
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Cuando llegué al barrio hacía rato que el viejo Urdapilleta era historia. Las cartas se acumulaban en el buzón de la casa y el piso del garaje estaba forrado con boletas y paquetes de toda especie. El tipo del correo se limitaba a firmar las entregas y las lanzaba dentro de la propiedad sin importarle cuál fuera el contenido. Contaba para ello con el visto bueno de sus jefes que detestaban al vasco por todas las hijaputeces cometidas durante el cuarto de siglo que estuvo a cargo de la sucursal. Casi todos ellos quedaron envueltos en la maraña de traiciones y agachadas que a diario ejecutaba Urdapilleta y los que llegaron luego de su reinado conocían las historias al detalle y lo tenían entre ceja y ceja. Así que una vez jubilado se ocuparon de devolverle cada una con cuentagotas.
El odio de los carteros fue la única herencia que recibió Elmira, una mujer de hábitos extraños que cada dos días corta a mano el césped de la vereda y mide la altura con una regla metálica para asegurarse que quede parejo. Cuando cae el sol sale en batón y sandalias a dejar la basura que coloca al borde de la calle dentro de una caja de cartón envuelta en papel de diario y asegurada con varias vueltas de hilo de algodón. Todos los paquetes están numerados con el sistema romano.
Tiene una perra caniche anciana con el pelo recortado en forma cubo situación que obliga a un gran esfuerzo para distinguir los ojos. Ni hablar de la boca y el culo que quedan reducidos a dos puntos marrones.
Elmira sale una vez por día a hacer las compras, entre las nueve y las once de la mañana, con un changuito que aún lleva parte de la cartelería del supermercado al que perteneció. Ordena los productos con método para que las cosas más resistentes protejan a las frágiles.
Hay quienes dicen cosas tremendas de la vieja.
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Hace días que ando con insomnio, cosa rara en mí porque nunca tengo problemas para dormir. El tema es que noto algo extraño alrededor de la casa, los perros ladran sin motivo en mitad de la noche y cuando espío a través de la ventana no hay nada. Vuelvo a acostarme, pero el daño ya está hecho, así que las horas que faltan hasta el amanecer las paso con la mirada fija en la negrura del cielo raso que de a poco revela sus imperfecciones.
No temo a la noche es la incertidumbre la que me angustia. Salir al patio y darme cuenta que nada quiebra el silencio. Ellos nunca salen conmigo. Cada vez que abro la puerta corren a la cucha y me observan desde ahí. Corcho y Felipe. Dos turros con cuatro patas.
De todas formas, desconfió de esta paz artificial como la sonrisa del payaso que alborotó mi cumpleaños el día que celebraba los nueve años. Estoy no hace falta mucho esfuerzo para desprender la base que sostiene el maquillaje y exponer la verdad.
Los perros duermen otra vez. Cierro la puerta de la pieza y coloco el aire acondicionado a máxima potencia. Me tiendo de costado, dando la espalda al chorro de aire que surfea el colchón. Una claridad leve se filtra a través de las cortinas y de a poco recupero la serenidad.
Otra vez el ladrido demencial ¡BASTA! Estrujo las sábanas. Algo se arrastra afuera con un chirrido leve y continuo.
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La vieja pidió ver cuando el cajón entraba al horno crematorio. Algunos afirmaron que pidió pulsar el botón; otros, que elevó la temperatura para que el cadáver se desintegrase más rápido. Nadie la acompañó. Luego de cinco horas salió con una urna de cerámica barata entre los brazos. Dijeron que sonreía y sus labios danzaban como orugas.
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¿Cómo que no hay nada? Prestá atención. ¡Escuchá! Tum tum tum tum tum tum ¡TUN! Más atrás. Después de eso. Al fondo. Prestá atención. ¡Ahí! “¿Y si fallas? ¿Y si te critican? ¿Y si no podes? ¡Cagón! No les quites los ojos de encima. Miralos bien. Todos los días si es necesario. Hasta que retrocedan.
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En algún punto la cordura de Elmira se esfumo. Tal dentro del mismo cajón en que ardió Urdapilleta. La cuestión fue que desde ese momento se volvió cada vez más esquiva y lo que presencié fueron los estertores finales de sus hábitos ordenados, retraídos y de autómata en base a los que formé un imaginario a su alrededor.
