
Por: Marco Fernández Leyes
Estoy sentado bajo la ventana que da al patio de casa, una densa cortina de humo cubre al sol y la realidad es envuelta con un manto poroso que fluctúa entre cobre y gris. Una sutil vibración emana de la cubierta amarillo fosforescente del libro que sostengo entre mis manos y asciende por mis dedos, cabalga sobre los vellos de mis antebrazos, escala a mi cuello y penetra dentro mío sirviéndose de mis ojos. Estoy al fondo de la última página con la vista dando vueltas alrededor del punto final de “El muñeco” de José Retik. Mi cuerpo se estremece, siento una mano invisible que se apodera de mi cuerpo, gesticulo, intento comprender lo que hay antes de ese punto final y, sobre todo, lo que viene después. Me río a carcajadas y golpeo mi mano derecha contra el muslo. Lo hago porque quiero, ¿lo hago? ¿Porque quiero?
Las luces del patio se encienden, el clima se prepara para que se corra el telón e inicie una nueva función nocturna. ¡Qué propicio!, pienso, mientras voy cayendo en cuenta que Retik se salió con la suya una vez más. Maldito titiritero.
Reconozco que en parte fue error mío, debí prever que algo así pasaría. No es la primera vez que lo leo y sé muy bien que Retik no es un tipo cualquiera, sino uno de los exponentes argentinos más elevados de lo que el maestro Alberto Laiseca dio en llamar realismo delirante (NdeA: un género que no es ni delirio ni realidad, sino las dos cosas juntas, potenciándose mutuamente). Pero hay algo más: Retik es un muñeco. Así como lo leen. Solo que lo disimula muy bien, porque está construido siguiendo las directivas del más exigente ventrílocuo. Por ese motivo el luthier que lo fabricó se tomó el trabajo de conseguir que su creación imite el comportamiento y la fisonomía del hombre en los detalles más mínimos. ¡Si hasta tiene anteojos, barba, canas, vestimenta a tono para la presentación y sonríe del modo enigmático en que lo hacen los bicharracos de madera!
La historia de mi primer contacto con el autor se remonta a varios años atrás, cuando tomé contacto con sus textos. Empecé a sospecharlo que algo se cocinaba en la parte trasera de la historia cuando leí “Los extraestatales” (2020), su primera novela. Dos años más tarde volví sobre el asunto al recorrer las páginas de la segunda, “Cine líquido” (2022), y lo confirmé ahora que cierro la tercera, traída hasta mí por Borde Perdido Editora, al igual que las anteriores. A este punto solo falta que me mande un audio diciéndome “date cuenta, pibe. Espabílate” o que al regresar de laburar me encuentre un afiche pegado en la puerta anunciando la fecha del próximo show. Nada me sorprendería.
Como sea, me percato que llevo mucho rato cautivado por la sonrisa lila del muñeco a bordo de su motocicleta en la tapa del libro. Allí radica la potencia de esta obra: su capacidad de depositarnos en una realidad que de tan enajenada se parece dramáticamente a cualquier escena de nuestra vida cotidiana, mientras el tiempo escapa aprovechando que el semáforo le da onda verde. Asisto a la burocracia estatal infinita, insoportable, como una mancha de alquitrán que se cuela en cada rajadura. Veo su rastro en cada sitio y la imposibilidad de removerla me remonta al estilo de castigos absurdísimos tenían por costumbre aplicar ciertos dioses. (NdeA: no pidan que los nombre. No soy tan gil como para enemistarme con ellos) ¿Cómo pretender, entonces, que la cordura siga junto a nosotros si estamos condenados a atravesar una serie de requisitos y pasos que no tienen ton ni son?
El libro abre con una frase que simula ser de lo más pueril, pero que activa el mecanismo de relojería destinado a atraparnos: “Como el dolor era insoportable, el médico me indicó que me colocaran una férula. Cada situación futura tendrá su origen en ese momento.
Afuera anocheció. Enciendo la luz de la lámpara para no quedar a oscuras y navego ante una posibilidad inquietante: nada de lo vivimos, pensamos o sentimos nos pertenece, sino que viene dictado por una fuerza superior que nos doble y dirige a gusto y placer. Un maestro de marionetas endemoniado a quien solo le interesa que se cumpla a pies juntillas con el guion que escribió para nosotros (y del que convenientemente nos ocultó varias escenas para que vayamos conociéndolas en vivo, junto al resto de la audiencia). Está claro que no le importan las consecuencias; siempre que la obra se ejecute él será feliz.

¿Soy yo un muñeco? ¿Lo es Retik? ¿Y el muñeco? ¿Tal vez vos, lector? La imposibilidad de establecer el inicio de este círculo delirante es lo que me cautiva y al mismo tiempo obliga a que mis manos reabran el libro en el capítulo I de la Primera Parte para volver empezar. Me siento impulsado por una fuerza que me excede, mis atraviesan los párrafos accionados por un mecanismo del que no tengo control. Mis manos continúan ahí, prestar a dar vuelta las páginas, pero las siento extrañas, ajenas, rígidas, como talladas en madera. Sigo las evoluciones del texto abriendo y cerrando mi mandíbula que bate hacia arriba y abajo, accionada por un botón oculto dentro mi tráquea. Evalúo la necesidad de que un especialista revise esta rigidez que desciende por mi cervical y me obliga a una pose estática. ¿Quién estará dispuesto a mirar en mi interior? Un último chispazo de voluntad me permite interrumpir por un momento la conexión con el libro y veo mi reflejo en el vidrio de la ventana. Por primera vez soy yo, Marco, el muñeco.
* Publicado en www.noticierio9.com.ar el 21 de septiembre.
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