
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Saqué el boleto sin pensar demasiado en por qué lo hacía, más como un impulso que cualquier otra cosa. Tuve que gritarle el destino al vendedor a través de la rejilla encajada en medio del blindex que nos separaba. Me pidió los datos. ¿Cuáles datos? Documento, nombre y apellido, por favor. ¡Que pesado sos! No quiero que sepas quién soy, permitime perderme en paz. Sus datos, señor. Pedro Benavidez, cedí, y recité los ocho números que me identifican como ciudadano de esta gloriosa nación. A cambio de mi bravura recibí un boleto con mis datos estampados en un papel de pobrísima calidad. Lo doble al medio y fue a parar al bolsillo trasero del jean.
El relleno escapa por los sitios en que debería estar el cinturón de seguridad. Hundo los dedos dentro del asiento y es como tantear una dimensión húmeda y fría. Pagué en efectivo con la ilusión de que no quedasen por ningún lado rastros de mis movimientos. Me imaginaba al gerente de la sucursal perdiendo el cabello a mechones porque no podía establecer con precisión el momento en que se había hecho efectivo el cobro. Luego hablando con el vendedor.
—Me lanzó los billetes como si fuera un cualquiera. No era una persona normal, me di cuenta cuando estampó la cara contra el vidrio sin soltar el cigarrillo que bailaba en la comisura de sus labios. ¿Quién fuma hoy en día con todos los males que acarrea el vicio?
—Está bien, Pérez, tranquilícese por favor. Vaya a Personal que en el camino nosotros nos comunicamos para que le den unas semanas de licencia. Nadie debería atravesar lo que usted vivió. Intente despejarse y olvidar el asunto. Ahora es problema nuestro.
Luego de eso Pérez habría retirado sus bártulos y ahora estaría descorchando un vino. En cambio, yo me encuentro condenado a atravesar un accidente (siniestro, se dice siniestro) vial sin la protección que podría ofrecerme un cinturón de seguridad.
Ahora que lo pienso mejor, si quería esconderme debería haber actuado con mayor naturalidad. Tal vez algo tan sencillo como pagar el billete con tarjeta de crédito o comprarlo a través de la tienda virtual habría ayudado. ¿Quién sospecharía de un tipo que pone el plástico para adquirir un pasaje? Nadie en un primer momento. Pero, claro, en la urgencia resignamos lucidez y basta con que saquemos un centímetro los pies del plato para que nos señalen como a enfermos terminales del Medioevo. ¿Quién será tan iluso de creer que me resultaba más cómodo pagar cash? Nadie. Y nadie tampoco saldrá a defenderme. Porque si nadie son todos, todos… bueno, ustedes saben cómo sigue.
Reviso el boleto sin terminar de comprender qué me llevó a pronunciar el nombre de esa ciudad llena de recuerdos ingratos. Como la vez en que durante la primaria fuimos de visita al zoológico y los animales caminaban, dormían y morían sobre cemento, bajo techos de cinc caliente. O cuando unos años después regresamos para una exposición de no recuerdo qué cosa y en el viaje proyectaron Terminator II “El juicio final” desde un VHS trucho hacia una TV de tubo de catorce pulgadas con los colores desfasados por el movimiento del colectivo y con sonido monoaural. Si por esos azares del destino hay un infierno reservado para Cameron casi con seguridad debe parecerse mucho a ese escenario. Tengo ganas de bajarme antes con tal de no llegar a mi destino, cualquier estación de servicio en el medio de la nada me vendría bien. Aunque no sé si quede alguna en pie. En los años que viajábamos en familia era muy común verlas cada cierta distancia al costado de la ruta. Después empezaron a desaparecer, atravesaron varias etapas de putrefacción hasta que solo quedaron los esqueletos de las edificaciones que eran utilizados como protección del sol y la lluvia por los animales de la zona. Al final incluso esas estructuras fueron engullidas por las plantas.
No funcionan las luces individuales, tampoco el aire acondicionado. Miro el boleto. Me corrijo. La unidad no dispone de tales comodidades. Cómo es posible que la industria del transporte terrestre del siglo XXI construya una monstruosidad que ni siquiera cuenta con los requisitos básicos de confort. Da la impresión que este coche fue extirpado de un tiempo que ya no existe y colocado aquí en una época en que no debería existir.
