La plaga está peor que nunca

De nuevo estos bichos, pensó Hernán mientras revisaba las hojas del naranjo repletas de hoyos. Las heladas habían sido intensas durante todo el otoño, pero de la planta apenas colgaban unas pocas frutas maduras. Ladeó la cabeza y sonó la nariz dentro del sobaco de la camisa. Estiró una rama joven y, tras una rápida inspección, lamentó tener que cortarla entera. La arrojó al montículo en que se apilaban las demás. A esa altura, la copa del árbol estaba reducida a un núcleo recto que cobraba forma de bóveda en la cima.

Supuso que tal vez la plaga fuera más resistente a los pesticidas o capaz el cambio climático debilitaba al naranjo, confundiéndolo del mismo modo en que un malentendido actúa sobre una amistad o como le había ocurrido con Alicia. Sin embargo, ellos habían resistido a la tormenta del vástago arrancado por una mano invisible con la misma ausencia de compasión que él exhibía ahora. Cortó otra rama infectada. Debió ser solamente otro fallo en la coordinación, como tantas otras veces en que alguno de los dos llegaba a destiempo. Ahí tuvo que terminar todo.

Hernán caminó hasta la bolsa de consorcio que esperaba con las fauces abiertas deseosa de ser alimentada junto al montón de despojos y recordó cuando el médico de la morgue corrió el cierre de la otra bolsa. Sí, es él, respondió una voz que era la suya y al mismo tiempo reverbera ajena. Luego de esa experiencia despertó durante semanas con el ronco deslizar que lo separaba para siempre de Miguel murmurándole al oído.

Partió las ramas en trozos más cortos, las metió dentro de la bolsa, aplastándolas contra el fondo y tiró de las correderas plásticas que aseguraban el nudo. Fue hasta la alacena de la galería, extrajo una nueva, se enjugó la transpiración que le bañaba la cara y el cuello, regresó al patio y se arrodilló ante la base del árbol. Necesitaba chequear en primer plano qué tan avanzada se encontraba la infección. Recorrió el tallo palpándolo con las manos desnudas; acarició los contornos de los hongos blancos, diminutos, que se extendían por todo lo largo del tronco. Se sentó y con los brazos envolvió las rodillas.

—¡Alicia! —Dijo, dirigiendo la voz hacia la casa— Me parece que vamos a traer a alguien que lo vea. —desprendió un pedazo de corteza— O podría llevarles esto como muestra a ver si pueden darme alguna solución.

La plaga parecía especialmente cebada con el naranjo. El resto de las plantas lucían intactas o, al menos, tal como se esperaba que lo hiciesen en esa época del año.

—Aunque la verdad no lo sé —prosiguió—. Tampoco quiero que nos pase lo mismo que con las rosas. Así que mejor consulto a otra gente y nos ahorramos el quilombo.

Se puso de pie con cierta dificultad, ayudado con las manos que se estremecieron con la frialdad del césped en una especie de descarga que lo extrajo del letargo hacia el que había derivado a medida que hablaba con Alicia. Seguía pareciéndole curioso que pese al tiempo transcurrido continuasen unidos. No solo por lo de Miguel, sino por la predilección que tenía ella a permanecer en silencio como un roedor que teme ser atacado por su depredador, actitud que había se había agravado de manera notoria.

—¡Mujer! Decime qué te parece, no quiero que después me eches la culpa si tenemos que talarlo. Esta vez no seré yo el culpable. ¿Escuchas? ¡Alicia!

Murmuró un insulto. Él era tan distinto. Necesitaba compartir en voz alta sus pensamientos, manifestar lo que sentía. Hablaba durante los cortes comerciales de los programas de entretenimiento, cuando ella se detenía en las publicidades de las revistas o se apuraba para tragar la comida, casi siempre, sin dejar que la masticación detuviese la idea que estaba desarrollando. Incluso cuando pasó lo que pasó no dejó de hablar. Tampoco tenía problemas en gritar, si resultaba necesario, para que Alicia escuchase los análisis que realizaba sobre el estado del jardín o la vida sin importarle que uno de ellos estuviese en el patio y el otro dentro de la casa.

Ella, en cambio, cada vez lo hacía menos, hasta el punto en que parecía tratarse de una cuestión vital, porque con cada palabra se volvía más etérea. Estás flaca, comé un poco más, le reprochaba Hernán. Alicia no hacía caso. Sus oraciones eran simples, breves, igual que los bocados que ingería. Así fue hasta que un día no habló más. Ni siquiera en ese momento Hernán dio el brazo a torcer, estaba convencido de que era una cuestión pasajera y que pronto ella volvería a ser la de antes. Tiempo al tiempo, repetía.

Agarró la bolsa que seguía sin utilizar, la hizo un bollo y la lanzó dentro de la alacena. Entró a la casa que se encontraba en penumbras y fue hasta el living, el lugar en que Alicia prefería estar. El crujido de las sandalias se amplificó en el silencio crudo que despedían las paredes.

Otra vez lo mismo, Ali. No puede ser que sigas así, le dijo sentado junto a ella. Por favor, ayudame a decidir qué hacer con el naranjo. Te juro que no tengo ganas de que nos pase lo mismo que con las rosas. No voy a ser capaz de atravesar algo como eso de nuevo. Pero Alicia, sin permitir que la ansiedad de su esposo la afectase, lo observaba en silencio desde el otro lado del cristal del portarretratos.

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