Fingir demencia

Por: Marco Fernández Leyes
—No recuerdo cuándo fue la última vez que estuvimos acá.
—Capaz hace unos seis o siete años, no sé.
—¿Tan poco? Hubiera jurado que pasó mucho más.
—La verdad no es algo que me importe mucho. ¿Vas a pedir algo?
—Cualquier cosa. Lo mismo que vos.
—¡Mozo! Bueno, apuremos porque no tengo mucho tiempo, ¿qué necesitas?
—Quedate tranqui, también quiero que esto termine rápido. La cuestión es que los últimos días no dejo de pensar… Hace una tarde tan linda, ¿no? Muy parecida a aquella en la costanera con el río que nos encandilaba, los árboles perfumados. Había mucha paz. Escuchábamos Against all odds.
—¡Phill Collins! Nunca entendí cómo te gustó ese tipo.  Es un pretencioso de cuarta.
—Como sea. No es ese el punto, a lo que voy es…
—¿Qué desean?
—Un café doble y para mí un poco más de soda. Gracias.
—Enseguida sale.
—¿Dónde estaba?
—En el pelado Collins.
—La cuestión es que no puedo seguir de esta manera. Hay cosas que no deberían permitirse.
—Sin dudas esa no lo estaba antes, ni ahora. Pero, lo más grave, es que te das manija en vez de olvidarte del asunto. Nos encargamos de arreglar todo para que nadie dijese nada. Así que mi consejo es que te relajes, leas un buen libro, escuches algo de música. Probá con caminar. Tenés demasiado estrés. Guarda con tu brazo que viene el mozo. Ponele un poco de azúcar al café así te levanta el ánimo.
—Es que ya me había olvidado del tema y todo iba de lujo. Hasta el fin de semana.
—No tengo idea a qué te referis.
—Me llegó esta carta. Leela a ver si seguís en modo zen.
—…
—¿Ahora entendes?
—…
—¿Y?
—Para un poco que todavía no termino. No entiendo. Es imposible. Estaba todo arreglado.
Las dos sombras salieron juntas del café, se despidieron con frialdad ante el atardecer fresco y el tránsito agitado. Sombra A buscó el celular en uno de los bolsillos de la campera de media estación. Llamó y nadie atendió. Escribió sin mirar por dónde caminaba. Entró a un estacionamiento y al rato salió manejando. Las luces rojas desaparecieron más adelante. Sombra B cruzó la calle por mitad de cuadra, esquivó un taxi y una moto le rozó la espalda con el retrovisor. Se escabulló entre el gentío y paró frente la vidriera de una tienda de artículos deportivos. Transcurrió un rato expectante mientras extraía la carta del bolsillo trasero del jean. Recorrió los dobleces, jugó con ella entre los dedos sin abrirla. Volvió a guardarla y reanudó la caminata, dedicando miradas furtivas a la gente con que se cruzaba como un conejo en la nieve.
Un choque entre motos hizo que Sombra A disminuyese la velocidad y atravesase muy lento la intersección de avenidas. Una policía pitó y le indicó que se apurase. Quiso comprobar la hora y notó que los indicadores del tablero digital estaban alterados, las cifras saltaban enloquecidas componiendo signos desconocidos.
Sacó del bolsillo el celular que sonaba con insistencia y deslizó el dedo hacia arriba, pero la pantalla no reaccionó. En cambio, continuaron sonando los acordes iniciales de Hotel California que tenía como timbre personalizado. Intentó con el lector de huellas, nada. El número que llamaba tenía una característica que no reconoció. Estacionó. La canción seguía in crescendo y sonaba muy por encima de las capacidades físicas del dispositivo. Intentó sin éxito contestar o colgar y decidió que lo más conveniente sería pulsar el botón de reinicio. El silencio fue inmediato durante unos segundos. Luego las guitarras eléctricas regresaron a máxima potencia convertidas en un grito distorsionado. Evaluó la posibilidad de lanzarlo a través de la ventana y alejarse tan rápido como fuese posible; pero era un modelo de última generación que le había costado un buen dinero. Optó por sentarse encima y retomar la marcha. El ruido se atenuó, pero las vibraciones lo penetraron y recorrieron cada rincón de su anatomía, reemplazando los sonidos propios del cuerpo por el rasguido inhumano hacia el que mutó la melodía hasta apoderarse de los latidos y la respiración. Detenido en una nueva luz roja, Sombra A, sintió que el tiempo fluctuaba de manera anormal. Cuando el indicador pasó a verde, apretó acelerador sin conseguir que el auto se moviese. Una bola de reflujo le recorrió la garganta, contuvo las arcadas hasta que los labios liberaron la presión y dejaron fluir un rugido que inundó el habitáculo en el mismo momento en que notaba como recuperaba el control del vehículo que reanudaba la marcha como si nada. Todo de vuelta a la normalidad; excepto por su boca que seguía abierta como si de un amplificador a válvulas se tratase y le resultaba imposible cerrarla. El esfuerzo le dañaba las cuerdas vocales y tenía la impresión de que una mano gigante e invisible estuviera comprimiéndole la cabeza.
Alrededor, el mundo, seguía su curso. Permitió que una madre con su bebé cruzara la senda peatonal. Desde dentro del cochecito cubierto con una lona alta, a la usanza de comienzos del siglo veinte, emergieron unos tentáculos terminados en garras. La mujer giró para agradecerle la cortesía con un gesto de la gelatina infecta que llevaba en vez de rostro. La mamá y su pequeño fueron recibidos al otro lado por una criatura varias veces más alta que un humano promedio. Era delgada y con movimientos suaves avanzó para ayudarlos a subir a la vereda. Las notas iniciales de Against all odds inundaron la cabina. La melodía navegó sobre los vellos de su piel y Sombra A, que conducía como un autómata, se encontró en un sitio que no visita hacía largo rato.
