Intruso

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
La planta apareció una tarde frente a la puerta del departamento y era tan insignificante que Julián no se dio cuenta cuando la pisó al salir. Recién en la calle notó cierta cosa pegajosa al caminar. Fregó el calzado contra el pavimento y siguió andando sin prestar mayor atención al incidente.

Lo había olvidado por completo esa misma tarde cuando regresó al edificio y encontró algo similar a excremento de pájaro en la entrada. Las palomas, pensó, otra vez las palomas que nos invaden y el consorcio que no coloca redes en los tubos de ventilación para que dejen de entrar. Todavía mascullando fue hasta el baño, enrolló un poco de papel higiénico y volvió para recoger el desperdicio. Anotó en el celular un recordatorio para plantear el problema en la próxima reunión de inquilinos y propietarios. Durmió con la cabeza dando vueltas a la idea de las palomas y las plagas.

Julián apenas atinó a abrir las palmas a modo plegaria cuando la mañana siguiente encontró un arbusto de unos cuarenta centímetros obstruyendo la salida. Maldijo a la naturaleza y la dejadez de los constructores, se acomodó los anteojos y se acostó boca abajo para analizarla más de cerca. No sabía nada de plantas, así que se limitó a palpar el tallo, ramas y hojas; un procedimiento que inútil del que no extrajo información nueva. Es una maleza como cualquier otra, razonó. Cambió de posición, se colocó de cuclillas y la analizó con algo más de distancia al mismo tiempo que negaba con la cabeza. Al final gesticuló convencido de que no había nada que hacer y la arrancó con un golpe seco. Depositó los restos en el basurero y aplastó con el talón la tierra que asomaba en el hueco del tamaño de un puño que quedó donde estaba la planta, otro punto de queja para plantear al consorcio.

En el viaje de regreso del trabajo empezó a sentir una especie de malestar generalizado y opresivo. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que se cruzó con un vecino en y no fue capaz de mencionar un solo episodio. Solo tenía una imagen difusa del encargado yendo al depósito en el momento que él trasponía la entrada del edificio; aunque la silueta era tan vaga que podría haber sido la sombra de un árbol o cualquier otra cosa.

Ahora que lo pensaba mejor incluso el trámite de alquiler prescindió de contacto humano, la inmobiliaria respondía dudas y consultas mediante un robot en su sitio web. Y fue ese mismo robot quien le envió la copia de contrato por correo electrónico. Necesita un lugar al que mudarse pronto así que no hizo mayores preguntas; además, ese edificio recién inaugurado tenía una relación precio-calidad por encima de la media. Sí, eso había pasado, como el lugar era nuevo todavía hay muchos departamentos vacíos y detalles que seguramente irían subsanándose con el correr de los meses supuso la tarde en que llegó con el camión de mudanzas. Aun así, por más económico que fuera, no estaba dispuesto a tolerar una invasión de palomas o plantas como si del Amazonas se tratase.

Era casi de noche cuando llegó. Encontró la recepción vacía, fue hasta el mostrador, miró detrás, los estantes limpios, un teléfono estilo centralita permanecía oculto a la vista de las visitas. Alzó el tubo, un gesto que le resultó arcaico, y escuchó la nada. El silencio puro de la línea sin tono. No había cable que lo uniese a la red telefónica. Sobre la mouchette de la entrada una cámara apuntaba directo a su posición, no costaría mucho averiguar cuál era la rutina del encargado. Tomó nota mental para escribir esa misma noche un correo a la inmobiliaria reclamando los faltazos del tipo junto con los otros inconvenientes que enfrentaba.

Una sensación extraña lo invadió a medida que enfilaba hacia las escaleras. No era solo que el ascensor siguiese sin funcionar pese a los reclamos, sino algo más que estaba fuera de registro. Tal vez porque era la primera vez que recorría el lugar prestando atención a los detalles advirtió irregularidades en la superficie de los escalones y paredes. Parecían una desprolijidad cuidada, como si los constructores hubieran optado por una terminación rústica. Llegó al descanso del primer piso y recorrió con la vista el pasillo de punta a punta; las puertas cerradas, nadie conversaba, tampoco había rastro de televisores encendidos o música.

Pensó en los experimentos de la escuela en que quitaban el aire dentro de una caja de vidrio y les explicaban que allí, en el vació, no había sonido. Podían gritar hasta cortarse las cuerdas vocales y no pasaría nada. Lo mismo sentía en este momento.

Fue a la primera puerta, el 1A, golpeó. Nada. Insistió con mayor decisión. ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Le pareció que algo se movía, los pisos crujieron. ¡Vecino! ¿Está bien? ¡Hola! De nuevo silencio. Repitió el proceso frente a las demás puertas y en cada caso ocurrió lo mismo. ¿A quién podría habérsele ocurrido pintar las paredes de verde? Volvió hacia las escaleras y observó a la planta baja, allí la pintura tenía un tono más oscuro. Cosas de la decoración moderna, lamentó en voz baja, cuánto mal gusto.

