Mimo

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca

A simple vista los perros salchicha parecen seres inofensivos, amigables, buenazos; pero no se engañen. Esa fachada amistosa es apenas un camuflaje que emplean para colonizar nuestros corazones. De esa manera allanan el camino hacia el sometimiento de mentes y cuerpos. El objetivo final (e inconfesable) detrás de semejante accionar es la aniquilación de nuestro modo de vida y la posterior instauración de un régimen totalitario en el que la sociedad estará dividida en cuatro castas: Negros, Marrones, Peludos y Arlequines. Los humanos encuadrados en alguna de esas categorías en función de las aptitudes de servidumbre que demuestren.

Me veo obligado a escribir este testimonio a las escondidas y en medio de una revuelta que ya no tiene regreso. Todo empezó hace unos años cuando traje a casa un cachorro que no pasaría de los tres meses para que jugase con mis hijos. El encanto fue instantáneo y al instante Mimo nos deleitó con sus ocurrencias y mohínes; vagaba por los rincones arrastrando las orejas y husmeaba cada cosa con su trompa todavía corta. ¡Mis hijos enloquecían con el perfume a leche materna que despedía! Él se mostraba feliz, corría, ladraba y recibía elogios abundantes. Y siempre quería más. Siempre. Apenas quitábamos la atención de él durante algunos momentos nos lo hacía saber con estridencia. Era un Pac-Man de afecto.

De a poco fueron quedando atrás las actitudes de cachorro y sus conductas infantiloides. Alrededor del año vi por primera vez lo que me pareció un halo de oscuridad en su mirada, pero supuse que estaría cansado o nervioso por fallar en la captura de un geko en el jardín. En esa época también empezaron a ralear los lengüetazos con que nos despertaba en las mañanas que pronto fueron reemplazados por gruñidos cuando hacíamos algo que no le agradaba. Incluso situaciones inverosímiles como cambiar el canal de vida animal o bajar la temperatura del aire acondicionado eran motivos suficientes para despertar la ira de Mimo.

Y ahí estábamos nosotros siguiéndole el ritmo a sus gracias y rabietas, porque dábamos por sentado que eran parte del tradicional mal humor que acompaña a ciertos ejemplarse de esa raza. Debimos adaptarnos a sus modos: mi esposa asentía y recargaba el tazón de agua cuando Mimo lo volcaba con notoria intención, los chicos le cedían sus juguetes con tal de que dejara de lanzarles tarascones y yo me acurrucaba al borde de la cama para que Mimo pudiera estirarse a placer. Su influencia alcanzaba todas las áreas de nuestras vidas y seguíamos cediendo son sospechar de las consecuencias futuras que estos hechos engañosamente aislados tendrían sobre nuestras vidas.

Una noche recibimos amigos para cenar o esa era la intención, porque apenas entraron Mimo avanzó sobre ellos ladrando y garroneándoles los zapatos; cuando intenté detenerlo también me atacó, así que lo alejé de una patada. Lejos de achicarse volvió a la carga y me obligó a golpearlo con el llavero; como era de esperar, huyó hacia la pieza de mis hijos entre chillidos de víctima. Casi al instante los tuve ante mí increpándome por mi conducta violenta. Decían que quién me creía para hacer algo así, que tal había enfermado o estaba enloqueciendo. Mimo permanecía atrás con la vista hacia el suelo en una actuación digna de un premio.

La noche terminó en desastre. Mis amigos se fueron con la promesa de no volver y los chicos se encerraron con la música a todo volumen. Para colmo mi pareja, ausente durante todo el alterado porque justo estaba en el baño, me recriminó que era un tarado por comportarme de esa manera. No podía permitir que las cosas quedaran así.
—Es que Mimo enloqueció. Sus ojos no eran de perro.
—¿De qué hablás? ¿Ya estás borracho?
—Escuchá. Ese bicho tiene algo contra nosotros.
—¿Eh?
—No es normal. No sé mucho de animales, pero esto no es normal.

No sé con qué cara dije eso, tampoco recuerdo si hablamos de algo más, lo que sé es que mi pareja agarró el celular y se fue sin responder nada más. Recién cuando habían pasado más de quince o veinte minutos recibí un mensaje suyo en el que me instaba a calmarme y pensar mejor antes de actuar. “¿Acaso te escuchas cuando hablas? ¿Qué es eso de que Mimo no te miraba con ojos de perro? ¿En serio? La verdad te desconozco. Vuelvo tarde, no me esperes despierto”. Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar, al toque remató la faena: “Y, por favor, tené la dignidad de no responderme. Chau».

Arrojé el celular sobre la mesada, abrí una lata de cerveza y me puse a mirar una película viejísima hasta que me dormí. Desperté con el ruido que hizo ella al entrar, me miró con el mismo cariño que a una fruta en descomposición y siguió directo a la pieza. Esa noche fue la primera vez que nos acostamos dándonos la espalda y me resultó imposible volver a dormir. A la bronca por la gravitación creciente que Mimo ejercía sobre la voluntad de mi familia se sumaron los episodios de la noche y escuchar la forma descarada en que acababa de gruñir a unos mis hijos por haberse movido en la cama mientras dormía.

Pasaron unos meses desde ese episodio y la situación siguió agravándose durante este tiempo. Sin embargo, fue hace relativamente poco que comprendí lo que se gestaba. Como siempre ocurre en esas situaciones, es difícil establecer cuál fue el disparador que unió en una única imagen las piezas del rompecabezas. De pronto vi la manera en que los canes trataban a los humanos y cómo éstos acataban las órdenes sin quejarse. Esa tarde regresé sumamente consternado a casa y encontré sobre la mesa una nota en que me avisaban que habían salido a pasear a Mimo.

Calculo que lo hicieron más como una formalidad, puesto que a esa altura la relación con mi pareja e hijos no tenía retorno. Ellos vivían para el perro, lo bañaban cada semana, compraban el mejor alimento y lo proveían con juguetes y golosinas; incluso a costa de su propio bienestar. Recuerdo una vez que intenté hacerles notar esto y me devolvieron una mirada asesina.

Desde ese momento nuestras interacciones se redujeron a lo mínimo e indispensable. Incluso evito cualquier contacto Mimo, porque notó el odio con que analiza mis movimientos. Sé que estoy en minoría, pero también que no soy el único y confío en que hay otras personas como yo alrededor del mundo. Para ellas dejo este testimonio.
Hay una última cosa que quisiera contarles y es ¡No! ¡Soltá, perro! ¡Dejame!

* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 26/02/23

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