Sin embargo, debo reconocer que el delirio en que estaba sumida la vieja aportaba algo de belleza a la cuadra tapizada con bolsas de basuras destrozadas, árboles a medio caer y veredas sin baldosas. Ese empeño frenético que tenía por contrarrestar el caos era en efecto una tara; pero, tal como comprendí luego, también servía como conjuro del desastre total. Éramos tan felices y no lo sabíamos.
Una sola vez me animé a espiar el interior de su casa. Fue por azar un sábado en que a Elmira se le cerró el portón con la llave del lado de afuera y quedó atrapada dentro del garaje cuando regresaba de hacer unas compras. Dio la casualidad que yo salía de casa y presencie la secuencia. Creo que de no haber sido por mi ayuda la vieja hubiera muerto en ese lugar, porque en ningún momento se desesperó ni atinó a pedir ayuda. Quedé conmovido por la forma en que parecía resignada a que su vida concluyera entre bollos de papel y hojas secas. A lo mejor sobreviviría algunos días comiendo las mercaderías, hasta que finalmente el hambre la vencería y después de muchos meses, cuando los operarios de la empresa de energía vinieran a cortar la luz, verían desde la escalera lo que quedase de la osamenta a la que se había reducido Elmira Bonzi viuda de Urdapilleta.
Cuando abrí el portón sentí que debía ayudarla con las bolsas. Ella agradeció con un gesto que interpreté como un intento de sonrisa, tomó las llaves de mi mano e ingresó a la casa. Dejé todo a un lado de la puerta porque no me atrevía a pasar sin su autorización. Mientras ella regresaba del lugar al que había ido tuve tiempo de recorrer con la vista el living-comedor. Aquello era la manifestación plena del orden obsesivo que regía la vida de esa mujer. La mesa estaba adornada con un mantelito tejido al crochet y había una docena de animalitos de cristal ubicados en distintas posiciones rodeando un jarrón negro; al fondo, una vitrina en la que se amontonaban más figuras como esas y en las paredes, sobre los escasos sectores libres de mobiliario, colgaban platos y adornos de distintas partes del mundo. Me llamó la atención una biblioteca de poco más de un metro de ancho que iba del piso al techo y en la que reposaban colecciones antiquísimas que, aunque limpias de polvo, se notaba que no habían sido revisadas en mucho tiempo. Un zumbido me taladraba los pensamientos mientras contemplaba la escena y demoré un buen rato en entender qué pasaba. Fue recién al sentir que Elmira regresaba cuando comprendí que mi incomodidad se debía la afectación que deformaba cada objeto de la casa. Los animalitos de cristal, por ejemplo, parecían normales; pero al mirarlos con fijeza noté que me dedicaban gestos lívidos y algunos llevaban cráneos monstruosos en lugar de los que les correspondería. Los platos y adornos reproducían escenas de tortura o sadismo y los títulos en los lomos de los libros se transformaban en otros de lenguas que desconocía. Volví al jarrón que llevaba una “U” tallada sobre la superficie y en torno a la que ahora se agrupaban los animalejos del modo en que lo haría un ejército que rinde culto a su emperador. Urdapilleta, el tirano justo, al comando de sus fuerzas desde el más allá.
Elmira me observaba en silencio desde el otro extremo de la sala. No quedaban rastros de agradecimiento en su cara. Entendí que debía marcharme. Volví a cruzarme con ella en contadas ocasiones y, nunca, más allá de que me esforcé por hacerme ver, conseguí que me devolviese la mirada. Yo era como un fantasma para ella.
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Vuelve Urdapilleta, Elmira lo espera hincada y sumisa dejando pasar los días hasta que llegue el momento de la reunificación.
Los vecinos me evitan desde que atisbé la cabeza en el refugio de la vieja. Cada mañana me aseguro que nadie haya pintado una marca en la puerta. Ni siquiera soy digno de eso. El destierro es el castigo. Anulado de la vista y la memoria.