Pasó por alto el segundo piso y fue directo al suyo. Se detuvo a mitad de camino y un breve vistazo le permitió confirmar que la paleta de colores avanzaba en degradé a medida que ascendía. Se mordió los nudillos y se frotó las sienes. Las paredes manaban un zumbido grave. Julián temió que la caldera se hubiera descompuesto y el agua fluyese a temperatura de hervor por las tuberías dilatándolas y comprimiendo la estructura completa. Tenía experiencia en esas situaciones por algo similar que padeció en un departamento del que terminó yéndose por los persistentes problemas de humedad. Apoyó la mano contra la pared. Nada, mejor dicho, frío. Lo que fuera que vibrase dentro no levantaba temperatura, pero estaba ahí, sin lugar a dudas.

Alzó la vista y subió lentamente al mismo tiempo que descubría los contornos de una sombra que cubría parte del pasillo y retrocedía hasta su departamento. Igual que esa mañana y el día previo, una planta que le resultaba imposible identificar se erguía en la entrada. No comprendía cómo era posible que hubiese alcanzado las dimensiones de un ejemplar adulto en tan pocas horas. A la altura de los hombros las ramas se multiplicaban hasta resultar indistinguibles. En el piso no había rastros de tierra y el tronco se fundía en armonía con los cerámicos, reproduciendo el efecto en degradé de la pintura.

Julián sujetó la planta y la agitó intentando desprenderla. Fue al extremo del pasillo y volvió con una pequeña hacha que descansaba junto a la manguera contra incendios. Sin perder tiempo tomó posición junto a esa cosa que obstruía el paso y comenzó talar. La madera cedió rápido y la planta cayó. Una sonrisa satisfecha atravesó su cara. Dio la vuelta para depositar la herramienta a su sitio y cuando volvía fue testigo del resurgimiento de la cosa. En cuestión de segundos el tronco astillado sanó y se engrosó hasta recuperar la altura y consistencia previa. Retrocedió sobre sus pasos, tomó nuevamente el hacha y corrió hacia la planta tomando impulso para descargar un golpe que hundió casi todo el filo en el tronco. La desprendió luego de una lucha breve y arremetió un poco más abajo. Esta vez necesitó esforzarse un poco más para derribarla. La garganta le ardía y las lágrimas barrían sus mejillas, se quitó la camisa transpirada.

Buscó descanso contra la pared y se dejó caer hasta que la cabeza cayó entre sus rodillas. Al fin se había desecho de la planta. Mañana acudiría personalmente a la inmobiliaria para exigir la rescisión del contrato. Estiró los pies y no sintió rastros de la reciente tala, sin necesidad de mirar, estiró el cuerpo hasta el hacha y la apretó hasta que le pareció que su mano y el mango se fusionaban en uno. Cerró los ojos y se puso de pie. En el impulso del hacha-brazo sintió el filo del acero cortando el aire y las vibraciones al atravesar las vetas de la madera. Las astillas rebotaban contra su cuerpo con cada golpe. Tum, tum, tum. Abrió los ojos. La planta se resistía, el tronco había crecido y ahora era tan ancho como él. Observó su brazo fundido en una sola cosa, la mano reemplazada por la cabeza del hacha. Notó la fuerza del acero surcándole las venas.

Retomó la tarea hasta que conseguir su objetivo. Esta vez ni siquiera tuvo tiempo de arrodillarse antes de que la planta volviera a crecer recuperando su forma y dimensión. La sombra lo envolvía. Un sopor general le atenazó los músculos obligándolo a recostar, llevó las piernas al pecho y las envolvió con los brazos; le costaba cada vez más mantenerse despierto. En uno de esos lapsus, abrió los ojos y descubrió una paloma solitaria que desfilaba frente a él con paso marcial. De algún modo el bicho era perfectamente consciente del por qué estaba allí y cuál era la salida. Lo observaba con sus ojos rojos e insidiosos, las plumas como galones de altísima jerarquía. Luego de un momento de pavonearse ante Julián, giró para ofrecerle un primer plano de su culo y defecó a centímetros de su cara en un acto de venganza a nombre de toda la especie. Una vez que se cansó de regodearse batió las alas y voló hacia las escaleras para escapar de la sombra que envolvía al pasillo y a Julián.

Al nuevo inquilino lo convencieron la ganga que significaba el alquiler junto con la promesa de tranquilidad que anunciaba el sitio web. Resolvió los trámites con un par de clicks. Quizás por eso al llegar quedó sorprendido por la pulcritud del piso y las paredes; así como el encantador y en apariencia reciente detalle, entre salvaje y rústico, del degradé rojizo que ascendía por la puerta de entrada al departamento.

* Publicado en la revista «Chaqueña» de diario Norte el 17 de septiembre de 2023.

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