
Por: Marco Fernández Leyes
El «Flaco» Vázquez era un tipo raro, siempre jodía con que había quedado traumado por culpa de la Guerra del Golfo y amenazaba con reventar a tiros o clavarle una sevillana a quien se atreviera a contradecirlo. Su vestuario se componía exclusivamente por pantalones de jean, borceguíes y remeras blancas con grandes areolas amarillas bajo las axilas al que, solo en días de frío extremo, sumaba una campera negra. Nadie sabía si poseía una colección de prendas similares o era el mismo conjunto repetido hasta el hartazgo y, al final de cuentas, tampoco importaba porque de todos modos olía y se veía como si hubieran pasado décadas desde la última vez que las había lavado. Medía casi dos metros y caminaba encorvado como una letra ce con los brazos en constante tensión ante una amenaza invisible.
El Flaco que, por decirlo suavemente, se movía siempre por la calle colectora de la realidad, había nacido el 17 de enero de 1991 a decenas de miles de kilómetros del Golfo Pérsico. Sin embargo, desde muy pequeño estuvo obsesionado con la guerra. La primera palabra que pronunció fue «Irak». En realidad, fueron dos: «Irak-Irán»; los padres en su desconcierto se quedaron con la primera y dijeron que el pequeño absorbía todo lo que veía en la tele. Claro que no pasó mucho tiempo para que las palabras aisladas se convirtiesen en relatos detallados de sus vivencias como soldado de las tropas de coalición que en pocas semanas barrieron con el ejército iraquí.
Resultaba cuanto menos extravagante oír a un chico en edad de primaria mencionar detalles de la Operación Tormenta del Desierto tal como si efectivamente hubiera estado allí junto al general Colin Powell, de quien conservaba una foto recortada del diario y al que definía como «mi único héroe en este lío». Fue en algún punto de esos años en que a sus pertenencias sumó una caja negra del tamaño de unos zapatos medianos, con terminaciones de bronce en los extremos, y una cerradura clásica, de la que no se despegaba por ningún motivo.
—¡Dale, Flaco! Cortala y mostranos qué guardas en tu cajita.
—No, no puedo.
—Seguro son las fotos de alguna minita.
—No, no es eso.
—¡Uhhh! Le gustan los pibes, entonces.
—No, no es eso.
—A ver, mostrá. No seas ortiva, loco.
—Respeten a mis hermanos de sangre.
La obsesión que tenía con la caja casi provoca una tragedia en el pueblo la tarde en que debutó como arquero del equipo de cebollitas en el clásico del barrio. Tanto lo habían jodido al técnico los padres del Flaco que decidió ubicarlo en el sitio que menos daño haría su letal carencia de talento para el fútbol. O eso pensó. Al final del primer tiempo el «score» era de 9-1 a favor de la visita y la tribuna se vino abajo de furia. Las abuelas y tías aplastaban los cachetes contra el alambrado y gritaban insultos de todo tipo. En otro sector, un grupo de primos forzaba el candado de los vestuarios con la intención de linchar al pequeño Vázquez. Al final la revuelta solo fue aplacada cuando intervinieron camiones hidrantes y el comando de operaciones especiales que dispersó a la turba iracunda. De más está decir que fue debut y despedida para el Flaco que, así y todo, cerca de la medianoche, cuando los integrantes del plantel pudieron salir del estadio sin que sus vidas corriesen peligro se plantó ante el DT y el presidente del club y les chantó: «Ni Saddam me detuvo, miren si me voy a dejar mandonear por ustedes dos, traidores. Fuck you, motherfuckers!».
El Flaco creció como un paria que evitaba a la gente cuanto le era posible hasta que no le quedaba otra porque alguien le tocaba la fibra sensible con una frase al estilo de: «¡Eh! Flaco, vení, contanos que tal es Powell como jefe». En esas situaciones no era capaz de contenerse y se mandaba a hablar sobre hazañas, proezas, hábitos y rutinas al servicio de «el general Powell» o «el jefe». Lo tenían así hasta que se aburrían de escucharlo divagar sobre teatros de operaciones, incursiones y armas. Entonces llegaba la cereza del postre.
—Che, Vázquez. ¿Es cierto que Bush padre decidió poner fin a la guerra cuando se enteró que la verdadera arma de destrucción masiva era la que Powelll cargaba entre las gambas? Jua, jo, jo, je, je.
