En lo profundo

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca

—No puedo esconder mucho más lo que ocurre, Alicia. Hay periodistas que preguntan y vuelven sobre lo mismo en cada conferencia —le dijo Hector Bonaventura a la gobernadora Alicia Metter.
Era sábado a la noche y, aparte de sus voces, solo se oía el tintineo de los cubos de hielo que acompañaban sus whiskys. La residencia oficial estaba en penumbras, llovía y la humedad era insoportable.

Metter atravesaba su segundo mandato asediada por críticas y protestas; hada unos meses había comenzado a refugiarse en su círculo de confianza. Por ello no resultaba casual que Bonaventura (su secretario de legal y técnica y amigo desde la universidad) estuviera allí en ese momento.

El rostro se le llenó de arrugas mientras tamborileaba con los dedos en el vaso. Tomó el celular, pasó varias pantallas con brusquedad, no encontró nada urgente y lo arrojó con desdén sobre la mesa.

—Escuchame, Hector. Vamos a hacer lo siguiente —anticipó, mientras se aproximaba a su confidente.

Sentado frente a su computadora, en la redacción del canal, Lorenzo Perales, apuraba el último café de la noche. El edificio era a prueba de ruidos externos, por lo que el ventanal que tenia frente a sí le devolvía una extraña imagen de lluvia y rayos sin correlato auditivo. De un tiempo a esta parte, junto a otros colegas, había empezado a preguntar a las autoridades provinciales por ciertos sonidos y temblores que se sentían en las proximidades de la plaza central de la ciudad. Eran idénticos a los que salían de la boca de un subterráneo, solo que allí no había ninguno.

Las respuestas eran todas evasivas y, por lo general, culpaban a «algún edificio en construcción» o un «camión de grandes dimensiones» que justo pasaba por el lugar.

Los funcionarios esquivaban el tema con la cintura adquirida en años de trabajar en la función pública. Pero Lorenzo no era uno más. Antes de convertirse en el periodista estrella del canal como cronista policial y político, trabajó casi una década en la sección de investigaciones de la policía provincial. Esa experiencia le dejó innumerables anécdotas y una tenacidad inquebrantable.
—Forros —puteó y llamó a su coequiper predilecta a través de una aplicación que encriptaba la comunicación. Hasta donde sabían, era la forma menos insegura de pasarse datos. Solo superada por la antigua y demodé conversación cara a cara. Del otro lado atendió Guadalupe Costas, la jefa de la sección locales del principal portal de la zona.

—Loren, ¿qué pasa, boludo? De casualidad vi tu llamada.
—Mira, estoy cansado de que nos gileen con lo de la plaza. Quiero llegar al fondo de eso. Sumate, hagamos algo.
—¿Seguís con ese tema? Pensé que ya te habías cansado. Bueno —se resignó—, acepto solo porque sos vos. Pero si en unos meses no encontramos nada raro, te dejas de joder.
—Sí, sí. Gracias. Mañana arrancamos. Chau.

Los dos rieron al terminar la comunicación. Guadalupe, porque tenía la certeza de que Lorenzo le mentía y jamás dejaría esa pista hasta tener una respuesta satisfactoria; Perales, porque sabía qué pensaba ella en ese momento. Se conocían desde los tiempos en que él era cana y ella una de las promesas del periodismo grafico local.

Lorenzo tomó el café que quedaba, tiró el vasito descartable en el cesto de basura y se fue del canal.

Temprano en la mañana del lunes, Bonaventura entró al despacho de la gobernación. Despeinado y sin dormir, se sentó frente al moderno escritorio de vidrio y esperó a que Metter terminase de hablar por teléfono.

La gobernadora dejó el celular, se rascó la barbilla y miró a Bonaventura sin pestañear.
—Está decidido, Hector. Vamos a armar algún circo: camiones que simulen tareas de reparación, llamamos a un par de movimientos amigos que hagan algo de ruido durante unas semanas. Recién cuelgo con Presidencia. Nadie más puede saber del tema. La orden viene de Balcarce.

El asintió, no pronunció palabra, la cita lo eximía de cualquier comentario. Se levantó y dejó la oficina al tiempo que hacía la primera de muchas llamadas para pedir los favores necesarios.

Metter quedó sola. Fue hasta la ventana del vigésimo piso del moderno edificio y observó la plaza. Estaba cansada de los temblores y sonidos. Los sentía todo el tiempo y parecían llegar con mayor claridad a esas alturas. De todas formas los negaba siempre. Un escalofrío le recorrió la espalda. En Balcarce la respaldaban, pero si alguien se enteraba de lo que ocurría en las profundidades del microcentro capitalino, sería el fin de su carrera política y, más que seguro, de su libertad.

Perales pasó toda la semana buscando un edificio con subsuelo que quedase cerca de la fuente sonora. Nadie le dio lugar, hasta que encontró un encargado que le permitió acceder cuando quisiera, siempre que fuera en total anonimato y tras abonar un considerable soborno en efectivo.
El lugar tenía una ubicación ideal. Estaba a un lado de la avenida principal, apenas a doscientos metros de la plaza, en dirección sudoeste. El garaje subterráneo descendía tres niveles, aunque había uno más en el que se ubicaban distintas maquinarias de provisión de agua y servicios para la torre de cuarenta pisos.

