El sustituto

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca.

Javier estaba harto de perder horas trabajando en una ignota oficina estatal y hacía meses que rumbeaba en busca de una solución a su dilema vocacional. Le apasionaba escribir. Experimentaba una especie de necesidad fisiológica por dejar constancia de todas las historias que se le ocurrían, incluso en ese mismo momento, mientras atravesaba la avenida central, en plena madrugada. Allá iba, la mente bullendo, alejándose como luciérnaga.

Tenía por costumbre frotarse los dedos gordos, índice y anular de la mano izquierda mientras pensaba. Reapareció en la plaza frente a su trabajo y, antes de comenzar otra jornada rutinaria, frenó se recostó contra un árbol, permitió que las primeras hebras de sol lo cubrieran y se dejó llevar por la sucesión de ideas. El insomnio era su mejor amigo y lo acompañaba durante las excursiones nocturnas. Aceleró la frotación de los dedos, entusiasmado por lo que imaginaba. Quizás esta vez funcionara, pensó.

Selló y firmó una cantidad absurda de papeles. Veía en la burocracia a esos villanos de los videojuegos ochentosos que respondían de la misma manera ante cualquier ataque. Porque era lo único que sabían hacer. Porque sí. Porque eran autómatas. A las 10.15 el estómago le crujía, fue a la cocina, tomó un café negro con algunos bizcochos, quería volver a su casa, que no le rompieran más las pelotas. Sentía un cosquilleo en el brazo ¿Y si perdía la capacidad de escribir? ¿Sería la naturaleza tan forra? ¿Dios permitiría tamaña hijaputez? Conocía perfectamente la respuesta, así que mejor apurarse.

Lo consoló recordar que ninguna de sus tareas laborales requería mucho intelecto de forma tal que entre sellos y firmas pudo concentrarse a fondo en el plan que entrevió aquel amanecer. Aunque para eso, antes debía superar los obstáculos técnicos de la obra y asegurarse de que nadie sospechara. Creía estar a la altura del desafío.

Al fin servirían para algo los seis años de colegio industrial que, hasta la fecha, solo le habían dejado una colección de frustraciones y recuerdos de peleas durante los recreos. No es que Javier fuera pesimista, solo realista: más allá del saber enciclopédico, la secundaria no le había provisto amigos, un amor o algo útil para la vida cotidiana. Cuando egresó se dio cuenta que podía construir una pared a la perfección, pero no tenía idea de cómo derribar los muros que rodeaban su personalidad.

Pese a ello no se resignó, comprendió que solamente lo salvaría su capacidad como autodidacta y exploró varias posibilidades hasta que encontró su salvación en la escritura. Salvación espiritual, claro, puesto que únicamente podía satisfacer las necesidades de su mente. Para la otra, la financiera, debió aceptar el yugo del firma-y-sella seis horas al día.

Volvió a la realidad. Miró para todos lados: estaba solo. Su celular le indicó que el horario de salida había ocurrido dos horas antes. En algún punto de su abstracción había decidido adelantar trabajo y siguió pasando papeles con la esperanza de que la pila redujera al fin su altura. Arrojó la lapicera y el sello a un costado, sabía que al día siguiente tendría nuevamente cara a cara al Kilimanjaro. Se le ocurrió escribir sobre un tipo condenado a llevar una roca hasta la cima de una montaña, solo para perderla en el momento previo a llegar a destino. Así una y otra vez por toda la eternidad. Interesante. Sí, muy interesante si no fuera porque eso ya se narró, idiota. ¿Y vos te llamas escritor, literato, culto? Salame, volvé a casa a empezar tu obra, se recriminó entre murmullos.

Al llegar garabateó las primeras ideas, dibujó algunas figuras humanoides y efectuó varios cálculos. De inmediato tuvo en claro que la máquina no debía poseer inteligencia, bastaba con que pudiera replicar la misma acción sin delatarse como tal. De lo contrario habría sido facilísimo y, entonces, para qué contar la historia de Javier ¿No creen ustedes? Lamentablemente no era tan sencillo. Aquí entraban en juego argucias para engañar a la mente, adornando la realidad con un velo que impidiera observar a la máquina en acción. Así fue que dedicó el fin de semana a dar forma final a su idea. Para ello leyó novelas rarísimas que hablan de astrología, magos y máquinas astrales.
Durante semanas enteras elaboró uñas hiperrealistas que irían adheridas a piezas de aluminio que simularían las falanges de los dedos. La recreación de estas partes de la anatomía debía ser perfecta porque sabía que quienes se acercaban al mostrador seguían como cobras el movimiento de sus dedos. Para ellos el ser humano no existía, solo se fijaban en las uñas que danzaban al son de la birome o caían en picada con los sellos. Por eso no escatimó esfuerzos y consumió cientos de tutoriales de expertos en efectos especiales, anatomía y frikis de la pedicura. Al final desarrolló unas uñas magníficas y no pocas veces debió sobreponerse al deseo de arrancarse las suyas para reemplazarlas con aquellas preciosidades.