Evalúo llamar a la empresa y cantarle las cuarenta sobre la pésima calidad del servicio, pero en la oscuridad surge la cara chamuscada de Osvaldo con los ojos fritos, el pelo humeante y la lengua hinchada. Encima de ella flota un botón gigante de REWIND, lo pulso y el zoom se aleja hacia un plano abierto en contrapicado; me veo a mí mismo siendo testigo de su electrocución, caída y muerte. El cuerpo despide un aroma rancio. Toco timbre en la casa para la que hacemos el servicio especial, no atiende nadie, por supuesto. Nuestro horario terminó hace dos horas, busco excusas para justificar qué hacíamos ahí. Considero más oportuno abandonar el lugar y cambiarme el mameluco por la ropa de todos los días. Corro sin pensar en Osvaldo y a pesar de que lo hago con cada zancada. Vuelvo a ver su cara que se inflama como brasa. Atrás quedan la camioneta, las herramientas, mi amigo, el fondo se torna difuso y aparezco en la terminal de ómnibus. ¿Vas a ser tan gil? Sí. Asisto a la secuencia que se desarrolla a modo de fotogramas dispersos. Palpo el jean para asegurarme que llevo la billetera, puchos y fósforos. La cámara me sigue por detrás. En la boletería pido un destino al azar, el primero que se me ocurre. Paso unos billetes arrugados, pego el documento contra el vidrio y grito mi nombre. El vendedor me mira, anota algo. Vuelve a verme, analiza mis rasgos, las venas de la zurda con que sostengo el DNI, se detiene en las canas que empiezan a dejarse ver en mis sienes. Baja hasta el tatuaje que luzco en el antebrazo. ¿Te gusta? ¿Te gusto yo? ¿Qué te pasa, loco? El tiempo se estira, ¿cuánto se supone que dura un frame? Busco el botón de PLAY. El tipo observa mis manos y las yemas que arrastran el dinero bajo la trampilla. Aprieto PLAY. Agarra, mejor dicho, succiona los billetes y la corriente de aire que sale del interior navega sobre mis nudillos. Cuenta con desconfianza. Me pasa el vuelto y el boleto. Vuelve a mirarme. Buen viaje. Plataformas siete a once. A muchas cuadras de acá los policías estarán pensando que se trata de otro accidente de trabajo. Pero es que los operarios andan siempre en pareja, dirá alguien desde la empresa, igual que los cóndores ¿Y el otro? Una de dos: fue a morir por ahí o en realidad es un cuervo. Muy pronto saldrá mi nombre. Me recuesto contra una esquina, saco los puchos, desperdicio tres fósforos en fila: al primero lo apaga el viento, quiebro el segundo y tercero. Recién consigo dar lumbre con el cuarto, cubro el fuego con mi mano y enciendo el tabaco; el humo me envuelve y me detengo en la llama hasta que se apaga.
El colectivo estaciona en la plataforma nueve. Subo entre los primeros y voy directo al asiento asignado. Las luces se apagan. Abandonamos la ciudad.
—Señor.
La voz me arrastra hasta el presente y se impacienta con mi demora.
—Señor, disculpe.
Ya voy, no ves que estoy dormido. Hace mucho calor acá dentro.
—¿Me permite su boleto?
Es una orden camuflada de pregunta y hago tiempo para pensar una coartada.
Extiendo hacia el pasillo el papel arrugado y siento como jalan de él. Silencio.
—Muchas gracias, señor. Todo en orden. Que disfrute el viaje.
La figura desgarbada se aleja y regresa junto con el chofer. Alguien grita un insulto que no escuchaba desde la adolescencia, otro pide temas de 2´, una se queja y dice que quiere algo de Vilma Palma. Hace mucho calor. Siento un golpeteo suave en el hombreo seguido de un “shhhhh”. Aparece un cigarrillo a medio fumar acompañado de un susurro ladino, “pitá con carpa”. Doy una calada leve con miedo a que el olor me delate. Sabe a tabaco rancio. El viento del camino entra por las ventanillas superiores, apenas unas franjas alargadas de vidrio que di por hecho habían caído en desuso. El colectivo avanza hacia el vacío.
Busco serenidad en el acolchado del asiento que huele a sudor y vómito. La TV se enciende. Primero lluvia y luego la señal de estabilización, un círculo con figuras de distintos colores dentro que durante algún tiempo en la infancia creí que pertenecía a algún país chasco que tomaba posesión de la pantalla cuando no había transmisión.
Fundido a negro y un flash que me deja temporalmente ciego. Aparece el perfil del T-800 aceitado y desnudo que despierta una incipiente y sorpresiva erección. El robot se levanta y la cámara le enfoca el culo. Probá un poco, me dice la misma voz sin esforzarse por imponerse a la música de la película. Sujeto la lata de cerveza, la espuma tibia me invade la boca y escupo a un lado. Ni siquiera sé por qué tomo. ¡Es el colmo!, digo mientras me paro al mismo tiempo que el cyborg reclama a un motoquero que le entregue su ropa, botas y motocicleta. ¿Quién está ahí? Córtenla con la joda. El T-800 repite su línea. ¡No se hagan los boludos! Lanza al tipo contra la barra.
