cubrirá los rastros. El suelo está blando, el pozo crece, la pala sube y baja.
—Debí cerrar la puerta, debí cerrarla —se reprocha la chica. Tiene las manos acalambradas; arroja la pala a un costado, ve los surcos que traza la lluvia en la tumba. Aprieta los párpados, se muerde los labios. “Debí cerrar la puerta”.
—¿Cuántos dedos ve? ¿Qué día es hoy? ¿Cómo se llama? ¿Qué día es hoy? ¿Cómo se llama? ¿Cuántos dedos ve?
—Cuatro. Domingo. Pedro. Domingo. Pedro. Dos.
El gusto a metal de la sangre, la cabeza que palpita.
—No se mueva.
El tipo de camisa negra sigue palpándolo.
—¿Cuántos dedos ve?
—Dos.
Un tobillo fracturado.
—¿Qué día es hoy?
—Domingo.
—¿Le duele algo?
—La ingle, la boca, el tobillo.
—¿Cómo se llama?
—Ped… no, Darío.
—¿Seguro?
—No, sí…
—¿Cómo se llama?
—No sé, no sé.
—¿Qué día es hoy?
Una bruma le cubre los ojos.
—¿Qué..
Los párpados bajan.
—… día…
Todo se estrecha.
—… es hoy?
Un sendero en penumbras.
—¡Ey, no se duerma!
Lleno de nada.
—¡No se duerma!
Oscuridad.
El hombre de negro reclama a la telefonista.
—Van seis veces que pedí una ambulancia.
—Los vehículos no salen porque las calles están inundadas.
—Pero es grave.
—Es el protocolo, una cuestión de seguridad.
—Esto también, el tipo se desmayó y tiene un tobillo
fracturado.
—No podemos romper el protocolo.
—Páseme con su superior.
La llamada se corta. Marca, da ocupado.
Un cuadro con la foto de Javier, su hijo, ocupa el lugar del teléfono sobre la mesita ratona del living. Diana tiene los ojos cerrados, cerró la puerta con llave y apagó las luces. El pasado es lo que es. Una pastilla por año tal vez borre lo ocurrido.
—¡Mamá! —le grita Javier. Tiene el pantalón impecable y la camisa color salmón que le regalaron para su cumpleaños veinticinco. Vuelve a llamarla, camina hacia él sin usar el bastón.
—¡Te extrañé, vieja!
La abraza.
—¡Qué bueno que volviste!
Diana aprieta la cabeza contra el pecho de su hijo. Arriba, Aníbal está hecho un ovillo en la cama, lleva treinta años simulando que duerme. Las cataratas sirvieron para conservar intacto el rostro de Javier. Por eso se opuso siempre a que lo operasen.
—¡Diana, vení! Perdoname por lo de recién, estuve mal.
Silencio.
—¡Diana! Disculpame, carajo, sabés cuánto te amo.
Parpadea y las lágrimas resbalan hacia la almohada.
El viejo Rodríguez sale rezongando hasta la puerta de su casa-negocio, los ruidos y gritos alteraron la paz que tanto cultiva. Ve a la chica que pasa corriendo dos veces. Se sirve un tereré. Es la culona que le compra helado siempre. Vuelve, esta vez en auto. Tiene mucha sed. Es linda la culona. Toma otro sorbo. Está re podrido de los perros que le rompen la basura. Si fuese por él, los reventaría a todos. Mira al cielo, entorna los ojos; si para de llover y sigue haciendo calor venderá mucho helado.
* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 26 de marzo de 2023
** Publicado originalmente en “Es inútil que corras” (ConTexto, 2022).
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