Registros finales

Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca

Desperté de madrugada con una molestia en la boca creyendo que la muela que me traía a mal traer los últimos meses volvía a la carga. Sin embargo, aquella sensación era distinta. Me deslicé hacia el costado de la cama más próximo a la ventana con la esperanza de que la claridad nocturna revelara algo. Tanteé con la lengua y percibí algo que colgaba del paladar, introduje dos dedos y luché por capturar el filamento hasta que finalmente lo conseguí. Al contacto con las yemas se asemejaba a un nylon aterciopelado, muy delgado y resistente, según comprobé cuando intenté cortarlo. Cuando comprobé no me desharía de esa cosa tomé el celular de la mesa de luz, me levanté y fui al baño, tratando de hacer el menor ruido para que nadie de mi familia se despertara. Dejé a mi esposa roncando y comprobé que mi hija estuviera en su cama. Todo lucía bien, excepto por esta situación que me involucraba.

La foto que obtuve frente al espejo del baño resolvió todas mis dudas. Las iniciales, al menos. Ahora veía con claridad el hilo que pendía cerca de la glotis y que por su proximidad a la famosa “campanita” provocaba constantes arcadas. No recordaba cirugías ni procedimientos de otro tipo que involucraran este tipo de costuras en esa región de mi cuerpo. Por supuesto que la angustia empezó con sus jueguitos. Sentía mi corazón golpeando contra las costillas y como se me secaba la saliva. Debía resolver esa situación. Bastante tenía que luchar para llegar a fin de mes, volar de una punta a la otra de la ciudad con los pedidos y aguantar peleas con mi mujer como para que a todo eso se sumara un colgajo miserable surgido de la nada.

¿Qué hubieras hecho en mi lugar? Seguro que lo mismo que yo: estirar. ¡Ves! No somos tan diferentes. Estiré un poco sin que nada pasara. Entonces lo hice con más fuerza y tuve la impresión de que cedería el paladar por completo, tal como las ortodoncias removibles que muchos usamos en la infancia. Me asusté, tomé un poco de agua de la canilla. y volví a la carga. Esta vez jalé sin dudar y mantuve la tensión hasta que para mi asombro el hilo fue estirándose. No sentía dolor, tan solo un poco de incomodidad y algo parecido a cuando el dentista extrae la aguja con el sedante. Todo remitía a mis sesiones recientes con aquel sujeto con cofia y gorro de colores en las que había tenido el dudoso honor de experimentar una pinchadura en el paladar. Unos segundos después pude apreciar el hilo de un rojo lavado que salía poco a poco de mi boca. Esto termina acá, pensé. Revolví los cajones con mi mano libre hasta que encontré el alicate. Creo que abrí la boca más allá de lo que era físicamente posible e introduje el aparatito, asegurándome que el hilo quedara contenido entre los filos. Apreté y sentí un mazazo de dolor como nunca antes. Mis alaridos despertaron a las dos y fue mi hija la que llegó primero.

—¿Qué te pasa, papá? —Jadeó con los ojos aterrados de quien es extraída de un sueño profundo. Yo apenas podía mantenerme en pie. Lloraba de dolor y me tapaba la boca con ambas manos. Mi esposa se sumó con fastidio.
—Decime que no gritaste así por una cucaracha —seguía enojada por la pelea de la tarde y sabía cómo lanzar sus dardos sobre mis fobias—. ¿Usabas el alicate?
—Perdón —dije, dándoles la espalda—. Me molestaba mucho una uña y calculé mal.
—A esta hora… ¿En serio?
—Sí, no podía dormir.
—Sos un boludo.

Las dos se fueron y quedé a solas. El hilo asomaba intacto como la cola de un ratón por la comisura de mis labios. Fui al living y me acosté en el sillón, las primeras luces del día teñían las cortinas y quedé contemplado la nada sin volver a dormir. Al rato mi esposa soltó un quejido incomprensible cuando me vio hecho un ovillo mientras iba hacia la cocina para prepararse el desayuno.