El aparato era apenas una terminal de dos varas: una sostenía el sello; la otra, la birome. Ambos mecanismos estaban abastecidos por un tanque de tinta que debía durar un par de lustros, según calculó.

La máquina tampoco necesitaba hablar. Así, la cabeza era una simulación bastante pobre que tenía por ojos dos luces led color ámbar y una boca recreada con labios de silicona que compró por internet.

Lloviznaba la siesta en que estuvo listo el trabajo. Ya era momento de testear el brazo. Antes le dio complejas instrucciones mágicas que extrajo de la literatura que consultó. Finalmente la encendió y, luego que todas las piezas se colocaron en su sitio, acercó una hoja. Su decepción fue enorme cuando el brazo no hizo nada. Javier experimentó una desazón desértica. Por fin, luego de lo que le pareció una cantidad de tiempo inconmensurable, se movió. Dudoso, primero; después, en un vaivén de pequeños firuletes hasta que el mecanismo se calibró. Entonces con desplazamientos lentos selló y firmó. No estaba nada mal para ser la primera vez, ahora debía entrenar a la máquina hasta que hiciera el trabajo a la perfección.

Pasó toda la noche junto a ella gastando una resma tras otra. El último testeo antes de salir hacia la oficina le devolvió una copia perfecta de su firma. Exhaló al ritmo del agua que escurría por la ventana, supo que era esto o nada.

De vuelta al trabajo cayó en cuenta que no había escrito una sola línea durante las últimas veinticinco semanas. Así de absorto estuvo en la construcción de su obra maestra. Aprovechó un día que fumigaban el lugar para instalar el aparato sin que nadie lo notara. Una vez que estuvo montado sobre el mostrador lo encaró con una hoja. Apenas percibió el papel, la máquina activó sus sistemas, firmó y selló. El movimiento fue rítmico y silencioso. Sonrió, chupó un mate y se fue.

A partir de ese momento el aparato hizo lo suyo. Además, como los conjuros aplicados al instrumento también lo alcanzaban, podía andar por el lugar sin que sus compañeros, ni la gente que acudía a la dependencia notaran su ausencia. Para ellos la máquina era él. De todas maneras, durante las primeras semanas, Javier firmaba el libro de asistencias y rondaba por su puesto ante la posibilidad de que una falla sacara todo a la luz.

Una vez satisfecho con la máquina se ocupó de aceitar otros mecanismos, humanos esta vez, para asegurarse de que alguien firmara por él la asistencia diaria. Desde ese momento Javier hizo lo que amaba: escribir. A tal punto que solamente interrumpía su rutina diaria para atender las necesidades básicas. Al cabo de un par de años tenía miles de páginas repletas con cuentos, relatos, novelas y las ideas brotaban continuamente.

Luego de insistir, llamar por teléfono, enviar correos y golpear metódicamente puertas consiguió que una imprenta le diera una oportunidad. La obra fue un suceso casi inmediato y le abrió un mundo nuevo de posibilidades. A ese primer hit le siguieron una decena de libros, viajes por el mundo, premios y reconocimientos. Incluso en su trabajo le regalaron una lapicera de lujo que llevaba sus iniciales grabadas. Curiosamente, sus jefes recién se percataron que existía cuando la máquina le permitió alejarse de ellos. Admiraron la capacidad que tenía para conjugar ambas ocupaciones y, en consecuencia, le dieron varios ascensos. Él los rechazó a todos con la excusa de que era feliz haciendo lo que hacía. Todos lo creían un loco, un excéntrico.

Aún en la cima de su realización jamás olvidó sus orígenes. Por eso siempre que volvía a la ciudad pasaba por su trabajo, ajustaba la máquina, reponía la tinta —que se gastaba más rápido de lo previsto— y agregaba alguna instrucción astral para darle más realismo. Nunca dejaba de sorprenderse por la efectividad de su invento.
Siguió escribiendo. Lo hizo despierto, pero también trazó historias en sueños, quizás alentado por la potencia de la máquina que lo cubría en su puesto de trabajo a muchos kilómetros de distancia.

Un día, apenas regresado de una gira internacional, decidió visitar a su creación que hacía tiempo no veía. La máquina continuaba inalterable, inconmovible. ¿O no? Tal vez fue un reflejo o su emoción al verla trabajar, pero le pareció que el instrumento ejecutaba un movimiento que no era suyo, como si estuviera improvisando. O, quizás, la máquina comenzaba a tomar vuelo propio.

Caminó hasta quedar frente a frente con ella. De un bolsillo del traje extrajo la lapicera que le habían obsequiado muchos años atrás y la colocó en el lugar de la que sostenía el aparato. Abrió el maletín, sacó una nota por duplicado en papel y la acercó para que estampase firma y sello. Hubo un pitido y una breve exhalación antes de que el brazo se relajara. Tomó la lapicera, guardó su copia en el maletín y sonrió. Había llegado el momento de descansar.

* Publicado en la revista Chaqueña de Diario Norte el 15/01/23.

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