
Por: Marco Fernández Leyes
Hace tiempo que la ciudad está incompleta. Una herida se expande de modo sutil. Los bancos con respaldo están bajo amenaza y el problema avanza sin que a nadie parezca interesarle encontrar una solución. ¿Acaso no ven que se corrompe la razón de ser de las plazas si los quitan? Noten que esas nobles criaturas con tablones de madera y laterales de cemento o acero constituyen el engranaje visible que motoriza una estructura que nos excede y funciona más allá de lo que nuestro efímero paso por la tierra nos permite apreciar.
Tengo la impresión de que los bodoques de hormigón por los que son reemplazados se comportan de la misma manera que las especies foráneas cuando son introducidas a un ecosistema que no les es propio. Luego de un breve período de adaptación proceden a aniquilar a sus competidores sin darles tiempo a generar mecanismos de defensa. Son depredadores impiadosos que ascienden de modo imprevisto al tope de la cadena alimentaria y contra los cuales no existen armaduras ni conjuros que permitan ejecutar algún tipo de defensa. Distinto es el caso de la lluvia y el sol, los cambios de estación o las termitas. Todos ellos forman parte del pacto necesario con la naturaleza. Tampoco los grafittis representan una amenaza, sino que dan cuenta de los lazos profundos con la comunidad. Estas interacciones llegan a casos extremos como el del escultor irreverente que muchas décadas atrás conjugó naturaleza y urbanismo al entrelazar un árbol, su tronco, con el banquito. Nada los separó desde entonces y allí permanecen unidos para quienes deseen verlos como testimonio evolutivo que haría las delicias de Darwin.
Más allá de todo, cualquiera de estas cosas sería esperables, aunque pusieran en jaque la existencia banqueril. Estaríamos ante una parte más del ciclo vital. El deterioro es el precio lógico de la existencia, el reverso de la moneda. Algo así como entregar una cosa a cambio de otra. Sin embargo, el sometimiento que los paralelepípedos rectangulares ejecutan sobre los mansos banquitos es una conducta que pertenece a otra categoría. Daría igual que en vez de bancos fueran columnas o ladrillos de construcción en seco. Cuando lo impersonal es la regla la sustancia desaparece. Por eso son huecos: están condicionados a existir sin alma. No podrían ser de otra forma. No les queda alternativa.
Presten atención cuando caminan por la ciudad o la recorren a bordo de motos autos o transporte público. Solo quedan algunas plazas y espacios públicos en los que encontremos bancos con respaldo. Fuera de allí es como si nunca hubieran existido. Resulta imposible hallar un solo vestigio de su paso entre nosotros. Estamos ante una situación gravísima. Tanto que si fuera posible mediarla, más que seguro el indicador iría a situarse en el extremo rojo del espectro. Peligro de extinción total, anunciaría. El ritmo al que avanza la destrucción es tan acelerado que en poco tiempo la hojarasca de recuerdos será barrida fuera de la memoria colectiva. Entonces llegará el fin. Lo irreversible.
Incluso diría que existe un plan trazado dese las sombras con el único objetivo de hacernos caminar para siempre, sin jamás volver a sentarnos en otro lugar que no sea nuestras casas o trabajo. En ese modelo las plazas serían páramos en lo que el calor se cebaría sobre las cabezas de los transeúntes y el viento arrasaría sin piedad como una postal de la superficie de Marte. Ante esta perspectiva me pregunto quién sería tan valiente de sentarse sobre una superficie de cemento más próxima a un sarcófago que a un asiento en pleno verano chaqueño.
Es tiempo de dar un paso al frente y tomar al toro por las astas para detener el avance desbocado y, en apariencia, indetenible de los ortoedros. Sería algo así como una misión de salvataje que permita preservarlos. Crear una zona una zona protegida para que los últimos ejemplares encuentren un refugio al asedio y recuperen la seguridad perdida. Tal vez de ese modo conseguirían reproducirse hasta alcanzar un número saludable y, de a poco, reclamar el lugar que les corresponde en el paisaje urbano, el espacio que nunca deberían haber perdido.
Imaginen que de pronto en unos años recuperamos el placer de recostarnos a cien o ciento diez grados de inclinación para leer, escribir, tomarnos un descanso momentáneo del mundo, descansar con nuestra mascota o charlar de la vida con nuestra pareja o amigos. ¿Y si a eso le sumamos unos mates o tereré? Lo único que nos separa de ese futuro es la decisión de dar el primer paso.
Una ciudad que a sus plazas las transforma en piezas encastrables queda reducida a nada más que una maqueta hormonada. Fría y sin alma. Invisible. El depredador puede parecer infatigable, pero no es invencible. Aún estamos a tiempo de detenerlo.
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