Tragadero

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Por: Marco Fernández Leyes

Soy el río que no descansa. Que no los confunda mi andar cansino, cavilante. En mis meandros los secretos se multiplican y transforman lo natural en tenebroso. Cada tanto mis entrañas, colmadas de barro y ramas, reclaman algo más.

Esa tarde, Emilio, se disponía a un último intento en busca de un manduré que rompiera con la sequía a orillas del río Tragadero. Tuvo algo de pique, apenas unas corridas, pero nada importante. Mientras terminaba de liar un nuevo anzuelo pensaba en la importancia de que el nudo fuese fuerte y vigoroso.

Ya se había terminado el agua del mate y no le apetecía prepararse unos verdes con el líquido marronáceo que discurría, manso, a escasos metros de su fogata. “Si no pasa nada ahora me mando a mudar” pensaba a la vez que observaba cómo se extinguía la tarde de primavera entre el aullar lejano de los monos y los persistentes mosquitos que lo picaban a través de su camisa mangas largas de grafa.

Recordaba sus últimas capturas; siempre tenía el dato preciso y la carnada apropiada. Cada vez le agradaba más esto de ir a pasar las horas anhelando por el momento del pique. Lo que atrapaba le servía como alimento, pero todo el proceso previo y posterior era un efectivo cable a tierra. Tomó una lombriz del tarro de carnadas, la enganchó al anzuelo, lanzó la línea y esperó un rato. Como no pasaba nada, se puso a juntar sus cosas, resignado.

En esos menesteres andaba cuando la línea empezó a correr a pulso firme. Evidentemente no era un manduré, ni siquiera una boguita, sino algo mucho más grande. No tuvo más remedio que correr por la ribera para no perder a su presa: revoleó las ojotas y, mientras trataba de descifrar qué pez había capturado, se percató de que en el otro extremo nada se movía, sino que la línea era arrastrada por lo que había enganchado.

Decidido a hacer lo posible por recuperar su tanza y sacar lo que fuera que tenía en el anzuelo, recorrió la costa enrollando, metro a metro, hilo en el carretel. Luego de pelear media hora contra el barro y la corriente, una figura amorfa se aproximó a la superficie. Era un enorme trozo de carne putrefacta que lo espantó.

Quedó azorado. Estimó que, fuera lo que fuese aquello, debía pesar al menos 20 kilos. El olor era nauseabundo y las moscas verdes llegaban zumbando, presurosas, desde todas direcciones.

Aunque sus sentidos emitían señales de alerta para que retrocediera, no podía dejar de mirar. Había algo atractivo entre tanta fetidez.

De manera casi imperceptible, desafiando sus instintos, ingresó al río hasta que sus tobillos quedaron tapados por el agua. A esa distancia resultó evidente que aquello estaba compuesto por varios pedazos distintos. Tuvo la sensación de que cada uno poseía diferente nivel de putrefacción, color y, por así decirlo, edad.

Su pulso se aceleró. Emilio sintió que la boca se le llenaba de saliva y lo invadía una ansiedad brutal. No resistió la tentación. En un impulso dio dos pasos, se puso en cuclillas y apretó la inerte captura con las yemas de los dedos de su mano derecha. La superficie tenía una consistencia viscosa; algo gelatinoso y pegajoso la recubría por completo.

Sin retirar su mano, se acercó aún más para observar detalladamente las estrías formadas en la unión de cada pieza de carne. Nunca había visto algo así. Ladeó la cabeza y con el índice de la mano izquierda se dispuso a recorrer las protuberancias.

El sol resplandecía como un disco rojizo. Emilio creyó ver y sentir que la cosa se contraía, pero atribuyó todo al movimiento natural del agua. Menos natural resultó que la carne ahora estuviese tibia, lo sentía a través de las puntas de sus dedos. Apoyó las palmas para corroborarlo; era seguro que su mente le jugaba una mala pasada. Esta segunda teoría quedó descartada al instante: aquello tenía temperatura corporal y, nuevamente, parecía haberse contraído.

Incrédulo, quiso retirar sus manos, pero no pudo. Estaban recubiertas por esa extraña mucosa que las sujetaba con firmeza. Allí se convenció de algo más: la carne efectivamente latía, cada 30 segundos aproximadamente, y algo peor, empezaba a retroceder hacia el interior del río, arrastrándolo.

Luchó desesperadamente por zafar. Quiso detener con sus piernas el tirón, pero estas se hundieron en el barro. Intentó levantar la masa amorfa, que ahora parecía pesar cientos de kilos, y sus músculos se quedaron sin fuerzas.

El agua bullía con la lucha desenfrenada. En el horizonte un último haz de luz solar perdía su batalla. Era el ocaso. Los monos cesaron sus aullidos y únicamente perduró el sonido, semejante a una risa solapada, provocado por millares de mosquitos.

Emilio siguió forcejeando y retorciéndose en busca de una escapatoria con su corazón palpitando de manera furiosa y jadeando desesperadamente. Cayó de rodillas. La fuerza que lo arrastraba aumentaba y casi no tenía voz de tanto gritar por ayuda. Quedó sumergido por completo, sus pulmones se llenaron de líquido, golpeó su rostro contra el lecho y recién entonces distinguió una boca y dientes formados con los sedimentos. En la superficie era de noche, la risa cesó y las aguas volvieron a su calma.

* Publicado en «Tragadero. Cuentos y relatos».

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