Al principio lo tomé con relativa tranquilidad. Puesto que no podía cortarlo, supuse que tal vez sería posible devolver al interior del paladar el hilo, traté de mil formas y no hubo caso. Era tan inútil como devolver a su lugar un punto saltado en un pullover y me di por vencido. Desde ese momento lo oculté contra un cachete y me empeñé en ignorarlo. Por supuesto que también fracasé en ese intento. Aquel desprendimiento me incitaba a rozarlo, a juguetear con la lengua y los dientes. Nadie estaba a tanto de lo que me ocurría y tanto familiares, amigos y compañeros de trabajo sugerían enjuagues y cepillos que darían fin a lo que creían era un trozo de comida atorado.
Mi dentista no tuvo más alternativa que atenderme la tarde en que me presenté en su consultorio, esquivé los reclamos de la secretaria y me lancé a golpear la puerta hasta que abrió. Monté tal alboroto que solo por la confianza que nos teníamos de décadas de amistad no derivó en un llamado a la policía. Pidió disculpas a su paciente, le colocó unos algodones y le explicó que era una urgencia. El anciano abandonó el sillón y se dirigió la sala de espera. Pasó a mi lado con lentitud asesina y tuve la certeza de que deseaba contar con un arma para ejecutarme allí mismo. Una vez solos y atrapados por un silencio que no me animé a quebrar, noté la manera perpleja en que analizaba el filamento. Hizo algunas pruebas, consultó sitios especializados en internet y antes despedirme sujetó el hilo con unas pinzas y tiró. Sentí que se me iba el alma en una mezcla de vacío y placer indescriptible. Estiró hasta extraer alrededor de treinta o cuarenta centímetros. Vi su cara transformada, el ruido del instrumento al golpear el suelo y el movimiento pausado de su índice indicando la salida. Enrollé el colgajo y lo embuché. El portazo a mis espaldas me confirmó que no servía bienvenido nunca más.

De regreso a casa me encerré en la pieza de estudio y no aguanté la necesidad de tirar del sedal. Lo hice con lentitud reviviendo el éxtasis mezclado con orfandad que se abría paso con cada centímetro que extraía. Era como alcanzar el orgasmo y recibir un topetazo en el plexo al mismo tiempo. Para el final del día había obtenido un montoncito que de ninguna manera cabía dentro de mi boca. Descartada la posibilidad de cortarlo, recordé la manía que tenía mi abuela de ovillar la lana que sobraba de sus tejidos. Hice lo mismo y en ese momento me di cuenta que no podría enfrentar a mi familia. Les dije que me sentía afiebrado y como todos seguíamos sensibles con el asunto de la pandemia me recluí en la pieza hasta nuevo aviso.

Desde ese momento las cosas se precipitaron. Esa misma noche empecé a sentirme débil y hambriento. Nada de lo que comía me devolvía energías y únicamente podía pensar en eso que surgía de mi boca.

Me consagré a agigantar el ovillo que cargaba conmigo en una bolsa de supermercado cuando debía ir al baño mientras el resto de la casa dormía. La ventana de esa pieza daba a un pequeño patio y ocasionalmente veía a mi familia disfrutando del aire libre. Me saludaban de lejos con gestos de ánimo. A través mensajes por celular les mentía que aún notaba los efectos de la neumonía y que era cuestión de tiempo para que remitiera el malestar. En tanto, tiraba y tiraba con la necesidad masturbatoria de la adolescencia. Solo cesaba cuando golpeaban la puerta para anunciar la comida que ingería a las apuradas para volver a lo mío. Sentado en la cama, mientras extraía más y más de aquella cosa, tuve un último rapto de claridad mental y empecé a registrar lo que me sucedía. Recurrí a los recuerdos que quedaban en mi mente convulsionada y tapé los baches con florituras, pero llegó un momento en que hablar de mí me encorsetaba y me vi obligado a cambiar. Aquella decisión acompañada de un inesperado sosiego y empecé a bostezar. Quedé dormido sobre la cama de una plaza junto al ovillo que era tan grande como una piñata.

Desperté al tercer día y me asusté. La bola de hilo había desaparecido y en su lugar un hombre me observaba acodado con lascivia y expectación mientras acariciaba mis mejillas. Su piel traslucía la urdimbre de venas y el sistema nervioso y, a medida que abandonaba la bruma del sueño, fui reconociendo en él mis facciones. Los músculos no me respondían y advertí que las caricias eran en realidad una maniobra para continuar extrayendo el filamento de mi boca. Fui consciente otra vez del jalón en el paladar, el roce del hilo con los dientes y el modo sensual en que ese ser lo tragaba sin pausas.

El otro estaba casi formado y volvió a sonreír. Sus ojos resplandecieron al sorber lo poco que quedaba de mí.

*Publicado en la revista «Chaqueña» de diario Norte el 12/02/2023.

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