De inmediato llamo a Guadalupe. Acordaron encontrarse en la madrugada del viernes. Dedicaron las horas previas al alba a instalar un equipo informático e instrumentos de medición rudimentarios que permitían medir los niveles de ruido y vibración. También proveían la ubicación precisa en coordenadas y profundidad. Mientras tanto hablaron sobre el creciente número de manifestaciones y la más que oportuna realización de tareas de mantenimiento en las inmediaciones de la plaza.
Exhausta, Guadalupe se recostó contra una de las paredes y fue deslizándose lentamente hacia el piso. Terminó con las piernas retraídas hasta el pecho y el mentón apoyado sobre sus antebrazos. En el otro rincón, Lorenzo se movía como un autómata, conectaba cables y verificaba el instrumental. De repente, el monitor se encendió y aparecieron las típicas señales de onda que describen movimientos, aunque por el momento solo se veía una línea horizontal. La experimentada periodista quedó atrapada por el fulgor de la imagen, no podía creer que acompañase a su amigo en tamaña locura. El acababa de sentarse a su lado en silencio.

Así quedaron hasta que golpearon la puerta de metal. Era la señal del encargado para que se fuesen antes del inicio de la actividad matinal. Cubrieron el equipo y salieron. Si algo fuera de lo normal ocurría, el sistema les avisaría a través de un mensaje de texto a sus celulares.

El vaso de whisky estalló contra la pared. Metter caminaba furiosa: acababa de llegar un video filmado más temprano por uno de los linyeras—informantes del Gobierno en el que se apreciaba cómo los dos periodistas más reconocidos de la provincia salían a hurtadillas del garaje de un edificio, sin justificación alguna. El teléfono estaba en altavoz, y del otro lado Bonaventura oía petrificado.

—iPero la puta que los re mil parió a estos dos! Necesito que los saquen de ahí con cualquier excusa. Se creen todopoderosos, los vamos a hacer cagar.
—Alicia, calmate. También quiero frenarlos, pero hay límites que no…
—Limites, ¡una mierda! Pegales una buena apretada, mandales a alguien. Lo que sea para que dejen de joder. ¿Me escuchaste?
—Capaz si hablamos y los convencemos de que no hay nada. Le mostramos algo para que se conformen.
—¿Sos sordo o boludo, Hector? iHacé lo que te digo!

Bonaventura se fregó las sienes. Estaba harto de las reacciones desmesuradas de Alicia; pero era un «soldado» y no la dejaría sola en un momento como ese. Respiró profundo y llamó al contacto usual para casos así. Le pidió que primero los siguiera hasta determinar exactamente en qué andaban. Luego tendría que concretar un primer acercamiento para persuadirlos de no seguir adelante con lo que fuera que estuvieran realizando y, finalmente, si no obedecían, tendría vía libre para utilizar modos más violentos.

No tardaron en llegar novedades desde los equipos. En el atardecer de ese mismo día los celulares de Lorenzo y Guadalupe recibieron el primero de muchos mensajes de alerta. El sistema informaba sobre variaciones de las señales y acotó la zona a un área de cien metros cuadrados ubicada a una profundidad de entre seis y cincuenta metros.

Volvieron al improvisado centro de control sobre la medianoche del viernes. Estaban intranquilos. Entraron por separado y se encontraron frente a la puerta metálica. Guadalupe era la más desconfiada.

—Loren. Algo anda mal. Hoy salí del departamento y un auto me seguía. Lo mismo ahora cuando me fui de la redacción. Piensan que somos boludos.
—A mí me pasó algo similar. No es la cana, a esos los conozco bien. Creo que estos vienen del otro lado del puente. No son muy discretos, y eso me dados pautas: son improvisados o les ordenaron actuar así.
—Le dije al encargado que nos avise cualquier cosa. Esta cagado en las patas y lo entiendo. No sé cuánto tiempo más dejará que nos quedemos acá.
Lorenzo la escuchaba de espaldas. Cotejaba los datos en pantalla con lo que tenía en su celular.
—¿Cómo puede ser? Esto me marca que todo se origina debajo de la estatua de la plaza central y luego irradia varias decenas de metros a los lados y hacia abajo. Pero ahí solo hay cemento y la mole esa que pesa como cuarenta toneladas.

Ella lo miraba e intentaba hallar alguna explicación; lo que veía en pantalla superaba cualquier cosa que pudiera ocurrírsele.

—Vamos a tener que exponernos y llegar hasta ahí. Pero ahora no. Mañana a la noche, que hay mas movimiento por el fin de semana.

Perales asintió, volvió a cubrir todo y salieron del lugar. Al toparse con el encargado, este les dijo que un auto gris con vidrios polarizados llegó unos minutos después que ellos y se habia ido hada instantes.

—Uno de los tipos colocó algo bajo tu auto, Perales. No sé qué habrá sido, fijate por las dudas antes de arrancar. Tomá la linterna.

Con la cabeza hirviéndole de miedo e ira, Lorenzo caminó hasta el auto, se tiró boca arriba y revisó en detalle durante media hora la parte de abajo. Una tenue luz ámbar le llamó la atención del lado del acompañante. Era un dispositivo del tamaño de un pendrive. Lo analizó a la luz de la linterna. «Un sistema de rastreo», dedujo.

Llevó el aparatito hasta donde estaban Guadalupe y el encargado. Les explicó lo que era y lo destrozó con una baldosa. Después juntó los pedazos y los arrojó dentro de una boca de tormenta.
—¡Síganme ahora, hijos de mil puta! —gritó a la oscuridad del desagüe.

Era muy tarde. Dejaron el lugar en sus autos y anduvieron por caminos aleatorios para ver si los seguían. Esta vez estaban solos.

* Fragmento. Publicado en la revista «Chaqueña de diario Norte el  14/05/23. 

** Leelo completo en «Es inútil que corras». Conseguilo en Librería Contexto.

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