
Por: Marco Fernández Leyes
Dibujo: Gabriela Vacca
Cuatro golpes secos en la puerta destruyeron la concentración del tipo ante el burbujeo de la sopa que preparaba como cena y cortaron el monótono crepitar de la lluvia sobre el techo de la cabaña. Quedó paralizado, sabía que no había alma que por un buen motivo se atreviera a penetrar la soledad del bosque en medio de semejante tormenta. Allí ni siquiera tenían señal de internet o teléfono. Tomó la escopeta, caminó hasta la entrada y abrió de un tirón la puerta; lo cubrió un baño helado. Se quitó el agua de los ojos, apuntó a lo lejos y gritó “¡¿Quién anda ahí?!” un par de veces.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —insistió.
Silencio.
—¡Vamos! ¡¿Quién está ahí?!
Nada. Apuntó el arma al cielo y descargó. Recargó, la dirigió al horizonte, disparó. Estaba solo.
Sus ojos quedaron posados en el tenue brillo cobrizo del farol que iluminaba al escaso garaje, con la boca palabras incomprensibles, la escopeta colgaba como una extensión de su mano. Miró la luz, extrayendo de ella recuerdos de su vida, hasta que llegó a aquella tarde igualmente tormentosa cuando con apenas nueve años huyó de su casa y de su madre.
Se vio corriendo en medio del lodazal con el aire entrando filoso a sus pulmones. Apenas distinguía el camino, era un espacio estrecho, resbaloso, lleno de odio; las ramas y raíces hacían de todo para frenarlo, cortándolo y rasgándole la ropa. Cada tanto hacía una pausa y miraba atrás. ¿Seguiría buscándolo la vieja? El aire era espeso. ¿Esa luz a lo lejos era ella que se aproximaba empuñando su escopeta? Imposible saberlo, solo le quedaba huir con el miedo empujándolo como un luchador de sumo en el tatami. “Debería estar tranquilo jugando, no escapando”, se repetía. A esa altura solo deseaba una cama y un tazón de sopa. Miró sus manos, la lluvia quitaba la sangre que manaba de los tajos producidos por la maleza.
La mañana siguiente lo encontró durmiendo al pie de un lapacho, muy cerca de la rotonda de acceso a la ciudad. Se sorprendió por todo lo que había andado a tientas. La mano derecha le quemaba, tardó algunos segundos hasta que sus sentidos se acomodaron, y vio que era atacada por hormigas coloradas. Las espantó con una agitación furiosa y se quitó un poco del barro que lo cubría.
—¡Qué vieja hija de mil putas eras! —gruñó en la entrada de la cabaña.
Recordó el escozor de la hebilla del cinto golpeando su espalda; escupió el sabor metálico y rugoso de aquellas noches lejanas.
—¡Qué vieja forra!
Toda su infancia estuvo decorada por malos tratos. Hasta el día en que los abandonó, su padre comandó el ritual a base de bofetadas con los nudillos. A partir de ahí, su madre tomó la posta y dio rienda suelta a un sadismo inusitado. La vieja gozaba con azotarlo mientras bebía de la botella de caña. “Hijo de mil putas, pendejo maricón, tomá”, tronaba el cinto. Otras veces lo corría por la cabaña quemándolo con un cigarro.
Las escenas se repetían y, pese a la violencia, el chico creía que nunca intentaría matarlo. Eso cambió la tarde en que despertó de la siesta con el caño de la escopeta ante sus ojos. La tipa lo miraba bizca. Él se meó en la cama, ella rio de manera gutural, y le ordenó que fuera al comedor y acentuó sus instrucciones dándole un culatazo en el hombro mientras salían de la habitación. Caminaba lento, enjugándose las lágrimas. Se sentó donde le indicó. Afuera la lluvia lo envolvía todo. Nunca había sentido tanta soledad. Entonces todo ocurrió en un pestañear: a través del reflejo en la ventana vio que ella se distraía buscando una botella de caña, tomó la ollita de hierro que estaba sobre la mesa y se la arrojó. Su madre no atinó a esquivarla y cayó noqueada. El chico aprovechó la ocasión, salió corriendo y se adentró en la tormenta.
Siguió huyendo durante años, temiendo que ella lo alcanzara de alguna manera. Nunca pudo quitarse la manía de mirar atrás para comprobar que ninguna linterna quebrara la noche.
Algún tiempo después regresó a la cabaña, necesitaba hacer las paces. La primera vez hacía un calor típico del norte; miró su celular, no tenía señal. Era casi mediodía, se anunció, pero nadie salió a recibirlo. Quizás su madre, o quien viviera allí, estaría trabajando en los fondos. De todas formas, entró.
La encontró tendida sobre la mesa, algo muy propio de ella y sus borracheras, pensó. El tiempo la había maltratado, estaba bastante deteriorada. La tomó con cuidado entre sus brazos y la acostó. Aunque dudaba que lo escuchara en ese estado, le prometió que volvería a visitarla todos los meses. Se despidió con un beso en la frente. Ella no pronunció palabra alguna.
“Mejor”, se dijo; hay veces en que el silencio es salud. Al salir, se quitó los zapatos y caminó en patas sintiendo las hojas, ramas y tierra. Eso era vida. Subió a su auto y se fue.
Habían pasado cinco años desde aquel día. Esta vez un aguacero fuera de pronóstico lo obligó a quedarse un poco más de lo habitual. “¡Sí que eras hija de puta!”, continuó reprochándola mentalmente. Se sacudió un poco y dio una última mirada al lugar. Cargó la escopeta al hombro. El silencio apretaba. No le gustaba dudar de su mente.
Después de ponerse ropa seca, se dirigió a la cocina, saboreó el contenido de la olla, apagó el fuego y fue en busca de los utensilios. Revolvió en la despensa y encontró una botella de caña. Por el estado de la etiqueta se notaba que tenía muchos años Bebió dos vasos seguidos para alejar malos pensamientos. Tendió el mantel y dispuso lo necesario para cenar. Fue hasta la pieza, alzó a la vieja y la colocó ante la mesa. Ella nunca hablaba ni se quejaba, aceptaba todo lo que él hacía. Sirvió la sopa y depositó sendos platos humeantes; se sentó, sorbió y sonrió a la calavera que tenía en frente.
—Espero que te guste la cena, mamá.
* Publicado en “Es Inútil que corras” (ConTexto, 2022).
* Publicado en la revista «Chaqueña» de diario Norte el 1 de octubre de 2023.
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