Reconozco que a esta no la vi venir. Había imaginado muchas cosas para mi vida, desde músico exitoso a deportista multimillonario o dandy en las noches parisinas; muchos etcéteras que no se aproximaban al rol de comendador ¿De qué? ¿De la visita a la casa de una vieja loca? ¿De algún tabú quebrado para esta comunión de imbéciles? ¿Quiénes se creen para murmurar a mi paso? Díganme las cosas a la cara. Hagan como yo, marchen con la frente en alto, si no tienen nada para esconder.
¿Estás seguro que no tenés nada para esconder? Y vos quién sos. Soy vos, ¿me vas a desconocer? Te llenas la boca sobre los demás, vamos a ver si sos tan cocorito como decís. Salí de acá, déjame en paz. No me hagas reír, ¡No podés echarme, gil! A ver si me captas: no tengo nada que esconder. Entonces, ¿por qué no los encarás y les preguntas qué les pasa? ¿Por qué no les decís: ¡ey, flaco, te hice algo para que me quites el saludo!? No es tan fácil. Sí es, pero sos cagón. Tenés miedo a la respuesta. Yo no… yo… ¿Te das cuenta que ni siquiera se molestaron en conocerme? Me juzgaron por ese acto, por un rumor que un correveidile arrojó como peste en la manzana. … ¡Ey! ¿Estás?… Te fuiste vos también.
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Los que conocían la razón por la cual Urdapilleta y Elmira no tuvieron hijos estaban muertos o seniles me dijeron los vecinos en el tiempo que aún consideraban que era parte de la troupe. Al resto les importaba muy poco. La mayoría deseaba que la vieja palmase pronto para que se pusiera en marcha un proyecto edilicio que prometía transformar al barrio y sacarlo del estancamiento. Intentaron explicarme el proceso legal que permitiría hacerlo, pero no entendí nada. El derecho no era lo mío. No sé qué será lo mío.
Hay cosas que no tienen explicación, me dijo mi primera novia mientras me dejaba plantado en la fila para entrar al cine, antes de subirse al auto manejado por mi hermano y vi cómo se perdían en la noche de nuestro tercer aniversario. Igual entré a ver la película que no recuerdo si era sobre aliens o de amor o de extraterrestre libidinosos o del amor como una enfermedad que aniquila la humanidad o de la humanidad como máquina de matar al sentimiento más puro. Tampoco importa. Habían apagado las luces de la sala, abrí la billetera y extraje el anillo de cuarta con el que pensaba proponerle casamiento. Lo arrojé entre las butacas, el azar daría con otro afortunado.
Hacía tiempo que no pensaba en ella. El amor no era lo mío. Vivir en manada, al parecer, tampoco estaba en el prospecto de mi vida. ¿Qué tiene que ver el amor con esto?, pregunté una vez a una psicóloga. No sé, veamos, respondió.
Nunca supe. Dejé de ir después de la tercera sesión cansado de tener que hablarle sobre mí todo el tiempo y salir con más dudas que certezas. Ahora que lo pienso, debería haberles puesto más ganas a los encuentros. Tal vez así las cosas serían distintas. Pero son demasiados condicionales juntos como para garantizar el éxito de la empresa. También me lleva a pensar en lo absurdo de trazar hipótesis de futuros basadas en un qué pasaría si. Lo que fue, fue y lo que es, es.
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Van dos semanas sin ruidos ni situaciones extrañas en el patio. Recuperé el sueño y ya no me duermo en el trabajo. Los vecinos siguen sin hablarme, aunque eso ya no me preocupa. Elmira continúa con su rutina y, pese a que la veo en contadas ocasiones, me doy cuenta que no tiene ningún apuro en morirse. O bien recibió órdenes de resistir su posición hasta que los enemigos se queden sin municiones. No sé qué irá a pasar con el proyecto inmobiliario. Tampoco pienso vivir junto a una obra en construcción que me quite el solcito de las tardes. Desde aquel momento en que el azar me permitió penetrar al universo de la anciana deseé varias veces que la escena se repitiera. Un soplo de viento, una distracción, cualquier cosa bastaría para que la vieja quedase atrapada y yo me erigiese en su salvador.
* Publicado en la revista «Chaqueña» de diario Norte el 3 de septiembre de 2023
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