La carta estaba escrita con caligrafía apretada y precisa. No perdía el tiempo en anécdotas inútiles, era breve y culminaba con una firma desproporcionada que abarcaba todo lo ancho del papel. Era imposible que aquella cosa existiese, ni que hubiera sido escrita y depositada en el buzón de encomiendas del edificio, pensó Sombra B mientras repasaba una vez más el texto sin desatender el recorrido del colectivo. Sin embargo, superada la estupefacción inicial, supo quién la escribió, aunque no estuviese firmada. La unidad se sumergió en una tubería de aguas servidas y la inmundicia ingresó a través de las ventanillas. Sombra B se halló sola, sin el tumulto provocado por los pasajeros con quienes viajaba un instante atrás. La presión ejercida por el líquido comprimió el lugar y dio por hecho que su existencia quedaría reducida a un punto indetectable en la vastedad del espacio-tiempo. El interior del colectivo siguió estrechándose hasta que solo hubo sitio para Sombra B y la hoja. Una luz roja se encendió sobre su cabeza seguida por un pitido.
Al bajar tomó el celular y llamó a Sombra A. Del otro lado la derivaron al buzón de voz. Colgó y siguió caminando. Volvió a intentar hasta que Sombra A contestó eufórico.
—Disculpa que no te atendí, no podía bajar el volumen.
—¿De qué hablas?
—La música de fondo, no aguanto más, me aturde.
—¿Dónde estás?
—En el auto, yendo a casa. Deja de hacerte como que no pasa nada.
—Créeme que sí pasa. Necesito que volvamos a vernos.
—¿Qué?
—Cara a cara.
—No escucho nada.
—Te escribo un mensaje.
—No sé qué me pasó. Fue algo rarísimo. Era como si tuviera la música dentro de la cabeza y no podía apagarla ni silenciarla.
—¿En serio no sabes?
—¡Otra vez con esa carta de mierda! Es una gilada. No hay que darle importancia. ¿Entendes? Es nada más que la obra de algún chistoso.
—Tu capacidad de negación sigue asombrándome.
—Es imposible negar lo que nunca ocurrió.
—¡¿Qué?!
—Eso que escuchaste.
—No podés ser tan imbécil.
—Poneme a prueba.
—No hace falta. Basta con recordar por qué dejamos de vernos.
—Volves a ponerte en rol de víctima. De nuevo la misma historia.
—Espero que no pienses negarla también.
—Siempre te gustó ese juego.
—Hace lo que quieras, no sé para qué te contacté. Voy a hacer la mía y listo. Que conste que puse toda mi voluntad. Esta vez invito yo ¡Mozo! Acá tiene, quédese con el cambio.
Sombra A revolvió el café y la cuchara giró formando un vórtice que incrementó su atracción y amenazó con engullirlo. Negar, negar, negar hasta que la verdad tuviese la consistencia del granito. El pasado estaba resuelto, listo, terminado. El líquido cada vez más espeso entorpecía el desplazamiento de la cuchara. Solo era una broma pesada. Incluso podía ser que Sombra B hubiera encontrado la forma de ingresar a su mente e implantarle un recuerdo artificial como venganza de los padecimientos que según ella había atravesado por su culpa ¡SU CULPA! ¿A cuál de las dos pertenecía en realidad el posesivo? Esa criatura no llevaba una placa con su nombre. En ningún lugar decía “Propiedad de Sombra A. En caso de extravío comunicarse al número que figura a continuación”. No. En un proceso que fue menos gradual de lo que hubiese deseado, el escenario quedó expuesto y la protuberancia creció haciendo que fuera imposible ignorar su presencia.
Mira a lo que llegaste con tal de tomar revancha. Seguís portándote de la misma manera que cuando éramos adolescentes. Sos capaz de crear cualquier fantasía para meternos a todos dentro y no dejar de ser el foco de atención, la pobrecita que necesita ser contenida, obligándonos a ejecutar la coreografía que tanto te gusta. Nunca dudé que estabas tocadita del bocho. Así y todo, debo reconocer que jamás creí que tuvieras la audacia de traer al presente aquella tarde. Fue una movida atrevida de tu parte, considerando que fuiste la de la idea y, ¿sabés qué? No voy a pisar el palito dos veces. Andate y déjame de en paz. Me cansé de bailar para vos.
Sombra B llevaba la carta convertida en un bollo con la premisa de arrojarla al primer basurero que encontrase. Una vez desprendida de esa brasa, podría seguir fingiendo que nada ocurrió. Era cuestión de copiar a Sombra A. Nada había existido. Ni aquella tarde. Ni el ronroneo del río que atestiguaba silencioso lo que sucedía bajo la arboleda de la costa. Ni siquiera los dedos de Collins sobre el piano. En esa nueva línea temporal la memoria no le pesaba. Tampoco ardía el papel que apretaba en un puño, porque estaba vacío y lo sabía sin necesidad de abrirlo. El aroma de los árboles y flores era también una esencia nueva e igualmente ficticia.
La consciencia sobre los hechos que perturbaban fue desgajándose al punto que le resultó muy difícil comprender por qué se había hecho tanta mala sangre en vez de disfrutar de la vista privilegiada que le ofrecía la naturaleza.
La única cosa que permanecía inmutable en esta renovada realidad era la costanera y su belleza magnética. Los asientos y barandas, la calma del río que dominaba la vista hasta perderse en el horizonte a ambos lados y el ronquido del auto con las revoluciones a tope. Dolió solo unos segundos, los suficientes para oír por última vez el parloteo desquiciado de Sombra A.
* Publicado en el suplemento Chaqueña de Diario Norte el 14 de septiembre de 2024.

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