El secreto es revolver bien

Por: Marco Fernández Leyes

Hoy solamente es cuestión de practicar un poco. Abrir la boca, sacar la lengua, estirar los dedos. Relajar. Elevar los hombros, dejarlos caer; cuello a un lado y al otro. Exhalar. Rotar tobillos, masajear los cachetes, muy suave, con cuidado de no irritar la piel. Sonreír. Un poco más. Tensando, pero sin forzar. Así, bien.

La calle es un caldo espeso a través del cual derivamos sin rumbo hasta que nos fundimos en una sola cosa. Será por eso que no sé si hablar de mí, él o nosotros. Ese producto amorfo de la cocción diaria, tan humano en su aspecto exterior, se desliza por las veredas imitando el movimiento de un huevo crudo al que solamente una fina cáscara lo protege del colapso.

Este producto, o sea yo, camina sin esperanzas. Me encuentro dentro de un vórtice que me absorbe a las instancias más profundas y primitivas del caldo; el lugar en que la cocción alcanza temperaturas imposibles. Es cuestión de insistir, repito. Hubo una época, no hace tanto, en que cargaba los currículums vitae en la mochila, cada uno dentro de una carpeta (primero plástica, luego de cartulina, después abrochados y, al final, como hojas sueltas que entregaba al azar) o en pedeefe cuando los tiempos me obligaron a renovar la estrategia. Hoy me río de todo aquello. ¿En qué pensaba? Ese pendejo corrió la misma suerte que el zapallito verde al caer en el agua hirviendo, fue el primero en desintegrarse.

Busco un remanso y me detengo en la esquina, bajo el alero de un edificio, desde donde me permito contemplar los restos de mi vida que todavía flotan aquí y allá. Veo pasar una plataforma que parece segura, es una plancha rectangular de bordes corroídos, se acerca hasta donde estoy y descubro que se trata de una de las fotos del álbum de las vacaciones en familia a mitad de los dos mil. Sonreímos con los pies sumergidos en un río de aguas cristalinas que contrasta con la opacidad de esta mole que se arrastra frente a mí. La imagen se diluye y cambia, ahora aparecemos ella y yo solos con melenas al hombro, lentes espejados y el mar brasileño de fondo durante la luna de miel. Qué bien simulábamos la felicidad; aunque algunas costuras aparecían en las sonrisas o en el modo en que entornábamos los ojos. Solo era cuestión de saber dónde mirar. Todo eso quedó atrás y no tengo miedo de reconocerlo. Ya no. Al contrario, cuanto menos me resista, más rápido se integrará en el menjunje y aportará su toque distintivo, algo azafranado y astringente. La mayoría rechazaría morder un limón recién arrancado de la planta, ¡ah! pero si lo exprimís encima de un pollo a la parrilla o dentro de una empanada de carne seguramente lucharán hasta arrancarse los ojos por conseguir un bocado. Así que camine para el fondo recuerdito lindo que hay lugar para todos, amúchense ¡PARA ATRAAAAAAÁS! que todavía hay otros esperando para entrar.

Menos mal que este pibe ensaya hace rato la rutina de mantener la compostura a cualquier precio que si no estaríamos hablando sobre la vida de un muerto (NdeA: técnicamente sería un suicidado) en vez de referirnos a un flaco que sigue vivo y coleando a la espera de que el semáforo le habilite el paso. ¿Qué estará pensando?

Disculpame, me parece necesario que aclaremos algunas cositas antes de que el espectáculo continúe. La primera: él se lo busco. Es injusto que quieran pisotearnos o escondernos, no dejaremos a un lado nuestra esencia solo porque miren para otro lado. ¿Acaso crees que somos los primeros a los que intentan anular dejando de darles pelota? Segundo: a este caldo le falta sal. Tercero: antes de sentarte en la entrevista mírate a un espejo y arréglate un poco. No nos bancamos otra semana a base de mate cocido y pan.

Él espera que no le pregunten mucho sobre su vida, menos si posee movilidad propia. Si hay que atender al público prefiere que sea detrás del mostrador, no en la caja. Algo sencillo y repetitivo: ¿cuántos pancitos dijo? ¿Budín? Recién para el sábado. Son tres mil pesos la docena de facturas, allí la cajera le cobra. Gracias. Gracias. Gracias. Gracias. Gracias. Por favor. ¡Por favor, que el nene no toque los cañoncitos! Gracias. Lleva tanto tiempo en el asunto que no confía ni siquiera en lo que le dicen sus ojos. Pone cara de póker, se arrima al borde de la olla. Relaja la mandíbula. Revuelve por última vez el líquido burbujeante y espeso. Compone la cara más amable de la que es capaz, empuja la puerta.

La verdad es que no tengo experiencia en comercios. Pero me adapto y aprendo rápido, soy proactivo. Sí, trabajo muy bien en equipo, no tengo problemas en cumplir órdenes. Sábados, domingos, feriados también en caso de ser necesario; ni un drama. Me acuerdo que compraba acá cuando era pibe, así que siento que soy como de la familia. Debe ser que por eso me tiene visto. Cuando usted diga arranco, si le parece bien mañana. Bueno, comprendo, espero su llamada o mensaje. Estaré listo por las dudas.

Tanto tiempo dedicado a la cocción para que comamos en menos de diez minutos. Mucho menos. Gracias, apretón de mando, palmada en la nunca con una confianza impostada que le revuelve el estómago. Atraviesa el pasillo con zorras que se apilan a los costados. El olor a levadura es el toque final. Pasa junto al mostrador sin que los otros vendedores le presten atención, arrastra los pies, se guía con la mano apoyada contra la pared hasta que siente el vidrio de la puerta batiente. Trastabilla una vez en la vereda, camina hacia el poste de luz, hunde la cabeza entre los brazos y vomita.

 

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