En el momento menos pensado

Por: Marco Fernández Leyes

Ocurrió sin razón alguna. Claudia me miraba con la boca congelada y los párpados le temblaban del mismo modo que cuando iba a llorar. Estábamos en la plaza, recostados hombro contra hombro. Yo leía; ella, escribía. Gimió levemente y repitió tres o cuatro veces algo que no pude comprender.

—Basta, deja de boludear. —Recuerdo que le dije sin levantar la vista del libro. Estaba convencido de que se trataba de otra de sus bromas, hasta que enmudeció.

Su silencio y el terror con que me miraba fueron indicios suficientes para darme cuenta que aquello no estaba para nada bien. Reconozco que tal vez perdí un poco los estribos. ¡Claudia, Claudia! ¡Contestame! La zamarree y se largó a llorar en silencio.

—¿Me escuchas?
Sus ojos clavados en los míos sin respuestas.
—¿Qué te pasó?

El ceño fruncido y las manos que reptaban una sobre otra incontrolables.

—Hablame. Por favor.

Un mecanismo invisible se activó y Claudia movió la boca. Sin embargo, lo que decía no tenía ningún sentido para mí. Le quité el cuaderno del regazo y reiteré por escrito mis preguntas. Al final anoté una instrucción inconfundible: ESCRIBIME.

Claudia sostuvo la birome, leyó mi mensaje y dejó que la mano corriera sobre el papel. Intenté mirar para otro lado mientras la dejaba hacer, así no se sentía presionada por mi impaciencia. Al cabo de un tiempo me dio unos golpecitos y dejó caer el cuaderno entre nosotros. La hoja estaba repleta de anotaciones hechas con una letra muy apretada y cuando la acerqué para leer caí en cuenta que eran puros garabatos. Nada más que una sucesión de palos, líneas y curvas que simulaban muy bien el lenguaje escrito pero que no significaban nada. Todo era producto de una mente desquiciada: la de Claudia.

La sacudí con mayor intensidad para ver si así conseguía que reaccionase. Mis gestos se hicieron más ampulosos y elevé el volumen de la voz. También me aproximé a su cara y articulé cada palabra muy lentamente, nos encontrábamos tan cerca uno del otro que mis labios percibieron los diminutos bellos que le cubrían la mejilla. Ella retrocedió de inmediato como un animal que se siente amenazado. Quise seguirla y la luz de los faroles me encegueció.

Alcé los brazos e intenté formar letras rudimentarias con ellos para ver si de ese modo Claudia fuese capaz de devolverme alguna respuesta. Necesitaba saber qué le pasaba. Debo suponer que el espectáculo que monté fue de tal magnitud que pronto quedamos rodeados por un grupo de curiosos que lo único que consiguieron fue que los dos nos pusiéramos más nerviosos. La vista me ardía de modo inexplicable y me pregunté cómo era posible que las autoridades permitiesen ese tipo de luces en espacios públicos; supuse que los demás estarían cubriéndose los ojos, pero me equivoqué, parecían tolerarlas sin mayores contratiempos. Como si de una noche cualquiera se tratase. Cerré el libro e insistí una vez más con Claudia. De algún modo debía romper el cerco que la envolvía.

—No voy a lastimarte Claudia. Únicamente necesito saber si estás bien.
—…

En el cuaderno anoté en mayúsculas ¿ESTÁS BIEN? ¿VAMOS AL MÉDICO? Ella me lo arrebató y escribió velozmente, casi furiosa. Al final el resultado fue el mismo, una serie de desvaríos ajenos a mi entendimiento.

Creo que fue luego de eso cuando la gente empezó a hablar en voz cada vez más alta. Algunos gritaban, otros nos insultaban y ese caos terminó de alterarme. Sujeté a Claudia por un brazo y atravesamos juntos la multitud hasta que una vez que la superamos ella se soltó y se alejó varios pasos por delante. Intenté alcanzarla y hablarle, pero me apartó con un movimiento de la mano y dijo algo que, en el caos de sonidos al que se había reducido su hablar, no comprendí. Trataba de evitar que se hiciese daño. Cada vez que me ponía a la par ella se alejaba con zancadas más largas.
Está bien, está bien. Es normal que reaccione así, reflexioné en una pausa para darle algo de distancia. Di por hecho que se detendría al llegar a la esquina, pero mi criterio no era el suyo y caminaba sin intenciones de aflojar el ritmo. Era un peligro permitir que cruzase la calle en ese estado.

Me arrojé a una carrera enloquecida para detenerla y sus ojos vibraron de pavor cuando se dio vuelta alertada por el estampido de mis pasos. Por un instante creí que sería capaz de extender mis brazos y extraerla del pozo desquiciado en el que había caído. Ella era lo único que me interesaba. Prolongué tanto como pude mis dedos, llegué a rozar la tela de su remera y, en el momento que me disponía a apretarla contra mi pecho, Claudia, huyó. La seguí entre suplicas y nos adentramos en la avenida; el quejido de una bocina me atravesó el cuerpo. Fue evidente que el colectivo no tendría tiempo de frenar, vi el horror en la boca del chofer. Salté y empujé a Claudia para alejarla del impacto. Noté el chasquido de mis costillas al quebrarse, mis piernas aplastadas por las ruedas y el paragolpes hundiéndose en mi frente.

Afortunadamente eso sirvió para que Claudia volviese a hablar en un idioma comprensible. Está triste, sí; pero los calmantes la mantienen tranquila y el tiempo hará de a poco lo suyo. Insiste con que yo empecé a decir cosas sin sentido, que me alteré muchísimo, le grité y le quité el cuaderno para dibujar garabatos. Esos mismos que exhibe una vez más a las autoridades. Ella muestra lo que me escribió en perfecto español: «¿Te sentís bien, Sergio? No sé cómo ayudarte» y una serie de preguntas que nunca respondí. Mejor dicho, lo hice en la página siguiente con unos trazos carentes de sentido. Cuando comencé a seguirla (me persiguió, dice la traidora) se asustó y corrió hacia la avenida para alejarse cuanto fuera posible de mí. Ahora todo se apaga. Solo quería ayudarte.

* Publicado en el suplemento Chaqueña de Diario Norte el 29 de septiembre de 2024.

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