
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Lo tengo enfrente con esa sonrisa ladina tan suya. Tiene los ojos abiertos y mira (me ausculta) sin estrés. Está muerto, lo sé, pero nada en él da una pista al respecto. Nada, excepto la fragancia pestilente que emana. Da la impresión de que no lo hubieran preparado correctamente para el evento, porque los gases se filtran por la nariz y el pecho se desinfla como en un suspiro. Cosas de fiambres.
Uñas amarillas de nicotina en manos rugosas y laceradas. La camisa impide ver los antebrazos, pero no hace falta. De todas maneras, algo no cuadra. Un tic sacude los dedos, ¿el rigor de la muerte o mis prejuicios? Poco importa, porque al fin de cuentas el tipo está muerto y dentro de poco se entretendrá charlando con los gusanos. No hay manera de engalanar su estadía en el otro mundo. Efluvios, vahos y espera. Esta miseria no se cubre con desodorantes o sahumerios.
Me cautiva su quietud. Desde el cuello de la chomba asoma la barba rala potenciada por la deshidratación y lo hace ver más desprolijo que de costumbre. De otra forma tal vez podría pasar por un oficinista que espera (no sabe qué) con dolor de cabeza y resaca. Pero la sequedad superficial lo transforma en un lumpen; distinto al caldo de pudrición que se cuece en su interior, allí donde se nutren las raíces de su dolor.
Todavía no logro acostumbrarme a la moda de velarlos de pie, fuera del cajón, para que parezca que siguen entre nosotros. Es una mentira (peor: una farsa) que solo funciona con quienes quedamos de este lado y tiramos ridículamente de la cuerda convencidos de que así revertiremos el proceso. Somos unos ilusos (peor: unos hipócritas). Además, a diferencia nuestra, en ellos operan otras prioridades. Por ejemplo: mantenerse en una pieza hasta entrar al foso o al horno. Así y todo hay casos como éste en los que las prisas no son tan visibles. Incluso diría que se siente cómodo con la situación. Aunque apeste y nos insufle una versión exclusiva de eau de la mort (no se vende en perfumerías) permanece con la frente alta.
Sigo sin comprenden cómo es posible que al resto de los invitados no les moleste la fetidez de este matado. Debe ser que están entrenados en el arte de sobrellevar la situación con mayor dignidad. Si es así, los admiro; yo no creo ser capaz de soportar mucho más tiempo la experiencia. Que reviente quien quiera: mi familia, mi perro, mi loro Paco; no me interesa. No me traen de regreso a semejante circo nunca más, ¿escuchaste, finadito? Disculpame que sea tan directo, pero al final sos apenas un pedazo de bijouterie olvidada entre las góndolas de un todo por dos pesos. ¿De qué te sirvió tanto trabajo? Todas las alegrías que les diste, las veces que te ovacionaron y ¿para qué? Mirá bien a tu alrededor, nadie te quiere, ni pelota te dan.
—¿Te pasa algo? —Una voz interrumpe sus pensamientos.
—¿Perdón?
—Estas gritando algo de bijouterie y todos por dos pesos —No tiene idea de quién es la mujer que le habla.
—Disculpa, no quise asustarte. Solo pensaba….
—Esta bien. Debe ser la emoción. Es una noche especial. Relajate.
—Ajám.
—Te traigo algo para tomar.
—Sí, por favor.
Cae otra vez en la contemplación del muerto. Es una noche especial, ¡qué duda cabe! El salón tiene clase, pero algunas cosas hacen ruido. Por ejemplo: la mesa de tragos ubicada de forma estratégica para tapar las heladeras en las que congelan las bebidas para las fiestas. Desde donde él se encuentra aquel sector parece el depósito de una morgue. Tiene mucha sed y lleva varias horas dando vueltas decidir cuál sería la mejor manera de concluir el asunto. Los pelos de la barba rozan la chomba y le provocan una picazón creciente. Tal vez, elucubra, si no hay escapatoria digna, lo más conveniente resulte una fuga a hurtadillas simulando que se dirige al baño, gambetear hacia la puerta y, ¡zas!, libre.
—Vos sí que tenés suerte, ¿eh? —masculla clavando sus ojos en el otro—. Todos te miran, nadie te habla —obvia que es él quien lo fastidia hace al menos una hora— y vos con tu mejor cara de loco.
—¿A quién le hablás? —Otra vez la voz que lo interrumpe. Evita el contacto visual—. Tomá, te traje un gin con limón.
—Gracias, gracias.
—De nada. ¿Entonces? Es la segunda vez que te encuentro hablando solo.
—Son los nervios, nada más. Debo parecer un loco.
—Bastante más de lo habitual.
—Disculpa, no quise asustarte.
—Eso ya lo dijiste.
Da un trago del vaso.
—Le falta azúcar. Ya vengo, voy al baño.
La mujer hace una pirueta para que no se le caigan los tragos. Él se aleja al trote y vuelve por un instante la vista al muerto que también parece huir. ¿Acaso ambos se esfuerzan por tomar distancia del otro? Esquiva las manos que lo saludan y se sumerge en el baño. No tiene el coraje suficiente para escaparse. El recinto en el que está ahora es lo opuesto al salón, las bachas están cubiertas con una pátina oscura y cada canilla gotea en una nota distinta componiendo una pieza caótica. Gira el grifo. El chorro sale más fuerte de lo previsto y lo mancha con una sustancia pastosa. No hay espejos que reflejen su asombro, solo unos fragmentos sostenidos por fuerzas invisibles que devuelven el brillo del cinto. El líquido fluye seductoramente hacia sus pies.
Las palmas que baten afuera lo arrancan de la abstracción. Aunque está empapado, la humedad no permea su piel marchita, no humecta sus pensamientos ni irriga su voluntad. Sale corriendo del baño y atropella a quienes esperan en la fila. Avanza entre insultos que crecen en estridencia como las bocinas que delatan al infractor. Es tarde para camuflarse, las luces lo encuentran, tiñéndolo de azul y rojo. Está atrapado. Los altoparlantes escupen su nombre. La marea de gente se abre para darle paso. Llora, le falta el aire, la piel le quema, la barba le hiere el cuello. Los haces de luz guían su marcha hasta que topa con una escalera surgida de la nada. La multitud lo impulsa a subir. Es el cielo o el cadalso, razona en medio de la ebullición. Su nombre suena en cada esquina.
La hora se acerca. Brazos anónimos lo conducen al centro. Ahora es cuando colocan la soga alrededor del cuello y abren la trampilla, analiza. El final debería ser rápido. Suda y pide pronunciar sus últimas palabras. Todos ríen y celebran tal ocurrencia. Ruega. Más risas. Entonces el silencio. Es la hora. Los altoparlantes braman con música de trompetas, la masa clama por él. El verdugo sonríe, lo saluda y le entrega una estatuilla. Es tiempo de los agradecimientos.
* Publicado en la revista Chaqueña de Diario Norte el 29/01/23.
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