Crónicas salteñas

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Amanece nublado y fresco. Mi cuerpo y mente agradecen este bálsamo que contrarresta los cuarenta grados con los que me derrito hace un mes en Resistencia. Estamos a finales de enero y corresponde encarar la travesía hacia Humahuaca. La agencia de viajes me avisa que cada una de las cuatro excursiones que contraté durará entre 10 y 14 horas, yo solo ruego que las combis sean cómodas y funcione el aire acondicionado.
Dejamos Salta y llegamos a San Salvador de Jujuy a través de 180 kilómetros de autopista. La guía, pongamos que se llama Adriana, rellena el trayecto con una montaña datos actuales e históricos de la zona que tomo con pinza porque ya experimenté en otros viajes la tendencia que tienen en el gremio a exagerar o lisa y llanamente inventar.  Durante casi tres horas nos entretiene con un detallado relato en español y una versión ultra resumida en inglés para un contingente de cuatro neerlandeses que nos acompañan. A nuestra derecha el Río Grande espera por las lluvias para llenarse; por el momento luce como una serpiente en pleno proceso de desprenderse de la capa de piel vieja que le molesta.
Vemos cementerios de altura, herencia de la conquista Inca dice Adriana, y la calera que transita sus últimos años hasta que se cumpla el plazo de tres décadas que dio la UNESCO a inicios de los 2000 para que la zona se reconvierta en un sitio amigable con el medioambiente luego de ser declarada patrimonio de la humanidad.
Paramos en Purmamarca. Las calles están vacías y en silencio. Solo me cruzo con un par de locales y otro grupo encargado de cobrar la entrada a la escalera que conduce a una tarima desde la cual podemos fotografiarnos con el Cerro de los Siete Colores a nuestras espaldas. Antes de eso me equivoco de camino y avanzo por una calle de tierra que desemboca en un club de futbol con su correspondiente cancha abandonados. Sobre el terreno de juego en vez de césped hay piedras y las líneas del campo de juego están marcadas en surcos vaya a saberse desde cuándo. Veo que el camino sigue, pero opto por regresar ante el peligro cierto de que la excursión continúe sin mí. En la tarima metálica pido a un turista brasileño que me tomé la foto; más tarde en la combi me daré cuenta que ninguno de los dos sabía exactamente hacia qué lugar posar y apuntar para captar el consabido cerro. Son gajes del oficio, me digo.
La guía nos enseña rudimentarios instrumentos musicales construidos con plantas de la zona: un palo de lluvia y un chas chas; ambos suenan gracias a las semillas que se almacenan en su interior. Además, nos presta una quena pequeña y que manejo no sin cierta torpeza.
Los cardones y cactus dejan verse en mayo número a medida que nos aproximamos a la altura en que proliferan. Solo se los halla en esa franja, ni debajo ni por encima. Son plantas que crecen muy lento para lo que son nuestros estándares de tiempo; la media es un centímetro por año. Veo ejemplares de cinco o más metros de alto y me resulta imposible no hacer los cálculos sobre sus edades. De acuerdo con Adriana viven 250, más adelante otro guía dirá que llegan hasta 600. Saldo el entuerto en 400 y me parece un promedio lógico para semejantes exponentes. Nos aportan un dato muy interesante: la única madera de cardón que sirve es aquella extraída de ejemplares que murieron y se secaron de manera natural; proceso que también toma su tiempo, por supuesto.
Tal como viene ocurriendo desde que desembarqué en estas tierras, vuelvo a encontrarme con seres mágicos. Esta vez son dos: un duende cuyo nombre desconozco y al que bautizaré Pepe, y Pukllay, el diablo del carnaval. Ambos viajan en la mochila de la guía. Pepe sonríe infantilmente entre la barba y sombrero con que intenta camuflar su alma ladina. Poso a su lado al borde de una casa de estilo colonial con el reparo necesario en estas situaciones porque vengo de lidiar con la aparición del gnomo Walterio en el jardín de casa. Es sabido por todo el mundo que estas criaturas no son de fiar. Y si en ellos no es posible depositar nuestra confianza, menos todavía en un demonio como Pukllay. Me queda como consuelo que al menos él se muestra tal cual es. Accede a tomarse una foto, nos damos la mana y miramos a cámara antes de que cada quien siga con su vida. Lo veo alejarse ansioso porque en pocas semanas será desenterrado para participar del frenesí carnavalero.
Frenamos en el monolito que indica el punto exacto por donde pasa el Trópico de Capricornio. La gente se congrega en torno al obelisco señala el punto para apreciar algo que no se si saben qué significa. Dudo de lo que creo y veo. Dudo y avanzo.
En la siguiente parada me ofrezco como aprendiz de alfarero y consigo superar con lo justo el test que aplican a los chicos entre 8 a 12 años que desean aprender el arte. El desafío es monstruoso y e impone desprender una cazuela que el artista termina de formar con barro en el torno. Ese es apenas el primer paso, luego debo depositarla sobre una bandeja sin romperla ni deformarla. Aunque el objeto resulta extremadamente maleable y húmedo completo el test con éxito y me alegro porque es quizás una evidencia de que mi frágil talento para las manualidades decide al fin exhibir cierto progreso.
Las chicas que nos guían en la fábrica de artesanías hablan con un acento regional que de tan marcado parece impostado. La cadena del discurso me cautiva hasta que compruebo que todas lo repiten de la misma manera, chistes incluidos, sin variar nada. Estoy seguro que si cierro los ojos no podría distinguir la voz de cada una.
Cuando reanudamos viaje, Adriana nos apunta que allí en la ladera de la montaña, si prestamos atención veremos a un duende gigante que nos saluda. El ser, agrega, lleva gorro.
Afortunadamente mi imaginación está dispuesta y tengo cierta propensión favorable a estos juegos, así que encuentro sin problemas al sujeto. Nos saludamos en silencio. Respeto y distancia.
Finalmente arribamos a nuestro destino. Imagino que estamos a mediados del siglo dieciocho y camino a través de las callas de piedra de Humahuaca. Quedo fascinado con las veredas angostísimas y los desagües de metal con forma de boca de ganso. Los autos zizgzaguean en calles construidas con el espacio justo para que transiten carretas y carros. Hay poco movimiento y disfruto el silencio. Lo busco. Desde ayer al mediodía casi no hablo y es una experiencia liberadora.
Reaparece Pukllay. En época de carnaval vale todo, dice el guía, pero advierto que es un grito para la tribuna. Cuando nos cuenta detalles de los festejos resulta evidente que las libertades que tienen varones y mujeres durante esos días no son las mismas. Detalles. Vino. Sexo. Descontrol. Y responsabilidades que surgen a los nueve meses. Toda cortesía del agradable diablito.
Pruebo llama por primera vez. Es una carne magra y algo insípida que ni la presentación en forma de milanesa logra camuflar. Estoy seguro existen modos más sabrosos de consumirla, tal vez como cazuela. Seguiré investigando.
Recién cuando estamos regresando advierto que este no era el destino que me correspondía hoy. Consulto a la agencia y me confirman que hubo un cambio de planes a última hora y estuvieron obligados a efectuar un enroque de excursiones. Todo bien. Fue un día tan intenso y llevadero que estas sutilezas ni siquiera me interesan. Viajar es soltar, relajarse y aceptar los imprevistos.
*Publicado en la revista «Chaqueña» de diario Norte el 28 de mayo de 2023.

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