
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
El aire viciado se acumulaba en la habitación apretujando a los tres hermanos que permanecían estaqueados y en silencio, sin saber qué decir luego de tantos años de no verse cara a cara. Era una pieza pequeña, alejada de la calle, repleta de muebles viejísimos. Una ventana con rejas de estilo colonial daba a un patio interno en el que se amontonaban las macetas alrededor de un falso aljibe. La luz de la tarde llegaba filtrada a través de unas cortinas anaranjadas que desentonaban tanto como la bocina de un tren a media noche.
—A esos pescaditos de mierda los tiramos al inodoro ya mismo —disparó Juana ante el desconcierto de los otros dos.
—Tené un poco de respeto, al menos hasta que se la lleven a mamá —la cortó en seco Patricia.
—¡Respeto! No vengas con boludeces ahora, ¿querés?
—Vos siempre…
—¡Basta! ¡Córtenla de una vez! —Nicolás se pasó un pañuelo descartable por la frente y miró hacia afuera.
Isabel había muerto esa madrugada a los 97 años, en la cama que fue su guarida durante las últimas tres décadas. Desde ese lugar hizo todo lo que estuvo a su alcance para asegurarse de que ninguno de sus hijos accediera antes de tiempo a la herencia. Si les hubiera importado un poco, jamás me habría pasado esto, repetía ante las visitas numerosas al inicio y que con los años menguaron hasta desaparecer. En los últimos tiempos solamente veía a las enfermeras encargadas de cuidarla y a los médicos que la atendían. Se consumía lentamente en una lúcida agonía.
—De todas formas, tampoco tenía tanta guita. Esta vieja creía que era Amalita —volvió a la carga Juana.
—¿Querés hacer el favor de callarte?
—Ay, Patri, Patri. Mirá que ya estamos grandes y todavía no puedo entender por qué la defendés.
—Porque era nuestra mamá…
—¡Pero si eras la que más quería que muriese!
—Sí, tenés razón. Qué sé yo, al menos tratemos de respetar su memoria.
—¡Que se vaya a cagar su memoria! Esa tipa de ahí, bah, la cosa que ocupaba ese cuerpo, te cagó la vida. Y no solo a vos. También a él y a mí. Metételo bien adentro de la cabeza.
—Dejen de discutir, carajo. No vale la pena. Yo tampoco quiero estar en este lugar —Nicolás revisó el celular—. Mientras venía para acá hablé con el abogado que le llevaba los papeles y dijo que después de que la cremen pasemos por su estudio a firmar y con eso queda todo listo.
—¿Así, tan fácil?
—Nunca son «fáciles» estas cosas, Patricia. Hice un resumen bastante burdo. Llevará un tiempo liquidar el asunto por completo.
—Espero no tener que volver a esta ciudad. Me produce urticaria —Juana evitaba hacer contacto directo con la cama.
—A mí no me queda otra. Pero a ustedes les evitará viajar a cada rato.
Patricia y Juana cruzaron una muesca de resignación por Nicolás, el único de los tres que aún vivía en la provincia.
—Disculpen que esté un poco agresiva, pasa que veo a ma… a esta forra, y me vuelve todo el rencor que creía superado —los otros asintieron ante las disculpas de Juana, colmadas de una sinceridad tan artificial como la que exhibe una carta con la que alguien se excusa por no poder asistir a una actividad a la que fue invitado—. Ahora me doy cuenta de que fueron de balde los años de terapia. Les juro que soy capaz de agarrarla así como está y…
Sonó el timbre. El mismo ring que con enloquecedora insistencia anunciaba al cartero, el lechero y las visitas cuando eran chicos. El mismo que luego enmudecería hasta resurgir con la textura de palabras filosas que su madre les disparaba en cada llamada para hacerlos responsables de su desgracia. Hachazos que irrumpían durante la noche, en los almuerzos, en los momentos más insólitos, hasta que los telefonazos dejaron de ser anónimos y cada uno aprendió a evitarla, bloquearla y encerrarla dentro de una caja sorda y muda desde la que no tenía manera de provocarles daño. En ese microclima se avivó la llama del desprecio que la madre sentía hacia ellos por lo real e imaginado y avanzó consumiendo cada espacio de sus sentimientos.
Los tipos de la funeraria pasaron entre los hermanos enfundados en guardapolvos impolutos que llevaban sobreimpreso el logotipo de la compañía. Alzaron el cuerpo de Isabel y lo colocaron sobre el ridículo colchoncito de la camilla, como si el ajetreo hasta el camión tanatológico fuera capaz importunar al cuerpo. Se retiraron sin cubrirla, a la par de exhibían caras serias, gestos perfectamente ensayados para la ocasión. Las rueditas resonaban al chocar las uniones de los cerámicos. Isabel, afectada por una pose extraña producto del rigor mortis, los acechaba en la retirada del búnker.
—Ni muerta se relaja la hija de puta.
El comentario de Juana hizo reír a los hermanos y a los trabajadores. Uno de ellos se excusó con un gesto de la cabeza y murmuró «perdón».
—No pasa nada. No me hagas caso. Así son las cosas —lo disculpó Juana.
Nicolás regresó luego de acompañar a los tipos hasta la vereda y se sumó a sus hermanas con las manos hundidas en los sobacos. Estaban plantados alrededor de la cama vacía, como a la espera del siguiente paso que ninguno se animaba a dar.
—Qué trabajo de porquería.
Las sábanas parecían haber hecho propias las arrugas amarillentas y pustulosas de la madre, cuyo contorno aún era visible allí donde minutos antes reposaba. La habitación empezó a deshilacharse en fibras que pendían del techo hacia el ventilador y luego hacia la pantalla del televisor. Algunas hebras reposaron sobre las manijas de bronce forjado que adornaban el placar, otras se derramaron por el respaldo de la cama y unas pocas reptaron hacia la ventana.
En un rincón de la cómoda, delatados únicamente por el ronroneo constante del filtro de agua, los peces nadaban entre castillos y algas artificiales, ignorantes del universo que los rodeaba.
* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 12 de marzo de 2023.
Comentarios