El pibe, con los dientes chirriando de indignación sujetaba fuerte la caja bajo la axila y daba media vuelta con paso marcial y la frente en alto. «Imbéciles, encima que no saben un carajo de historia se hacen los graciosos. No entienden nada. Fuck you, assholes!».
Entrado en la adolescencia, otra vez por intermedio de sus viejos, consiguió laburo en una fiambrería. El dueño tenía serios reparos de paralo detrás del mostrador, pero le debía una grande a Vázquez padre y no le quedó otra que aceptarlo. El Flaco se presentó a primera hora del día siguiente. Al principio el comerciante tenía miedo que las extravagancias del joven Vázquez alejaran a la clientela y lo llevase a la bancarrota. Lo único que me falta, pensaba es que termine de hundirme por este pendejo. Sin embargo, el tiempo le demostró que lejos de huir, la gente compraba cualquier cosa con tal de sacarle unas palabras al pibe. Era negocio redondo para todos.
Así fue hasta que una mañana de domingo cayó un trío de viejas frustradas porque el cura las había despachado temprano de la misa para poder mirar tranquilo el clásico del fútbol escoces y esperar ansioso un triunfo de sus queridos Celtics. Las tipas salieron furiosas y no tuvieron mejor idea que encarar directo al local que apenas terminaba de alzar las persianas.
—A ver, Vazquecito, ¿cómo está el FI AM BRI TO hoy? ¿Quedó algo de PI CA DO bien finito? —Dijo una.
—Querido, por favor, asegúrate que esté fresco. No queremos nada PA SA DI TO. —Acotó la segunda.
La tercera, un paso atrás de las otras, disimulaba la risa detrás de un pañuelo. En tanto, el Flaco hacía de tripa corazón y hundía medio torso en la heladera horizontal para alcanzar un trozo de salame con la esperanza de que fuera de agrado de las mujeres.
—¿Este les parece bien?
—¡Sí! Es perfecto. —Contestaron al unísono.
—¿Cuánto quieren?
—Js jsjsjsjs jssssssss
Las tres reían en complicidad.
—No entendí, ¿pueden repetírmelo?
—Perdón, querido. Es la edad. —Dijo la primera— Que sean trescientos setenta y ocho gramos. Jsjsjsjsjsjsjs jsssss.
Vázquez soltó el fiambre y salió por la puerta de servicio envuelto en una crisis nerviosa ante la risa destemplada de las tres viejas.
—¡Qué hicieron ahora! —Las abordó el dueño desde la caja.
—Nada, nada. Jsjsjsjsjs.
—Solo una pequeña bromita. Jsjsjsjs.
—¡Sos terrible, Zule! —Dijo la tercera.
—Te dije que lo reventábamos. Está loquito.
—¡Ahora tendremos que confesarnos! —Exclamaron a coro.
—Jsjsjsjsjsjs
Las viejas volvieron a la vereda, apuradas por el dueño que no soportaba verlas un segundo más. Apenas estuvieron fuera, el tipo trancó la puerta y fue a buscar a donde el Flaco, al que encontró tumbado contra las estanterías. Daba la impresión de que estuviera guaresciéndose de un ataque por aire y tierra, una invasión que ocurría en otro plano y otro tiempo. Lo sacudió para que volviese al presente.
—¿Qué carajo fue esa escena pibe?
—Son unas viejas de mierda.
—No entiendo nada, Flaco. Hablá porque no estoy para jodas.
—Me cantaron nuestras bajas.
—¿Cómo?
—Tuvimos trescientos setenta y ocho caídos en combate.
Hacia los veinte, el «Flaco» Vázquez, lucía como alguien que hubiera vivido cuatro siglos sin los beneficios estéticos del vampirismo. Recluido en un monoambiente, se despertaba a las cuatro de la mañana y mantenía guardia observando el afuera a través de un hueco en la cortina plegable. Vigilaba los movimientos de la calle. Cada vehículo era una amenaza, cada peatón un posible infiltrado de Saddam. Permanecía sentado en posición de loto, con la caja entre las piernas y las ojeras tiñéndole los párpados hasta que lo vencía el sueño.
En esa posición fue encontrado luego de que la familia denunciase a la policía que no tenía noticias suyas hacía cinco días. El cadáver presentaba los efectos de una prolongada exposición al clima desértico. Lograron forzar la cerradura de la caja sin mucho esfuerzo. Dentro había una arena muy fina que se disolvió en pocos minutos.
* Publicado el 1 de septiembre en el suplemento Chaqueña de Diario Norte.
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