
Por: Marco Fernández Leyes
Elena podaba el aloe de manera meticulosa. Movía la tijera como cirujana hacia las hojas muertas que estorbaban el desarrollo de la planta. Necesitaba mantenerla balanceada y libre de excedentes que atentasen contra su concepción del orden.
Cada tarde se sentaba ante el puntiagudo ejemplar y lo contemplaba largo rato antes de realizar el primer movimiento. Constantemente encontraba nuevos defectos que debían ser corregidos. Bebía té negro en hebras y escuchaba en bucle su álbum favorito: British Steel de Judas Priest. Una vez que comenzaba se movía como una mantis religiosa, cercenando con golpes de rayo las zonas imperfectas.
Las hojas eran gordas, acuosas, de un verde intenso. Esa semana había florecido y Elena analizó los pétalos de un naranja rojizo que hasta el día anterior exudaban perfección. Una mueca gris se posó en su cara; a lo largo de distintos lugares, casi imperceptible aún, la mácula de la muerte empezaba a corroerlos. Eran pequeños puntos negros surgidos en el punto que se unían con el tallo. Se enderezó y arrancó con los dedos cada uno de los pétalos corruptos.
Tenía una vista privilegiada del atardecer sobre el horizonte en que el río y el cielo se hacían uno. El aloe media casi ochenta centímetros de alto, tenía la circunferencia de una pequeña mesa ratona y ocupaba la mitad del balcón; pero a ella no le importaba. Seguía atendiéndolo con la misma devoción que cuando lo rescató entre los escombros de un edificio en construcción. Elena se topó con él de casualidad. Incluso en ese entonces salía muy poco de su departamento y, cuando lo hacía, seguía otro camino para hacer las compras. Sin embargo, esa vez sintió un impulso distinto e inusual que la arrancó de su rutina. Lo vio cubierto de polvo entre restos de ladrillo y concreto; maltrechas sus hojas. Al alzarlo la sabia que fluía de las hojas quebradas le cubrió los antebrazos. Una sensación placentera la atravesó al tiempo que el líquido espeso goteaba hacia la vereda.
De vuelta al presente, no permitía que sus 91 años, fueran obstáculo para dedicarse al aloe con la misma pasión con que décadas antes recorrió los cuerpos de las mujeres que amó hasta que sus almas se fundían en una, igual que ahora le ocurría con la planta.
Dejó la tijera a un costado y se quitó los auriculares. Observó la extinción del día y torció la boca. ¿Cuándo terminaría todo? Ya no le quedaba nadie por quien esforzarse, excepto ese aloe que parecía someterla a sus designios, exigiéndole dedicación absoluta. Era por él que salía de la cama, comía y organizaba su rutina para atenderlo. Se aproximó a la baranda y observó quince pisos abajo hasta la avenida; unos puntos iban y venían. Sería una caída larga.
Volvió a colocarse los auriculares y retomó las tareas. Regó la maceta y advirtió que tenía algunas rajaduras. Por un instante deseó que explotara y la tierra la cubriese. Sería una digna sepultura. Pensamiento estúpido, se dijo. Pensamiento estúpido que la acosaba cada vez con más frecuencia. Entonces miró a la planta y le pareció que se estremecía. Fue tan solo un destello. Se fregó los ojos con la remera y la observó con más atención. Nada, ningún movimiento.
El tallo emergía apenas sobre la tierra, más abajo las raíces seguían en línea recta. ¿Resistiría una caída de setenta metros? Ni siquiera sabía si tendría fuerzas para elevarse sobre la baranda. Bob Halford bramaba «En lo profundo la sangre empieza a hervir, como un tigre en la jaula empezamos a temblar de rabia». Todo le parecía desmesurado: su edad, la altura, el río, la devoción que aquel arbusto engreído demandaba. Pero aún no era el momento, debía apartar esas ideas sin sentido e impedir que las impurezas lo cubrieran.
* Publicado en la revista «Chaqueña» de Diario Norte el 20/11/22.
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