2%

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca

Vuelo demorado, vuelo demorado. Lo único que oigo es eso. Vuelo demorado, vuelo demorado y mi vida que se derrite con el azote de las suelas en el pasillo. Me diluyo, soy espuma, soy bilis. Una roca desmoronándose por el resultado de sus actos. Los altavoces se inflaman y me ilusiono con que las pisadas sigan de largo, paralizada con una esperanza que dura menos que el deseo y concluye en desazón.

Por un momento pensé que existía la chance de que las cosas terminasen de otra manera. Había calculado que cortándole el cuello dos horas antes del vuelvo tendría tiempo suficiente como para llegar al aeropuerto y subirme al avión que me depositaría bien lejos de esta ciudad. Como era domingo tendría problemas con el tránsito y para cuando se dieran cuenta de lo ocurrido me encontraría al sur del país y, muy probablemente, del lado de la frontera. A partir de ese momento podrían buscarme cuanto quisieran, les deseaba mucha suerte. Estaba segura de que sería esfumarme si planeaba cada paso con suficiente antelación y me aseguraba de dejar rastros que sumieran en el desconcierto a mis captores.

Ciertamente pensé que la faena habría a ser más sencilla, un tajo acá, otro allá y listo; porque eso es lo que me había vendido el cine durante décadas. Nada más alejado de eso que la realidad, no hay glamour, nada se produce al instante; el otro se resiste y no cumple su rol de actor de soporte. Tampoco es que se limite a arrojar golpes zonzos, vean si no cómo quede. En suma, la verdad es muy distinta a las mentiras de Hollywood. Y eso que él reaccionó después que le abriese el cuello con el filo de la hoja. Además, no actué con violencia, porque sabía que llevaba las de perder. Tuve la precaución de agarrarlo con la guardia baja mientras miraba la tele, me acerqué por detrás y le di un beso libidinoso a la altura de la oreja, como tantas veces en el pasado. Empezó a relajarse, apoyé mis labios y susurré perdón en el mismo momento en que deslizaba el cuchillo.

Me sujetó con una fuerza que no le conocía, gruñendo sin conseguir articular palabras a causa de la nueva sonrisa que engalanaba su garganta y contorsionándose de modo feroz. Hundió mi cara en la remera que iba humedeciéndose, tragué un poco de su sangre y temí que aún fuera capaz de devolver el ataque. Imaginé a los policías viéndonos enredados en un abrazo mortal, fotografiándonos al pie del sillón. Él siguió forcejeando hasta que sus quejidos y agarrones empezaron a ceder. Su pecho ascendió en un esfuerzo por cambiar el rumbo de los acontecimientos y se desplomó. Después hubo un silencio duro solo interrumpido por mis jadeos. Me recompuse y aseé, salí a la calle como si aquí no hubiera pasado nada.

Entenderán ahora la frustración que tengo con el pésimo servicio de la compañía aérea. No sé para qué alardean de su eficiencia, la rigidez prusiana de los horarios de despegue y aterrizaje de sus aviones y una lista eterna de beneficios si al final la burbuja de promesa estalla a la primera de cambio. Un asterisco al pie anuncio —porque siempre hay la letra pequeña al final de cualquier producto o servicio—: eficiencia estimada en base al promedio anual, pueden surgir imprevistos. Gracias. Muchas gracias, a ustedes por avisármelo. Muy amables. Pero, díganme, ¿para qué me sirve ahora que tengan 98% de puntualidad? Les aseguro que para nada porque cuando la estadística es aniquilada por una ventisca que a mil kilómetros de distancia obliga al avión que se encuentra allí a retrasar su despegue, una se queda con las palmas en arriba clamando al cielo y al infierno. Menos aún si en su lugar se alza un 2% abominable exhibiendo su sexo erecto y lubricado al que soba con ambas manos. Y me refiero a un número dos gigantesco, de al menos tres metros de altura, serpenteante, que se inclina para analizarme más de cerca y al que le basta una seña diminuta para que gire contra la pared, extienda los brazos en alto y quede lista para el cacho que acomete sin cuidado contra mis cavidades. Somos pares, somos iguales, su miembro se divide para penetrarme simultáneamente. Los pasos que se acercan marcan el ritmo de sus embestidas.

Vuelo, paso, demorado, paso. Vuelo, paso, demorado, paso. En este escenario, lo que hice en la casa diríase que es el menor de los problemas, porque desde el primer momento estuve preparada para que el fantasma me diera caza en algún punto. Sabía que sería cuestión de tiempo, aunque no niego que hubiera querido disfrutar un poco más las mieles de esta nueva vida. Tal vez perderme entre las montañas en alguna cabaña remota, como en las películas —sí, otra vez, engañada por el cine—, hasta que luego de muchos años mis actos, convertidos en sheriff del condado, llegarían hasta ese lugar perdido de la mano del hombre en que pasaba mis horas y anunciarían su presencia con tres golpes de la aldaba. Por eso el verdadero drama está dado por lo que representan los pasos aproximándose desde atrás a la par que mi existencia queda reducida a un ovillo en la antesala de la puerta de embarque con el 2% parado frente a mí con la bragueta todavía baja y sonriendo al mejor estilo Pol-Pot.

Son esos segundos que se antojan eternos los que te permiten repasar los últimos meses de vida y, al igual que los ajedrecistas, prever el inevitable jaque mate hacia el que lo conduce su rival cuando todavía faltan varias jugadas para que ocurra. De la misma manera contemplo la caída de mis planes barridos por una ventisca a mil kilómetros de distancia. La tormenta nunca está donde se anuncia.

* Publicado en la revista «Chaqueña» de diario Norte el 25 de junio de 2023.

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