Nota mental

Por: Marco Fernández Leyes
A simple vista no había nada en él que llamase la impresión, pasaba por uno más de tantos y esa era, precisamente, la razón que convertía a Horacio en alguien distinto. Aunque para advertirlo resultaba preciso bajarse en la parada más próxima del colectivo frenético en el que nos desplazamos a través de la vida y darle un poco de charla. Algo más que “buen día”, “un pincel mediano, por favor”, “gracias” o “chau”. Sin embargo, siempre aparece la misma excusa: no hay tiempo, dejé el auto mal estacionado, tengo al nene con fiebre. Todo es correr, correr, seguir, pasar a lo que sigue y, solo cuando las papas queman y nos vemos naufragando en el guiso en que convirtió nuestra vida decidimos empezar a prestar atención. Entonces es tarde. Muy tarde.

No hay mucha vuelta que darle, Horacio, era un tipo muy jodido. Complicadísimo. Así y todo, manejaba sus rayes bastante bien frente a los clientes a quienes con los años había aprendido a sonreír, intercambiar palabras de cortesía y despedirlos hasta la próxima vez. Pero esa era solo la fachada, lo cierto es que cualquier desavenencia podía despertar el lado B de su personalidad y, cuando eso ocurría, no tenía vuelta atrás. A veces era el modo en que le pedían una lija ultra fina con exagerado detenimiento en la propiedad del material, lo que para él implicaba una especie de burla. ¿Acaso crees que solamente Picasso pintaba? Otras el cortocircuito nacía con un pago en efectivo que obligaba a entregar vueltos en billetes y monedas. Aquí tiene su cambio, son 83 pesos y setenta centavos. Y la térmica saltaba de modo sutil. A veces pasaba con el tronar de los nudillos o un “ahá” tirado al pasar, gestos muy vagos e inadvertidos del mismo modo que el cuaderno apoyado al lado de la registradora. Era un ejemplar de tapa dura con renglones y laminado azul que no despertaba ningún sentimiento en particular. Allí anotaba Horacio nombre del cliente (si sabía o rasgos notorios), fecha y motivo de la ofensa. Los ejemplares estaban ordenados en números romanos y el comerciante asentaba las observaciones apenas salían del local.

Cada noche, en su casa, volcaba las anotaciones en fichas que mantenía ordenadas en un catálogo. Había una por persona y era posible recorrer el historial de calumnias de cada quien. Al final la tarea se preparaba un café negro, sin azúcar, y elegía una tarjeta al azar con el objetivo de reconstruir hasta el detalle más insignificante la situación que provocó su ira. Casi siempre caía en el mismo recuerdo que seguía provocándole un regurgito amargo toda vez que repasaba lo ocurrido. Muchos años atrás una clienta compró dos baldes de pintura al latex premium de veinte litros, cinco rodillos de los grandes, tres brochas anchas y cuatro litros de thinner. Horacio terminó cobrándole cualquier cosa, un precio muy por debajo del que correspondía, perdido como estaba con el sudor que resbalaba por las tetas que asomaban a través del escote del amarillo claro que delineaba los detalles del encaje del corpiño que las sostenían. Raquel López. Horacio pensó en buscarla en la guía telefónica y reclamarle; luego de masticar bronca se prometió que le cobraría cada centavo de interés cuando regresase para reabastecerse. Pero ella nunca volvió a aparecer. Diecinueve años habían pasado. Los intereses seguían acumulándose en una tabla que actualizaba mes a mes. Bebió el café, frío a esta altura, y guardó la ficha.

Horacio trabajaba solo. Durante un tiempo tuvo empleados que renunciaban hartos de las excentricidades y taras del tipo que llegaban al punto de obligarles a cumplir las pautas de un manual diseñado especialmente para completar el Registro de Ofensas. A Horacio lo ponía de la cabeza ver que era el único que asentaba eventos y lo reclamaba cada tanto. Cuando se fue el último personal encontró en la soledad un oasis desde el cual pudo dedicarse a aplicar con todo rigor el consabido registro.

Entre las fichas que atesoraba en su casa ocupaba un lugar destacado la dedicada a su hermano cuando le quitó la palabra luego de que se negase a invertir veinte mil dólares para expandir el negocio. El hermano, consciente de que el local se convertía de a poco en una toldería, rio entre trago y trago de cerveza y le propuso montar un espectáculo unipersonal. Dijo que lo veía con muchísimo potencial para deleitar al público. Imaginate, pensó, te paras frente a doscientas, trescientas personas y les soltas este tipo de ideas. Te juro que los matas de risa y, de paso, te forras de guita. Horacio no lo tomó para bien al consejo.

“¡Uh, la puta madre!”. El grito atravesó las puertas de blindex a las 11.16 de la mañana de un martes. Luego frenazo y un golpe seco de dos bultos. Que se jodan por pelotudos, pensó, sin dejar de buscar en el celular a los últimos clientes que tenía atravesados en la garganta. Cebó otro mate y deseó que el ruido desapareciese. El agua estaba tibia y la yerba, lavada. Mientras giraba para renovar la infusión vio a través del ventanal que la calle se llenaba de curiosos. Elevó el volumen del televisor a tubo que colgaba en una esquina. Seguía de espaldas cuando la puerta se abrió y golpeó con violencia el tope de goma anclado al piso. La abogada que trabajaba en la oficina junto a la pinturería lo arrinconó.
—Horacio, necesitamos tu camioneta.

—¿Eh?
—El accidente, loco. ¿No ves? La ambulancia va a tardar y la mina se muere si no la llevamos al hospital.
—No anda. Se descompuso.
—Pero, si hoy te vi llegar.
—No anda. Pídanle a otro.
—Forro.

La tipa, Roxana ALGO, se llamaba, había salido sin cerrar. Otra más para la lista, tomó nota mental para registrarla luego de correr la puerta para que no se escapase el aire acondicionado y dejar al mundo debidamente afuera. Sujetó el vidrio y caminó a regañadientes. La gente formaba un círculo alrededor del hecho. Unos se tomaban la cabeza; otros se alejaban o desviaban la vista. Sintió una atracción irresistible. Dejó que la puerta se cerrase detrás y caminó hacia la muchedumbre. Permiso, permiso, gracias, permiso y enseguida estuvo en primera fila. Era evidente que la mujer tenía heridas gravísimas y permanecía inmóvil con los ojos en perfecta conexión con los suyos. Tosía de a ratos. Para la dimensión del choque había relativamente poca sangre. Una mano lo sacudió por la espalda.

—¡Tu camioneta, Horacio! Por favor, boludo. —Insistió la abogada.
—Está rota. No funciona.

La presión sobre el hombro cesó no sin antes darle un pellizco que lo condujo a una tarde de enero. ¡Claro!

—¡Qué tremendo! —dijo.

* Publicado en el suplemento «Chaqueña» de Diario Norte el 1 de agosto de 2024.

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