Tachó otro nombre en la lista que tenía a un lado en el escritorio y pulsó la equis roja en el menú de la pantalla. El pitido discontinuo de la llamada interrumpida le atravesaba los oídos y escarbaba la carne hasta hincar los colmillos en cada célula de su cuerpo. Se fregó los ojos y arrojó los auriculares sobre el teclado sin molestarse en cumplir los pasos que indicaba el protocolo para uso del tiempo de descanso, ni las indicaciones del manual respecto a la disposición de los elementos de trabajo.
Le faltaba el aire. Sintió chasquear la mandíbula al abrirla para simular un bostezo y la tensión acumulada le produjo un calambre inmediato. Cerró la boca y la masajeó, el bruxismo estaba pasándole una factura elevadísima.
Cynthia pensó qué había hecho mal. Repasó la charla, el saludo protocolar de buenas tardes y la invitación inmediata a adquirir uno de los combos de boles y cuencos para cocina. Antes que del otro lado pudieran rebatirle avanzó con las virtudes de la promoción. Es una oportunidad única y, solo por hoy, nuestros suscriptores pueden conseguir estos productos a un precio inigualable. Las palabras brotaban atropelladas sin que tuviese chances de procesarlas por completo.
No había tiempo, bajo ninguna circunstancia debía dar respiro al cliente. Esos primeros segundos eran claves. “Cada pausa que hagan, cada duda que tengan, por más pequeña que sea, es una oportunidad que les damos para que escupan el anzuelo y huyan. Es algo que no podemos permitir. ¿Entienden? No los dejen pensar”, machacó una y otra vez el coach del call center durante una de las charlas que tuvieron en la semana de entrenamiento previo a lanzarlos al ruedo. Así que Cynthia grabó en el celular los speach y los reprodujo en loop hasta que fue capaz de recitarlos bajo la ducha, en el gimnasio, como plegaria antes de dormir o en la moto de regreso al departamento.
No encontró ninguna falla. Sin embargo, algo había ocurrido porque, al otro lado la línea, la voz cascada por años de cigarrillo contraatacó:
—¿Quién le dio mi número?
—Vos nos lo diste, Claudia.
—No me tutees. ¿Quién puta te crees que sos para llamarme? Yo no te di nada a vos ni a nadie.
—Perdone, Claudia —intentó recomponerse—, aquí dice que usted se registró el fin de semana en nuestro stand en la peatonal.
—¡Imposible! Hace meses no voy a la peatonal y además…
—¿Sí?
—Nada. No es asunto tuyo. Ya a ver este pelotudo y su manía de mirar culos.
—Claudia, de todos modos, podríamos…
—¡No vuelvas a llamarme!
Un zumbido formado por decenas de conversaciones simultáneas la rodeaba. Daría lo que fuera con tal de conseguir que las voces se callasen durante un minuto. Sus ojos, incapaces de hacer otra cosa, se dirigieron hacia el contador que resplandecía en el vértice superior derecho del monitor hasta que el rectángulo de píxeles se transformó en lo único que veían. El marcador no dejaba dudas, había fallado en veinte comunicaciones los últimos noventa minutos. La cifra, pintada de rojo profundo, resaltaba al lado del solitario uno teñido de azul que daba cuenta de la única venta exitosa. Eso no era todo, abajo, entre paréntesis, figuraba el conteo el conteo de la jornada: 73-3. Y todavía quedaban casi dos horas antes que terminase su turno.
“Acá no estamos para hacer amigos, ni por caridad, sino para vender. ¿Entienden? El que vende se queda; el que no, se va. Así de fácil. No lo tomen como una amenaza, es solo guita. Nada más. Ahora sí, relájense y disfruten esta tremenda experiencia en nuestra empresa”. Las sonrisas producidas en serie del coach, el jefe de sector y la gerente de la sucursal la perseguían en pesadillas hacía meses.
Por suerte venía de una buena racha, pensó al repasar la performance del día, porque de otra forma habría terminado como tantos otros que llegaron y partieron. Al inicio intentó memorizar los nombres de sus compañeros. Ya no se tomaba la molestia, únicamente pensaba en que el alquiler y la tarjeta de crédito la esperaban voraces a inicios de mes.
Le temblaba el labio inferior y el dolor de cuello estaba peor que nunca. Afuera hacía un día espléndido, según indicaba el pronóstico en el celular. En el subsuelo en que funcionaba el call center debía contentarse con el blanco aséptico de las luces. La chicharra empotrada en la pared de mdf detrás del monitor la arrancó del idilio y, al mismo tiempo, un cartel de advertencia emergió en la pantalla. Llevaba setenta segundos sin llamar al cliente que seguía en la lista. A través del chat interno le escribió su jefe para solicitarle, en un tono engañosamente cordial, que se pusiera las pilas.
Pidió los ciento ochenta segundos que tenía disponible de crédito para el descanso y se dirigió al baño. En el camino le pareció que deambulaba a través de esos juegos en los parques de diversiones que giran sobre su eje inclinando el suelo. Cruzó ante una treintena de operadores absortos en la misión del día. Demoró quince segundos en llegar al baño y pasó otro minuto sentada en el inodoro perdida en la reverberación de su orina al golpear el agua. Estuvo de pie ante el espejo cuando aún tenía la mitad de tiempo a favor.
No le importó mojarse la cara y que se corriese el maquillaje, ni que fueran a sancionarla por dar unas pitadas a escondidas cuidando de no activar los sensores. Miró el reloj, le quedaba poco más de un minuto. Otra vez la rueda infernal, el deseo incontenible de arrancarse los ojos, clavarse la birome en los oídos y vaciar un cargador en la frente a la hija de puta de la gerente, Patri; al pibe del gimnasio que le dijo que lo del call le serviría para ganarse unos mangos sin tanto esfuerzo; al novio de la adolescencia por quien dejó a un lado sus deseos de… ni siquiera era capaz de recordar sus sueños juveniles. Así, hasta que las balas llegasen hasta el inicio de la fila de responsables. Después le daría un puñetazo al espejo, tomaría un trozo de vidrio y ser cortaría las muñecas, al tiempo que los mandaba a todos a la puta que los parió y alzaba los brazos para bañarse con su propia sangre. Sería un final perfecto para una vida de mierda. Al menos se despediría con un buen show. Sonrió.
La úlcera incipiente que gestaba en el estómago la obligó a arquearse y vomitó un hilo de bilis en la bacha. Miró el reloj, le quedaban veintisiete segundos. Tomó unas servilletas descartables y las usó para limpiarse la boca y secarse la cara. Debía apurarse para regresar a tiempo.

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