Osvaldo en la vereda con la carne chamuscada.
Osvaldo dentro de una bolsa rumbo a la morgue.
Osvaldo que me reclama que no es justo. “Vos fuiste el de la idea, pedazo de hijo de puta, y a la primera que salió mal te tomaste el palo”.
Osvaldo que grita por los parlantes del colectivo pisando las líneas de diálogo de Sarah Connor. “¡Me cagaste!”.
Busco los cigarrillos, solo queda un fósforo. Trato de no quebrar la madera al frotarla contra el borde rugoso y envuelvo la llama con la mano, atesorando el fuego salvador. Veo en el vidrio el reflejo de unas facciones que apenas identifico como mías. Después solo queda el latido del cigarrillo en la noche.
A Osvaldo lo conozco de pibe, nos hicimos amigos desde que compartimos curso en la escuela. Por supuesto, fuimos uno al lado del otro en el viaje rumbo a la expo a mitad de los noventa. Al regreso quise hacerme el gracioso y cuando preguntaron por él dije que estaba en el baño del colectivo. Me creyeron. Nos fuimos. Osvaldo pasó las siguientes dos noches en una ciudad que no conocía. La primera durmió detrás de unas carpas montadas para los stands de maquinarias agrícolas y sobrevivió el día siguiente rapiñando las sobras que arrojaban a la basura. Alguien de la organización lo encontró durmiendo la segunda noche y lo mandaron de regreso. Nada fue igual a partir de ese momento. Con el tiempo le perdí el rastro y muchos años después coincidimos en este trabajo. Tardó en volver a hablarme. Yo fingía que había olvidado el chiste, la bromita pesada. Eran los noventa y valía todo. El no devolvía una mueca. Me costó convencerlo de que podía confiar otra vez y unos meses más tarde accedió a hacer algunos trabajos extra fuera de horario para reforzar nuestros sueldos. Jugué sucio, lo sé, fui por el lado de la familia, los gustitos que podrían darse, toqué la cuerda sensible.
Sarah Connor le grita al T-1000 pero no es su voz la que oigo sino la de Osvaldo sin emociones, monocorde. Me cagaste, dice. ¡Y bueno, jodete! ¿Para qué aceptaste? Al final resultaste un blandito que arrugó a la primera electrocución. Siempre fuiste un flojo. Rajá y déjame en paz. Apago la colilla contra la suela del zapato, surgen luces a los lados del camino. Al principio pocas y se multiplican a medida que entramos a la ciudad. No puedo creer que sea la misma que pisé por última vez treinta años atrás. La película termina en el momento en que las ruedas del colectivo golpean con suavidad el andén de la terminal.
Bajo y enfilo hacia la salida convencido de que no levanto sospechas. Al fin y al cabo, soy un número más en el registro de pasajeros. El edificio está vacío excepto por las personas que recién ahora descubro que venían conmigo y que se dispersan pronto en distintas direcciones. Me detengo a encender otro cigarrillo, extraigo la cajita de fósforos y al abrirla recuerdo que está vacía. No me sirve para nada. Mastico el filtro y lanzo el pucho a un lado.
Los altoparlantes crujen con mi nombre. Debe tratarse de un error, pienso. Piden que me acerque hasta la oficina de informes. Sí, claro. Es un asunto de extrema urgencia, añade la voz con fritura. Seguro. Pedro Benavídez, presentarse a la mayor brevedad. Por supuesto, señor parlante. Apuro el paso y ya veo la salida.
Las puertas batientes de aluminio y vidrio espejado son lo último que me separan de la ciudad. Mi figura crece en el reflejo hasta adquirir proporciones reales. Soy un tipo normal en busca de un kiosco para comprar fósforos o un encendedor. Soy un trabajador más igual que Osvaldo, el vendedor de boletos, el copiloto del colectivo, esa pareja que veo en el vidrio aproximándose perpendicularmente o el tipo de remera ajustada que viene por el otro costado. Soy uno más que es interceptado por los tres frente a la salida y al que muy normalmente piden identificación. Soy uno más que sonríe y entrega el documento de identidad. Ellos no dejan de ser uno más, ni siquiera en la suma de individualidades, mientras me rodean luego de comprobar mi identidad y siguen transitando su normalidad al agitar las cabezas con movimientos afirmativos. Continúan siendo un trío más cuando me llevan las manos a la espalda, ciñen las esposas a mis muñecas y, por si hiciera falta, para mayor muestra de cortesía, me piden por favor que los acompañe.
* Publicado en la revista Chaqueña de Diario Norte el 20 de agosto de 2023.
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